jueves. 28.03.2024
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Fotos: Alfonso Roldán

Ser iconoclasta no está reñido con saber quiénes han sido las personas ilustres de un país y facilitar que, una vez la de la guadaña ha cumplido con su labor, sus restos descansen en común y solemne espacio aconfesional. 

Los franceses, que de estas cosas entienden, aúnan su orgullo nacional, por ejemplo, con el Panteón de París, donde se puede hacer un recorrido por su historia con personajes civiles como Voltaire, Jean-Jacques Rousseau, Victor Hugo, Sadi Carnot, Émile Zola, Jean Jaurès, Jean Moulin, Jean Monnet, Pierre y Marie Curie, André Malraux, Alexandre Dumas… Para el mundo militar, Los Inválidos, con Napoleón a la cabeza es el más conocido de entre los generales, sin obviar a su último inquilino, Jean Paul Belmondo, comandante de la Legión de Honor.

España es incapaz de ponerse de acuerdo hasta para reunir en un espacio común los restos de aquellas personas ilustres que aparecen en los libros de historia. El “Panteón de hombres ilustres”, ubicado en Madrid junto a la Basílica de Nuestra Señora de Atocha fue un fracasado intento. La intención era que los restos se depositaran en ese espacio cincuenta años después del fallecimiento. La Real Academia de la Historia fue la encargada de proponer una primera lista, allá por 1869 pero no había forma de encontrar restos como los de Cervantes, Lope de Vega, Luis Vives, Antonio Pérez, Juan de Herrera, Velázquez, Jorge Juan, Claudio Coello, Tirso de Molina, Juan de Mariana… En la actualidad sólo andan por ahí Manuel Gutiérrez de la Concha (Marqués del Duero), Antonio de los Ríos Rosas, Francisco Martínez de la Rosa, Diego Muñoz-Torrero, Juan Álvarez Mendizábal, José María Calatrava, Salustiano Olózaga, Agustín de Argüelles, Antonio Cánovas del Castillo, Práxedes Mateo Sagasta, José Canalejas y Eduardo Dato.

El cementerio civil de Madrid ​es el lugar de los repudiados por la jerarquía de la Iglesia católica

En definitiva, los restos de las personas ilustres españolas, entre las que la historiografía ha obviado a las mujeres, pueden estar desaparecidos; perdidos en conventos o iglesias; una gran parte en cementerios en el exilio; otra gran parte, olvidados… Pero, además, en Madrid existe el semiclandestino y mal cuidado cementerio civil, un anexo del Cementerio del Este (luego llamado de la Almudena), construido para albergar en su último descanso a comunistas, socialistas, masones, protestantes, judíos, agnósticos, librepensadores, suicidas… En definitiva, una necrópolis en la que, paradójicamente, vive la tolerancia. El lugar de los repudiados por la jerarquía de la Iglesia católica.

11No sabemos por qué, el 8 de septiembre de 1884, con sólo 20 años, Maravilla Leal González, decidió acabar con su vida. No sabemos qué pasaría por su cabeza, pero desde luego no contemplaba pasar a la pequeña historia de Madrid. Los restos de Maravilla fueron los primeros en ocupar el cementerio civil, ya que, como mandaba la santa madre Iglesia, se le negó el descanso eterno en un camposanto por suicida. 

“Aquí yace media España…”

En 1932, la República quiso que este cementerio tuviera la misma consideración que los católicos y obligó por ley derribar los muros de separación existente con su vecino católico de la Almudena. Seis años más tarde el franquismo rehízo lo derribado.

Cuando octubre ya mira a noviembre, mes de difuntos, un paseo por el cementerio civil, embarrado por la melancolía de la llovizna otoñal, nos evoca a un suicida ilustre, Mariano José de Larra y su irrepetible artículo Día de difuntos de 1836. En él, refiriéndose a los ministerios imaginaba un epitafio: “Aquí yace media España, víctima de la otra media”.

Pero en el cementerio civil, desde su inauguración, también reposan familias extranjeras pertenecientes a religiones distintas a la católica, apostólica y romana. Hay epitafios en cirílico y japonés, aunque es llamativo el elevado número de familias alemanas, como la de Loewe (conocida marca de lujo) y Schindler (conocida empresa de ascensores), vecinas de Madrid desde hace décadas.

En definitiva, el cementerio es un homenaje a la tolerancia representada por los librepensadores. Éstos tienen a la entrada, a la derecha su monumento conmemorativo. Es la tumba de Antonio Rodríguez y García Vao, poeta, escritor que “batalló por la libertad del pensamiento y cayó bajo acero homicida”. El monolito fue erigido por suscripción popular en 1892.

En el cementerio civil, paradójicamente, reposan los restos de personas que nunca morirán. Luchadores de la paz, sembradores de libertad, humanismo, fraternidad… Personajes variopintos que esperan descansar “por fin, porque ya no hay nada más”, o en un paraíso, o en el Oriente eterno. Eso es lo de menos.

Allí reposan codo a codo, Pasionaria y Pablo Iglesias. Allí reposan ilustres muertos de la España progresista y del federalismo, por ejemplo, tres de los cuatro presidentes de la I República: Estanislao Figueras, Francesc Pi i Margall y Nicolás Salmerón, con un epitafio contundente: “Dejó el poder por no firmar una sentencia de muerte”.

En el paseo podemos encontrar las tumbas de Julián Besteiro y Largo Caballero. También descansa Julián Grimau, fusilado en 1963 por Franco; el sindicalista de CCOO, Marcelino Camacho; el pensador Xabier Zubiri; o el teniente Castillo, un hombre de izquierdas asesinado por los falangistas el 12 de julio de 1936. La venganza de la muerte de Castillo supuso el posterior asesinato de José Calvo Sotelo el día después, la última percha que encontraron quienes conspiraban contra la República…

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El cementerio donde vive la tolerancia