martes. 16.04.2024

El 1 de diciembre de 2019 la ciudad de Wuhan, en la República Popular de China, amaneció ante la presencia del reporte de un grupo de personas infectadas con un virus desconocido. Lo que comenzó como una epidemia fue mutando a medida que el patógeno se desplazaba de tierra en tierra, de país en país, lo que llevó a la Organización Mundial de la Salud a decretar una pandemia de riesgo de salud pública internacional, con pérdidas de vidas y un desplome financiero global de un alcance inimaginable.

Caminar por el césped recién cortado de un panteón puede simbolizar para muchos solo una imagen de un camino que no queremos transitar como sociedad, sin embargo, la humanidad se ha caracterizado desde tiempo longevo en recorrer los terrenos más peligrosos del mundo creyéndose al resguardo de todo.

Ya los continentes parecen haber desaparecido del mapa, las fronteras se han desplazado, los refugiados y las enfermedades deambulan de norte a sur y de este a oeste del globo sin brújula aparente. China, Corea del Sur, Irán, Alemania, España, Italia, Francia y los Estados Unidos de Norteamérica son los primeros bastiones de un amplio planisferio de infecciones por el COVID 19 o más conocido como coronavirus.

Al 31 de enero de 2021, la cantidad de casos activos a nivel global es de 26.104.205 personas, con un número de decesos de 2.231.285, ver estos números nos remite directamente a la peste negra, la enfermedad más devastadora en la historia de la humanidad, una pandemia que azotó al continente europeo y asiático durante el siglo XVI. Nos acostumbramos con el correr de los días y de los siglos a desmerecer las advertencias, a creer que el otro solo es un invitado más al espectáculo, a mantenernos alejados del resto de la sociedad, a pensar que nuestro futuro solo depende de nosotros mismos. No logramos entender con el paso de los calendarios que el prójimo es igual o más importante que la imagen que el espejo nos devuelve cada mañana, basta apreciar en las calles las actitudes de acción u omisión que permanentemente afloran para con aquellos distintos.

Ese concepto irracional que la filósofa española Adela Cortina llama aporofobia, no es más ni menos que un neologismo que pone nombre a aquello que no lo tiene, es el rechazo a los pobres, cuando no se conoce el nombre de algo solo se lo señala con el dedo índice; este tipo de actitudes es el comienzo de la discriminación. Pero el Covid 19 no discrimina, el coronavirus es un agente invisible que se lleva todo a su paso, así como el viento circunda alrededor sin ser visto, esta enfermedad va carcomiendo los huesos de forma imperceptible. Está claro que todo cambiará una vez terminada la pandemia, queda en evidencia que no importa cuán lejos te creas de esta realidad que nos cerca minuto a minuto, todos estamos dentro del mismo tablero, ya no importa qué pieza seas. He leído novelas de ficción que se volvieron con el tiempo en relatos de non fiction, “La peste” de Albert Camus, “Ensayos sobre la ceguera” de José Saramago y particularmente “Los ojos de la oscuridad” de Dean Koontz. Esta última, una premonición exacta de lo que hoy se lleva la tapa de todos los diarios del mundo, el viejo continente parece volver a foja cero, un nuevo pangea que hizo del coronavirus un retroceso en la socialización.

La banda española Fito & Fitipaldis lo dice claramente en su tema musical Acabo de llegar: “Si esto es como el mar, ¿Quién conoce alguna esquina?” El Covid 19 ha corrido las estacas de un mundo que parece no entender aún hacia dónde corren los vientos, no existe una esquina donde esconderse. Nos invaden las preguntas, pero solo hay una sola certeza, ya no seremos los mismos.

Covid-19, las cuatro esquinas del continente antiguo