martes. 23.04.2024
Foto: Moncloa

El consentimiento en las relaciones sexuales es el fundamento del Convenio de Estambul. Es un tratado, jurídicamente vinculante, aprobado en 2011 por el Consejo de Europa para la prevención y la lucha contra la violencia contra las mujeres y la violencia doméstica. Es la normativa más completa y avanzada en esta temática y se basa en tres ejes: la acción preventiva contra la violencia machista, la protección de las víctimas y la regulación jurídica para tratar a los agresores. Entró en vigor el año 2014, fecha en la que lo ratificó España. Es, pues, de obligado cumplimiento para los países firmantes, debiendo incorporarse su orientación a la legislación respectiva. Es lo que se ha realizado en la reciente “Ley de garantía integral de la libertad sexual”, conocida por la ley de ‘Solo sí es sí’, de fecha 6 de septiembre y que entró en vigor el pasado 7 de octubre de 2022.

Como se ha expresado en los últimos tiempos, particularmente en el ámbito jurídico, supone un cambio de modelo en la valoración de la agresión sexual poniendo en primer plano la conformidad de una relación, es decir, su voluntariedad. Así, se considera delito la falta de consentimiento, la imposición de una relación sexual, por la circunstancia que sea. La nueva ley sigue contemplando la existencia de violencia e intimidación como elementos que permiten graduar la pena aplicable, pero la tipificación fundamental del delito será la inexistencia de consentimiento. 

Hay que valorar el sentido político transformador y feminista del consentimiento, elemento ya preexistente en la legislación penal, pero ahora reforzado

Por tanto, hay que valorar el sentido político transformador y feminista del consentimiento, elemento ya preexistente en la legislación penal, pero ahora reforzado como fundamento de esta ley. En todo caso, está complementado con los agravantes tradicionales de violencia e intimidación u otros nuevos como la sumisión química y la actuación en grupo y, por supuesto, con su comprobación judicial. Pero la presunción de inocencia y la garantía de un juicio justo no deben amparar el descrédito y la culpabilización de la víctima, la principal testigo del delito. 

O sea, el debate no es sobre una mera cuestión técnica, sino política: reforzar las garantías preventivas y protectoras para la libertad sexual de las mujeres y frenar las agresiones machistas, junto con unas medidas reparadoras y de reconocimiento para las víctimas y unas penas proporcionadas a la gravedad del delito para los agresores, sin caer en el punitivismo. Es un cambio cualitativo de las prioridades valorativas del hecho agresivo, el proceso probatorio y, por tanto, de los criterios aplicativos de la norma por el estamento judicial. 

La situación específica producida es que, ante la unificación de los dos tipos de delitos anteriores, uno más grave -agresión- y otro menos grave -abuso-, se ha ampliado la horquilla de penas para aplicar, con el correspondiente incremento de las posibilidades de la interpretación judicial, que debiera basarse en dos criterios básicos, inaplicados por una minoría de jueces: el derecho transitorio existente desde 1995 y la evaluación de la revisión de penas, considerando el conjunto de la norma. 

El debate no es sobre una mera cuestión técnica, sino política: reforzar las garantías preventivas y protectoras para la libertad sexual de las mujeres

La realidad posterior a la aprobación de la ley ha demostrado que una parte judicial minoritaria pero significativa no ha mostrado afinidad y capacidad adaptativa a la nueva norma. Ese sector no ha valorado la vigencia del derecho transitorio y el encaje en la nueva tipología y horquilla de penas, como sí ha hecho la mayoría de la judicatura, que no las ha revisado a la baja.

Por tanto, ese incremento de la discrecionalidad judicial, sin la suficiente adecuación y perspectiva de género, tal como se ha demostrado, ha tenido resultados desiguales y arbitrarios en algunos casos. Así, salvando algunas rebajas limitadas de penas que pudiesen estar justificadas y sobre las que ha faltado pedagogía explicativa, hay una minoría de revisiones de penas (en torno a un tercio) inadecuadas respecto del espíritu y el conjunto de la letra de la propia ley. En base a ellas se han producido los llamados efectos indeseados de esas rebajas cuya mayoría está derivada de esa aplicación incorrecta. Si el cambio normativo ha constituido la condición de posibilidad para esta revisión de penas, el sentido y el resultado problemático de esa revisión es achacable a la decisión autónoma y discrecional de esa parte de jueces. 

Se ha demostrado que una parte judicial minoritaria pero significativa no ha mostrado afinidad y capacidad adaptativa a la nueva norma

La generalizada ingenuidad política de los grupos progresistas, particularmente de las direcciones de ambos socios del Gobierno, ha derivado de la excesiva confianza en una aplicación adecuada por toda la estructura judicial. La enseñanza es que debieran haber primado el escepticismo sobre esa aplicación, incluido sobre la inacción orientadora del Tribunal Supremo en el que, aparte de la Fiscalía General, se confiaba. Ha fallado la previsión para frenar esas consecuencias indeseadas por el ejecutivo y el legislativo. Pero esas deficiencias, incluidas las de la esfera comunicativa, aunque deben corregirse, son secundarias. 

Las consecuencias producidas, según el relato mediático dominante, son similares a las del periodo anterior: la permisividad con la violencia machista, con la consiguiente desprotección de las mujeres. Solo que ahora el papel de ambos actores habría cambiado. La acusadora es la derecha política y mediática, que se desembaraza de su responsabilidad histórica por la contemporización con las estructuras machistas, y la culpable es la nueva ley y las fuerzas progresistas, especialmente el Gobierno de Sánchez y, sobre todo, el Ministerio de Igualdad y Podemos, acusados de ser cómplices de los mayores agresores machistas, en perjuicio de las mujeres, supuestamente representadas por las derechas. Un cambio de guion histórico, que se supone constituye una autopista manipulada para llegar a la Moncloa, y que ha generado alarma social y desconcierto político. 

La disputa por el diagnóstico, sus causas y responsabilidades y, por tanto, las medidas a desarrollar, está servida, con un entrecruzamiento discursivo en pro de garantizar la legitimidad social de cada actor y sacar ventaja electoral. La polarización de la solución se da entre, por un lado, mayores penas a los agresores, o por otro lado, mejor garantía procesal para las mujeres, con mayor apoyo institucional. La garantía de la libertad de las mujeres no se resuelve por ampliar las penas a los agresores, marco punitivo y conservador en el que cae la reforma socialista, sino en ajustarlas a la proporcionalidad del delito desde el criterio del consentimiento, al que se suman los agravantes, y desarrollando las medidas integrales, preventivas, reparadoras y protectoras, hacia las mujeres. Y desactivar la alarma social con serenidad y pedagogía.

Las consecuencias producidas, según el relato mediático dominante, son similares a las del periodo anterior: la permisividad con la violencia machista

Las causas principales del conflicto, con una acumulación agravada, son dos: la aplicación inadecuada de la norma, con una significativa rebaja de penas por parte de una minoría de jueces, y el tremendismo mediático promovido, sobre todo, por las derechas, con un relato punitivista y una ofensiva política antigubernamental. 

A ello se añade la respuesta unilateral de la parte socialista del Gobierno que ha dificultado un acuerdo progresista unitario sobre los dos aspectos. Mientras tanto, la inercia judicial continúa autónomamente con esa doble aplicación para todos los casos actuales, persistiendo su goteo hasta que estos se agoten; o sea, las nuevas medidas del incremento de las penas serían aplicables solo a los casos futuros. 

Esta propuesta de contrarreforma consiste, básicamente, en reincorporar la violencia y la intimidación como un subtipo dentro del artículo 178 del Código Penal sobre el consentimiento. Para el ministerio de Justicia y el Partido Socialista es una enmienda técnica, que no altera la definición de consentimiento y es para justificar su prioridad: evitar la rebaja de penas. Para el Ministerio de Igualdad y Unidas Podemos, esa corrección modifica el corazón de la ley y la devuelve al modelo existente anterior con sus correspondientes consecuencias prácticas: en el proceso judicial poner el foco principal en la demostración por parte de las mujeres que ha existido violencia e intimidación y que ellas se han resistido, en vez de priorizar la valoración de si han consentido o no. Significa considerar la credibilidad de su testimonio, desde sus inicios –‘hermana, yo ti te creo’-, los agravantes, en su caso, de esa violencia e intimidación –‘no es abuso, es violación’-, y valorar que la ausencia de consentimiento, forzar la voluntad, supone ya un elemento de violencia. 

Existe, pues, una discrepancia política no resuelta. Una parte, el Ministerio de Justicia, pone el acento en la subida de las penas, de consenso con las derechas, para frenar la alarma mediática, minimizando las consecuencias negativas de la relativización del consentimiento de las mujeres, cuya formulación formal mantiene junto con la adicción que la corrige. La otra parte, el Ministerio de Igualdad, considera fundamental mantener las garantías procesales hacia las mujeres basadas en el consentimiento y considera secundario el cambio legislativo sobre las penas, ineficaz desde un enfoque integral, y propone que las nuevas medidas deberían centrarse en abordar las causas de la minoritaria pero relevante mala gestión judicial, reforzando las medidas adecuadas para corregirlo. 

Para el Ministerio de Igualdad y Unidas Podemos, esa corrección modifica el corazón de la ley y la devuelve al modelo existente anterior

Así, el Ministerio de Igualdad estaría dispuesto, como una concesión sin convicción, en aras de favorecer la unidad gubernamental, al aumento de las penas mínimas, pero manifiesta su oposición a rebajar las garantías procesales de las mujeres derivadas de ese cambio no meramente técnico sino de gran trascendencia operativa. La discrepancia y el bloqueo dura más de dos meses, hasta que el PSOE ha decidido trasladar su propuesta unilateral al Parlamento con las respuestas sabidas: la disposición favorable de las derechas y la desfavorable de UP y el resto de fuerzas progresistas de izquierda.

Un objetivo feminista compartido: contra la violencia machista 

En todo este fragor no hay que olvidar el problema social de fondo: la violencia machista es real y persistente. Según un reciente estudio del CIS, cerca del 40% de las jóvenes (18 a 24 años) reconoce haber sufrido violencia sexual, con una media del 22% de todas las mujeres adultas; ello suma más de cuatro millones. El problema es que más del 90% no lo denuncian, es decir, las mujeres se quedan sin amparo institucional; falla el sistema preventivo y protector y existe una relativa impunidad para la mayoría de los agresores. Así el sistema judicial y penal solo respondería a una minoría de abusos y agresiones. 

Por otra parte, según también el CIS, solo un 5% del electorado de Unidas Podemos y el 7,8% del del Partido Socialista (el 8%, la media poblacional), es partidario de reformar la Ley de ‘Solo sí es sí’; mientras está de acuerdo con incrementar las penas solo el 8% de las personas votantes de UP y el 20% de las del PSOE (el 19%, la media poblacional). O sea, el clamor mediático punitivo y reformador de la ley es minoritario en la sociedad.  

La nueva ley pretende prevenir y ampliar la cobertura protectora a todas las personas agredidas, aunque no denuncien, lo cual aunque conlleve mayor penalización para los agresores, no es punitivista y supone mayor justicia. Por otra parte, corrige la infravaloración por ciertos jueces de la gravedad de la dominación machista, como en el caso de la sentencia de ‘la manada’, que calificó los hechos de abuso en vez de agresión, tal como certificó posteriormente el Tribunal Supremo. 

La nueva ley pretende prevenir y ampliar la cobertura protectora a todas las personas agredidas, aunque no denuncien

Por tanto, el sentido de la nueva ley, referencia internacional, es claro: reforzar las medidas preventivas y protectoras frente a la violencia contra las mujeres para garantizar su libertad sexual basada en el consentimiento y no en la intimidación, en la voluntariedad y no en la imposición coactiva. Salvo las derechas, que se opusieron, la gran mayoría del movimiento feminista y las fuerzas progresistas la consideran, en lo fundamental, una ley positiva para las mujeres y su libertad, para unas relaciones de igualdad y una mayor cohesión social y democrática. En todo caso, algún sector del feminismo la percibe en exceso punitiva.

La violencia sexual tiene un sesgo patriarcal o machista y es una auténtica lacra social. Está enraizada en una estructura relacional desigual. Aparte de la discriminación por la orientación sexual o de género, con la agresión a las personas LGTBI, la violencia sexual se produce fundamentalmente contra mujeres por parte de varones. Expresa una posición ventajosa de dominación y control de unos varones sobre unas mujeres, imponiendo su subordinación. Se conecta con la persistencia de situaciones de privilegio y de poder en otras esferas sociales, culturales e institucionales. Por ello, la respuesta debe ser integral, tal como define la propia ley, y estructural, superando los marcos individualizadores y descontextualizados.

Desde este diagnóstico, las medidas correctoras de los tres poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, deberían abordar, sobre todo, esa causa de la errónea y benevolente aplicación para los agresores y la frustración para las víctimas. A su vez, sobre este hecho se ha amplificado la alarma social de la supuesta desprotección institucional de las mujeres, cuando el objetivo gubernamental y de la mayoría parlamentaria que ha apoyado la ley era el contrario. La valoración de la dimensión de la rebaja de penas por las revisiones y sobre cuáles son las causas sobre las que actuar se ha convertido en una auténtica pugna política. La defensa de la ley y su adecuada implementación y mejora debería encontrar un marco de acuerdo unitario progresista para potenciar su objetivo transformador y feminista y hacer frente a la ofensiva político-mediática de las derechas. 

Discrepancias sobre la ley de la libertad sexual