miércoles. 24.04.2024

De la frustrada “investigación” (¿?) de la Fiscalía sobre las actuaciones irregulares dos conclusiones meridanamente claras se deducen. Que el exrey de España, se apropió de unos 56 millones de euros, en que la Fiscalía valora su deuda fiscal en consideración exclusivamente a las operaciones irregulares detectadas e investigadas, que no excluyen la posibilidad de otras adicionales. Y que la responsabilidad civil y penal derivada de esa deuda y su obtención, ocultación y falta de tributación no resulta exigible judicialmente. Con fundamento en la inviolabilidad del monarca al tiempo de la comisión de los delitos investigados y en la prescripción de las acciones judiciales para la persecución de los delitos cometidos. Sólo la base imponible por esa deuda ascendería a más de cien millones de euros, cuya procedencia, también, es “ignorada”.

Las conclusiones de la Fiscalía resultan cuando menos apresuradas toda vez que la inviolabilidad, aun considerándola en los términos que se ha venido sosteniendo con carácter mayoritario, solo eximiría de responsabilidad al Jefe del Estado. Pero no a los terceros que han secundado al Rey en sus aventuras delictivas constituyendo una estructura organizativa criminal necesaria para la obtención del lucro y su ocultación. No hay razones desde el punto de vista de la inviolabilidad para no perseguir la red criminal construida por Don Juan Carlos. Incluidos Doña Corina, Don Álvaro de Orleans y demás testaferros. Esta vía nos permitiría recuperar incluso la totalidad de la deuda fiscal objetivada hasta el momento. Piensen que la cantidad “donada” a Doña Corina ascendió a un importe superior (65 millones, según la prensa) y que la versión de esta cortesana es irreal y contradictoria en sus términos. Al tiempo que afirma la “donación” explica que, posteriormente, le fue reclamada la devolución. Lo que en principio no parece muy congruente. Y, por otra parte, se refiere a Don Juan Carlos como una persona avariciosa, solo pendiente del dinero y que incluso se pasaba las horas contando dinero en palacio con una maquinita al efecto. Que un tacañazo de tal calibre valorara los servicios sexuales de la cortesana en 65 millones resulta de todo punto increíble. En su lógica, ese importe debe superar el precio de tantos “completos” como un hombre sea capaz en esta vida y en cientos de reencarnaciones en futuras vidas, con las prostitutas, paraprostitutas o cortesanas más exclusivas, lujosas y lujuriosas. Todo apunta a que a nuestra Católica Majestad le aconteció lo que al marido panoli que, ante el anuncio de divorcio, trasvasó sus bienes a la amante para ponerlos a resguardo de la esposa... Y, al mismo tiempo, perdió esposa, amante y bienes. ¡Santa Rita, Rita, lo que se da no se quita! O como le dijo la amante al panoli: “lo regalao por lo tocao”.

Amén de que la interpretación que se nos viene brindando desde las instancias judiciales y constitucionales no se acomoda al texto del art. 56,3 de la Constitución, que hace que la reforma constitucional, a la que se han opuesto ambos partidos mayoritarios, pese a su conveniencia, sea de todo punto innecesaria porque bastaría con acomodarla al texto legal de acuerdo con los principios interpretativos ordinarios. Para empezar, ese precepto es absolutamente inconcreto. Pertenece a ese grupo de normas “huecas” cuyo contenido queda referido a una normativa posterior que debe concretarlo. La definición de la responsabilidad del Rey como “inviolabilidad” es extravagante porque emplea un término que resulta ajeno al derecho comparado. Sólo alcanza algún sentido si se sustituye por el de “inmunidad”. Inviolabilidad remite a que el Rey no puede sufrir ninguna violación, es decir, ninguna agresión ilegítima. No parece que una investigación o condena judicial o parlamentaria pueda merecer en caso alguno ese trato de ilegítima. Por otra parte, el precepto concluye afirmando que la persona del Rey “no está sujeta a responsabilidad”.  Y esa afirmación ha de ponerse en relación con el párrafo final en que se establece la tutela que el Gobierno debe ejercitar mediante el refrendo de sus actos (art. 64 de la CE). En definitiva, todo el artículo 56,3 se refiere a la actividad pública del Rey, la propia de su cargo, y la doctrina que amplía la exención de responsabilidad al ámbito de lo privado es una recuperación de las posiciones predemocráticas de los defensores de la monarquía absoluta, conocidos como “serviles” y “mandilones” durante los reinados de Fernando VII e Isabel II (fernandinos y carlistas). Los Reyes han dejado de estar por encima de las leyes. Resulta difícil, por tanto, construir una irresponsabilidad absoluta porque de sus actos refrendados responde el Gobierno; los no refrendados, debiendo serlo, son nulos; y los que no precisan refrendo no hay impedimento en la norma para que responda personalmente, porque están fuera del art. 56 CE. 

Descartadas (¡qué remedio!) la responsabilidad judicial y política, persiste una obligación natural del Rey Emérito, que es algo más que una obligación moral, de reintegrarnos los 56 millones de euros apropiados

Por su parte la apreciación de la prescripción no es tan sencilla. Cuando la conducta delictiva se integra por una multiplicidad de conductas concretas guiadas por una única finalidad, cual es el caso del bancario que sisa pequeñas cantidades de la caja de su oficina, con reiteración y cierta periodicidad, no se está ante delitos individualizados identificables con cada operación concreta de sisa, sino ante un delito único de carácter complejo ejecutado de manera continuada. De esta forma, al Rey no pero sí al bancario robagallinas, la prescripción no se le computa desde cada sustracción sino desde la última de las operaciones que integran la serie. Así, no podrían discriminarse los actos anteriores a la abdicación, de los posteriores. Porque, en definitiva, sólo hay una única conducta. Perseguible en su conjunto.

Pero aun prescindiendo de las responsabilidades judiciales del exmonarca y sus secuaces, nada nos excusa de hablar de las responsabilidades políticas y morales. Aunque bien es cierto que de esto nadie quiere hablar. Entre los más audaces, frente a la derecha que nos parece querer exigir que nos postremos ante el victimario y le pidamos perdón en una nueva oda “a las caenas”, parece estar nuestro Presidente del Gobierno que se limita a considerar que somos acreedores de una explicación, como la del Alcalde de Villar del Río. Es tanto como no pedir nada. Y, como sabe, una mala negociación porque no pidiendo nada, nada te van a dar. En definitiva, detrás de la petición de explicaciones sólo se oculta un paripé. Más cuando las explicaciones se refieren a “informaciones que no son de recibo” (Pedro Sánchez), ya que el problema y lo que no es de recibo no son las “informaciones” sino la conducta del Emérito. Un paripé más en la cadena de posicionamientos que vienen delatando desde el primer rumor que esto iba a acabar en la más absolutas de las nadas - exceptuando el perjuicio al prestigio de nuestra democracia y de todas sus instituciones intervinientes (desde el Tribunal Constitucional, el Tribunal Supremo, la Fiscalía del Estado, la Agencia Tributaria… hasta la propia institución monárquica)- y quiénes (medios de información y opinión) se autoimpusieron el silencio mediante una censura sobre hechos que son conocidos a título de rumor por el pueblo desde tiempo inmemorial. Las explicaciones son, en cualquier caso, innecesarias porque a estas alturas todos sabemos lo que ha hecho Don Juan Carlos, salvo lo que no sabemos, que diría Rajoy. Que nunca lo sabremos. Quiénes sí nos adeudan esa explicación son quienes debían, pudieron denunciar y no lo hicieron la deriva delictiva de este señor. Resulta de todo punto increíble que los Gobiernos y los Servicios de espionaje y contraespionaje españoles desconocieran lo que estaba sucediendo. Solo quiero recordar que durante el último de los gobiernos de Felipe González se acusó al mismo de “espiar al Rey”, contestándose desde el Ministerio de Interior y Justicia que dirigía Juan Alberto Belloch la absoluta necesidad de vigilarlo para garantizar su protección. Se insinuó y comentó que esa necesidad era tanto mayor a la vista de la catadura de los amigos del monarca –traficantes de armas, delincuentes internacionales y otras malas compañías. Gentes, en general, de mal vivir, como él mismo. Se acaba de publicar que el CNI ofreció a Al Assir rebajar su deuda fiscal con la AEAT en 10,3 millones si se prestaba a la “omertá” sobre la implicación de Don Juan Carlos en sucios negocios de tráfico de armas (Diario Público). Un pago encubierto. Y eso sería complicidad que se extendería incluso a la AEAT porque no es pensable que el CNI ofrezca tal cosa sin contar con quien debiera materializarla.

Respecto de la responsabilidad política se mantiene que, erróneamente a mi parecer, tampoco resulta exigible ya que la abdicación en su hijo la habría satisfecho. Opinión generalizada que es difícil de compartir porque la abdicación era una condición “sine qua non”, pero que no agota la responsabilidad política. Como decían los catecismos de mi infancia, no basta la atrición, sino que es necesaria la contrición por los pecados. Nuestro anterior Jefe de Estado no ha mostrado ni dolor de corazón, ni arrepentimiento ni propósito de enmienda. Desde el punto de vista laico la cosa es más sencilla: “obras son amores…” Y la reparación de los daños causados sería la mejor expresión de un cambio de conducta e integraría, junto a la abdicación, el mínimum exigible.

Pero en cualquiera de los casos constatada la deuda, como así lo hace el Informe de la Fiscalía General del Estado, el hecho de que no haya cauces judiciales para reclamarla por la inviolabilidad subjetiva del delincuente o la prescripción del delito, eso no la hace desaparecer. Solo la convierte en inexigible ante los Tribunales. Lo que no es exactamente lo mismo. La deuda subsiste. Desde los primeros cursos de la Facultad de Derecho, al menos en los viejos Planes de Estudio, se nos enseñaba que la obligación contraída y que por prescripción o cualquier otra causa perdiera el instrumento que habilita su reclamación en los Tribunales, se transforma en una “obligación natural” reclamable por cualquier cauce distinto del judicial y que, aún desprovista de acción judicial, surtía determinados efectos jurídicos como, por ejemplo, que el pago de la deuda es válido y eficaz y no retornable porque no es indebido.

En definitiva, descartadas (¡qué remedio!) la responsabilidad judicial y política, persiste una obligación natural del Rey Emérito, que es algo más que una obligación moral, de reintegrarnos los 56 millones de euros apropiados.

Y aunque es seguro que no la cobraremos y ni siquiera nos la explicarán, cuánto más tiempo viva Don Juan Carlos (¡triste que los monárquicos le deseen una pronta muerte por el bien “de la causa”!) y más cumpla su amenaza de visitarnos con frecuencia, más cara resultará al propio Emérito y a la institución monárquica. No la cobraremos, pero sí la pagarán. Más si lo de “visitarnos con frecuencia” va a ocultar el fraude de una “residencia oficial” en Abu Dabi y una residencia real en España.

La deuda del Emérito