jueves. 25.04.2024
casado camuñas
Pablo Casado e Ignacio Camuñas.

Si algo demuestran las continuas y reiteradas declaraciones de destacados y olvidados dirigentes de la derecha española es que su modelo político radica en el siglo XIX, siglo en el que las sucesivos intentos democráticos se vieron frustrados por la resistencia de quienes hasta entonces habían detentado todos los poderes a asumir que el mundo había cambiado suprimiendo muchos de los privilegios nacidos a lo largo de la Edad Media.

España no era un país diferente, al igual que en Francia, Italia, Alemania o Inglaterra aquí también sucedieron periodos revolucionarios que se alternaban con otros reaccionarios en que todo volvía al pasado más lacerante bajo los auspicios protectores de la Iglesia Católica, siempre dispuesta a contradecir con hechos todo lo que supuestamente aconsejaba su líder. La historia de España se bifurca de la europea cuando Alfonso XIII accede al poder llevando el caciquismo y la corrupción propia de la Restauración a su máxima expresión. Mientras en Francia, los dirigentes de la III República ponían las bases de un Estado moderno y laico, Alfonso XIII consagraba España al Corazón de Jesús y la Inmaculada Concepción, acogiendo en su seno a las órdenes religiosas francesas que decidieron trasladar a nuestro país el modelo pedagógico retrógrado que ya no podían impartir en Francia. El Desastre de Annual, el Expediente Picasso sobre las Responsabilidades y el golpe de Estado subsiguiente de Primo de Rivera provocaron la quiebra de un régimen que hacía aguas por todos los costados y que habría llevado al país al borde de la parálisis y la desintegración.

La II República fue la respuesta de la España vital, ilustrada y estudiosa, la que conocía qué ocurría en otros países de Europa y que en nuestro país, la que amaba tanto a su patria que al ver tambalearse sus cimientos y comprometido el porvenir, decidió abandonar su vida cómoda del estudio para comprometerse en la modernización y el progreso del país, corrigiendo el analfabetismo y los abusos que durante siglos habían perpetrado quienes todo lo tenían sin aportar nada al desarrollo ni la justicia social. No había en aquellas personas ni un ápice de odio hacia nadie, sí, por el contrario, la ambición natural de que España dejase de ser un predio en herencia perpetua por las mismas familias y sus allegados matrimoniales de la alta burguesía. Nada hizo, en los dos años que estuvo activa -1931-1933- que no se hubiese hecho en Francia u otros países de nuestro entorno. El problema es que la España medieval, la España de la herencia, del privilegio era mucho más fuerte que la vital que sólo tenía su cerebro y sus manos y carecía de bancos, ejércitos y clérigos que apoyasen su gestión. La II República española nació para acabar con los privilegios y poner a España en la órbita de los países más desarrollados del mundo, para acabar con siglos de atropellos y dar al pueblo los conocimientos y los derechos que merecían. Desde el primer momento -mayo de 1931- contó con la enemiga de los poderes fácticos y de los militares felones que habiendo jurado lealtad al nuevo régimen se dedicaron a conspirar para acabar con él del modo más rápido posible. Fracasaron varios intentos, el más conocido el de Sanjurjo de agosto de 1932, pero los cavernícolas no dejaron de tramar hasta que el 17 de julio decidieron alzarse en armas contra la inteligencia y el patriotismo de quienes amaban tanto a España como a los españoles. También fracasó ese golpe, pero la ayuda de Italia, Alemania y el Vaticano permitieron a los facciosos convertirlo en una guerra que jamás tendría que haber sucedido. Fue, en cierto modo, la cuarta guerra carlista pero está vez con la participación de las potencias fascistas y sin abrazo de Vergara. Sólo sangre, exterminio y venganza.

Por supuesto que hubo desmanes en el lado leal, pero del Gobierno de la República jamás salió una orden que los justificara o alentara, todo lo contrario. Pese a la mentira de los medievales, conviene recordar las constantes llamadas de los ministros para que cesasen las represalias y la retaguardia y se respetase a los prisioneros, para que terminasen los paseos y se sometiesen todos los delitos al imperio de la ley. El problema es que los encargados de mantener el orden se habían sublevado para imponer la guerra y la destrucción, para levantar un régimen totalitario que habría sido el sueño de Zumalacárregui, Vázquez de Mella o Nocedal, un régimen en el que todos los abusos, deslealtades, violencia y corrupciones tomasen cartas de naturaleza.

Las palabras pronunciadas por el exministro de UCD Ignacio Camuñas, además de mostrar una ignorancia supina y una añoranza sin límites del Antiguo Régimen, forman parte de una estrategia para reivindicar la dictadura franquista como uno de los hitos de nuestra historia, como un periodo magnífico que la progresía ha enlodado por envidia y maldad. Es la derecha que un día puede gobernar, la que nunca condenó la tiranía, la que habla de libertad, la que está dispuesta de nuevo a convertirnos en la vergüenza de Europa al reivindicar la vida y la obra de Queipo de Llano, Yagüe, Mola, Franco, Millán Astray o Blas Pérez. Ni siquiera Le Pen se atreve a tanto. En plena escalada de la estupidez, como decía Azaña desde el exilio francés, estos personajes de folletín están dispuestos de nuevo a que España no se les escape. Es su botín.

Estupidez y pervivencia del antiguo régimen en España