jueves. 25.04.2024
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A ver, que no se trata de faltar a nadie, esta es una columna que pretende aportar luz para analizar el comportamiento de la mayor parte de la elite política que se define a sí misma como conservadora. Me refiero al conservadurismo nacional, aunque creo que puede hacerse extensible al movimiento internacional. Porque siendo conservadores actúan como tradicionalistas: su amor a los colores de la bandera que visten en cualquier parte de sus vestimentas, su pasión por la liturgia eclesial y la tauromaquia, o por las canciones melifluas de Julio, José Manuel o Taburete, lo ejemplifican.

Y hay una diferencia entre el espíritu conservador y el sentimiento tradicionalista. El conservador tiende a pensar el mundo en términos de durabilidad y de eternidad, se preocupa por sofisticar o hacer creer que lo suyo es tan sutil que debe ser mantenido para siempre en el centro de la vida. El sentimiento tradicionalista es mucho más básico, menos sofisticado desde luego y no se plantea renovación o mejora de lo suyo porque ya es inmejorable, está descrito en la tradición, solo hay que seguir la pauta de cada momento, sea familiar o social, sea económico o político, en día laborable o en fiesta de guardar. 

Los primeros, los conservadores, son amantes de mundos entelequias desaparecidos o en trance de ello, conservan su recuerdo como insectos en jade, perlas mundanas descritas por Stefan Zweig o por el propio Balzac. Los segundos, los tradicionalistas, son más bien admiradores de la cultura popular, el barullo, la tomatina, sanfermines y a las cinco nada de té, toros y puro en ristre.

El conservador tiene en la mente un mundo irreal pero verosímil, en sus alucinaciones cree que podría recuperarse el esplendor de imperio austrohúngaro o británico. El sujeto dominado par las pasiones tradicionalistas no necesita pensar en un mundo alternativo, le basta con tener una agenda repleta de actos tan gratificantes para sí mismo como gratuitos para el resto. Para visualizar lo que digo, traigan a sus mentes a Jacob Rees Mogg el parlamentario británico que holga en los bancos de los comunes como perfecto ejemplo del conservador elitista, y a Macarena Olona como ejemplo de la taruga travestida de lo que haga falta, cañí, folclórica o montesa.

Conservadores y tradicionalistas comparten muchas cosas, la más importante es su reserva ante el futuro. Para los conservadores ingresar en lo que está por venir siempre es un asunto arriesgado pues puede implicar desviaciones del curso formal que la conservación universal reserva para sus seleccionados hijos (nietos y biznietos) Para el tradicionalista el futuro es un campo en el que hay que sembrar las simientes de las viejas tradiciones y esperar a que los sucesivos tradicionalistas vayan recogiendo los frutos de las sagradas normas. Comparten algo más, en ambos casos se produce un wishful thinking, un pensamiento guiado por el deseo, no por la realidad.

El conservador descubre que el mercado es el instrumento ideal para la reproducción de los intereses creados, de hecho, los intereses del mercado coinciden con los suyos personales como cientos de títulos de propiedad de acciones y otros derivados financieros atestiguan

El contacto con la realidad en el inevitable advenimiento del futuro produce un cierto distanciamiento entre ambos colectivos, pues el conservador tiende a apoyarse en el mercado y sus designios para liderar la entrada en el mismo de un modo acompasado a sus intereses. El conservador descubre que el mercado es el instrumento ideal para la reproducción de los intereses creados, basta con tener una presencia en el mismo, de hecho, los intereses del mercado coinciden con los suyos personales como cientos de títulos de propiedad de acciones y otros derivados financieros atestiguan. El tradicionalista en cambio no tiene definida su postura, no sabe si el mercado es su opción o quizá sea otra. De ahí que tanto apoye a los conservadores promercado como a los nacionalistas, fascistas y otros monopolistas antimercado. Lo que hace el gárrulo tradicionalista es seguir la égida del que siempre ha mandado, sea el señorito, el banquero o el general, el tradicionalista sigue la tradición de ponerse a los pies del que manda, por algo será se dice a sí mismo. De modo que, desde el punto de vista de la acción política, el tradicionalista es un cero a la izquierda, otorga dimensión a una cierta cifra, pero no le da cualidad. 

La aristocracia española disfrutando de una vida conservadora y campera en Inglaterra mientras sus bestias fascistas se ensañaban con la República aquí, en vivo y en directo, por amor a las tradiciones y salvaguardando las posesiones

Quien resulta relevante para la marcha de la economía y de lo social es el conservador, pues es él quien define y apuesta por mecanismos de tránsito que en lo sustancial no afecten a lo suyo, a lo que tiene y desea conservar. Para lograrlo utilizará cualquier recurso, como valerse de los tradicionalistas para presionar. Un ejemplo de ello es la aristocracia española disfrutando de una vida conservadora y campera en Inglaterra mientras sus bestias fascistas se ensañaban con la República aquí, en vivo y en directo, por amor a las tradiciones y salvaguardando las posesiones. 

La cuestión es que la urgencia del futuro, que acaba de enseñarnos sus complejidades, requiere aplicar estrategias sociales, incluidas reformas de los mercados como el eléctrico o el financiero que se hallan a mucha distancia de las expectativas de los conservadores. Hoy la conservación significa cronificar el pasado imperfecto. Lo que pide a gritos la refundación del mundo, incluido el capitalismo, está muy lejos del pensamiento y el espíritu conservador. Puede decirse que el pensamiento conservador anda algo retrasado.

De los tradicionalistas ni me pronuncio, esos ya vienen retrasados de fábrica

No diga conservador, diga retrasado