viernes. 19.04.2024

“Vivimos siempre en el tiempo que vivimos y no en algún otro tiempo,
y sólo extrayendo en cada tiempo presente el sentido pleno
de cada experiencia presente nos prepararemos para el futuro.
Ésta es la única preparación que a la larga cuenta para todo…”

John Dewey (Experiencia y Educación)


Quien es ajeno al sentir y pensar de los demás y, sobre todo, consigo mismo, no puede avanzar, no puede evolucionar, no puede crecer. Quien no reflexiona, quien no piensa, quien no observa, quien no investiga, no se conoce, ignora cuáles son sus límites y, por tanto, es incapaz de cambiar, de transformar nada, ni siquiera transformarse a sí mismo, es un agente estéril. Por otra parte, quien valore la reflexión y el pensamiento crítico no puede no temer que una filosofía y un concepto tan valiosos como “democracia” pueda llegar a convertirse en nuestra actual sociedad en una fórmula vacía sin contenido, en un simple eslogan propagandístico, ni dejar de defender que el sistema educativo de una democracia debe tener como objetivo primero el contribuir a la formación de ciudadanos comprometidos con valores y modelos democráticos de comportamiento, dejando meridianamente claro que la educación es una modalidad de acción ciudadana y política en la medida en que obliga a la reflexión y valoración de dimensión social, económica, cultural y ética de la sociedad.

Sin ser futurólogo, estoy de acuerdo con el positivismo de Herbert Spencer para quien la educación será siempre el imprescindible motor del progreso humano y social, una de cuyas funciones esenciales consiste en democratizar la sociedad; y no menos de acuerdo con John Dewey, quien define la educación como la suma de procesos por los cuales una sociedad, grande o pequeña, transmite sus poderes y valores adquiridos con el propósito de asegurar su subsistencia y su continuo desarrollo, pues, cuando la vida social es auténtica, el solo hecho de convivir, educa. Según Dewey, la filosofía de la educación se basa en la filosofía de la experiencia, experiencia que significa poseer conciencia de lo que acontece realizando actividades con sentido, diferenciando lo que es valioso de lo que no lo es y que, a su vez, configura un corpus de certezas, normas y prescripciones que el sistema educativo debe propiciar. ¿Cómo?, situando al alumno y futuro ciudadano como centro de la acción educativa y el centro educativo como lugar donde el valor del conocimiento consiste en resolver situaciones problemáticas mediante la metodología de aprender haciendo; es decir, mediante un aprendizaje activo entendido como formulación y experimentación de hipótesis con significado.

Si queremos educar para unos tiempos que vienen marcados por la aceleración constante del conocimiento y las revoluciones tecnológicas, este objetivo no se puede conseguir con los aprendizajes y metodologías del pasado. Hoy el reto educativo debe ser facilitar al alumnado los instrumentos y herramientas que le permitan alcanzar aquellas competencias y habilidades necesarias para su desarrollo personal, profesional y social; es decir, sustituir un sistema de aprendizaje basado en la simple memorización por un modelo competencial centrado en el desarrollo de habilidades para saber aplicar los conocimientos adquiridos. En el marco de estas competencias, una de las más significativas y analizadas por la nueva pedagogía, y no son pocos los estudios actuales sobre ella, es la de “aprender a aprender”, es decir conseguir que el alumnado construya su conocimiento a partir de sus aprendizajes y experiencias vitales con el fin de aplicar el conocimiento y las habilidades en una variedad amplia de contextos. Es recomendable el trabajo de la profesora Amparo Escamilla: “La competencia para aprender a aprender: fundamentos y herramientas de un programa integrado para su desarrollo”.

La educación es un bien público y no un negocio y no debe ser sometida a ideologías e intereses de partido

Empeñarse en negar la evidencia de la realidad, tal como es, no es más que instalarse en la simplificación de la verdad, en el resentimiento y en un ruido indisimulado, en una estéril “performance”. No saber lo que está ocurriendo delante de nosotros es como querer ser ciegos. Tenemos la permanente sensación de asistir a los mismos debates y escuchar las mismas injustificadas críticas, sin venir a cuento, pronunciadas por las mismas personas. Es evidente que necesitamos cambios; y cuando hablamos de cambios, hablamos de cambios duraderos para evitar que cada cambio de gobierno implique cambios en el sistema educativo y establecer algunos principios no sometidos a debate permanente: la educación es un bien público y no un negocio y no debe ser sometida a ideologías e intereses de partido. Una sociedad en cambio debe estar dotada de suficientes canales y medios para que dichos cambios alcancen a todos sus miembros con el fin de hacerles capaces mediante su iniciativa personal de aprender a aprender, pero las cosas no cambian si no cambiamos nosotros.

Si la sociedad del siglo XXI requiere algo más complejo que los meros saberes o conocimientos, si el viejo paradigma educativo centraba sus esfuerzos en que los alumnos “supieran”, hoy se exigen no solo saberes, sino competencias. Ser competente requiere, por un lado “saberes, teóricos y prácticos”, y por otro, “imaginación y creatividad”. ¿Cómo?, “aprendiendo a aprender”.

tribuna congreso

Hasta aquí, el preámbulo de estas reflexiones, porque la pregunta que me hago, que no es retórica ni irónica, ya que depende de la óptica desde la cual se formule, es: ¿Quién ha enseñado y cómo han aprendido los políticos a ser políticos? Para que el ejercicio de la política sea eficiente es necesario que quienes acceden a ella posean una adecuada preparación; dicha preparación trasciende la formación académica, la asimilación de conocimientos y mucho más, aunque suele ser lo habitual, afiliarse a un partido y, cuanto más joven, mejor; lo que se necesita es una mejor formación política; pero la ausencia de esta última es lo que abunda en nuestro país; ésta y no otra es la razón de la deficiente gestión de nuestros políticos: carecen de esa necesaria competencia de haber aprendido a aprender a ser políticos. Y son los propios partidos políticos los responsables de subsanar esta carencia. Ellos son los que deben educar a sus políticos, en conocimiento, valores y calidad y no exigiéndoles “el pensamiento único, mediante la obediencia y un argumentario bien aprendido”. Bien lo decía el viejo zorro de Alfonso Guerra: “Quien se mueve, no sale en la foto”.

Desde el inicio de nuestra democracia, superada la dictadura, poca atención y escasos momentos hemos conocido en nuestra sociedad y en la vida pública acerca de una preparación o formación sistemática de quienes son elegidos o eligen como actividad primaria el desempeño de lo que conocemos como la responsabilidad o función política, excepto la decisión, la voluntad o el dedo del responsable del partido. De ahí que no destaque en muchos de ellos esa inteligente capacidad de anticipación y de tomar decisiones con acierto: la de buscar y encontrar la mejor solución en situaciones imprevistas, pues como decía un pensador, cuyo nombre ignoro, “un político puede hacer todo con las bayonetas, menos sentarse en ellas”. La ciudadanía española no se limita a querer que los políticos sean gente profesionalmente cualificada; quiere que sean honestos, que su comportamiento sea ético, no solamente en lo personal sino también en el ejercicio de sus funciones públicas.

Es posible que ante estas reflexiones alguien diga: “para ser político no se estudia, el político se hace”. No se puede negar que, sin caer en contradicción, ambas cosas puedan ser ciertas y falsas a la vez: la ciencia política es una carrera respetable, útil y valiosa, pero no todos los que la cursan pretenden ser actores políticos; la mayor parte de ellos lo único que pretenden, como profesionales de la ciencia, es contribuir con sus conocimientos al análisis y asesoramiento especializado conformando opinión de la realidad política en temas institucionales que interesan a la sociedad. El político, en cambio, incorporado a un partido, “se va haciendo” a lo largo de su historia personal, conjugando conocimientos, experiencias, reflexión, habilidad, sentido común, rapidez de juicio y capacidad para decidir. Pero son los partidos políticos, muchos de ellos, sin democracia interna, quienes proponen y deciden los candidatos y las listas en las elecciones para representarles en las instituciones; por tanto, son ellos, responsables de la calidad de la gestión de quienes les representan. Y puesto que sus líderes son los que tienen la obligación competencial de educar a sus “políticos”, es decir, enseñándoles a aprender a aprender, quienes se corresponsabilizan cuando sus militantes delinquen, cuando se equivocan o ponen en riesgo la ética del partido en su gestión pública o cuando traicionan los intereses de los ciudadanos que los han elegido. La experiencia, en cambio, nos dice que no actúan así; es muy frecuente escuchar, exonerando sus responsabilidades, en especial a la derecha decir: “Ese del que usted me habla…”

Una democracia es más que una forma de gobierno es, primeramente, un modo de vivir asociado, de experiencias comunicadas conjuntas en un interés común, de modo que cada uno ha de referenciar su propia acción a la de los demás y considerar la acción de los demás como pauta y dirección de la propia; pero esta forma de vida compete, sobre todo, a quienes se han comprometido política y públicamente, por haberlo aprendido, o debido aprender, suprimiendo aquellas barreras de clase, raza y territorio nacional que impiden que los ciudadanos sean conscientes de la importante significación de su ciudadanía. Pero mal pueden los ciudadanos sentirse bien representados si los partidos, sobre todo los que tienen o han tenido la responsabilidad de gobierno son incapaces de hacer autocrítica y sacar las consecuencias adecuadas.

Tenemos que lamentar, sin embargo, que el tono general de la política actual, en especial la del Partido Popular y su líder Pablo Casado, con la estrategia de la estridencia, como escribe el diario El País en un artículo de opinión de ayer domingo, hasta ahora no ha contribuido a visualizar la dignidad de la política ni a que los políticos reciban el respeto y la consideración de los ciudadanos. Un signo patente de su debilidad política es su continua desconfianza y negacionismo de todo cuanto hace el gobierno de Sánchez. Le recuerdo lo que, con sentido común, afirmaba Baltasar Gracián: “Aprobarlo todo suele ser ignorancia, pero reprobarlo todo, maldad”. Los políticos deberían tener muy claro que podrán eclipsar la verdad, pero nunca extinguirla y que el núcleo central de la democracia, especialmente en esta coyuntura actual, debería basarse en el valor de la política como cauce para defender el interés general y la dignidad de todos y cada uno de los ciudadanos.

“Aprender a aprender”, o cómo educar a los políticos