sábado. 20.04.2024
corona

Aunque sea solo un efecto colateral y tenga mucho menos importancia que el mundo real, esta pandemia pone en cuestión tantas cosas en el campo de la ideología y, una de ellas –de importancia quizás escasa pero significativa– es algunas concepciones teoréticas en los diversos campos de las ciencias sociales: una de ellas, insisto, es el del análisis microeconómico, sobre el cual se asientan concepciones neoliberales que los hechos están refutando por enésima vez. En concreto, partes enteras de la microeconomía que aún se estudian en las universidades y en las escuelas de los negocios, donde se forman supuestamente economistas –en mi opinión al final son solo contables con algunos conocimientos jurídicos y tributarios en el mejor de los casos, –y que más tarde, con esa formación tan baja y sesgada en todos los sentidos, van a dirigir grandes empresas, instituciones públicas nacionales e, incluso, supranacionales. Y esto es un verdadero problema porque, como ha pasado en España y en otros países, con tal bagaje de conocimientos, tomaron decisiones erradas que profundizaron la crisis. Aquí tenemos el caso del Sr. de Guindos, que estudió en un colegio como es el CUNEF y luego fue ministro de Economía con el PP y, ahora, es el segundo de abordo en el BCE. Esperemos, por el bien de la salida de la coronacrisis, que la Sra. Lagarde no le dé mucho margen de maniobra. También ha estudiado en una escuela de negocios el actual gobernador del Banco de España, el Sr. Hernández de Cos, a pesar de lo cual alguna cosa sensata ha dicho sobre los impuestos. Esperemos que no se tuerza y no caiga en las nefastas recetas y consejos extemporáneos del solo mercado y de que cuanto menos Estado mejor. De la crisis que comenzó en el 2008 tenemos que aprender todos, pero especialmente los que tan errados han estado y que, a pesar de todo, les ha servido para escalar y medrar en lo público. Desde luego no se lo merecen, pero lo importante es que no arrastren con sus erróneas recetas –fruto también de unos estudios errados–, a todos los demás. Y de ahí la importancia de la permanencia de este tipo de análisis errados en los estudios universitarios, estudios y enseñanzas que nada tienen que ver con la realidad.

Cuando estudié análisis económico hace ya unos 40 años me decían que los precios se forman de acuerdo con los costes marginales, que somos capaces de valorar en el margen y en términos de precios para decidir qué comprar y que los salarios se pagaban de acuerdo con el valor de la productividad marginal del último trabador (nunca me dijeron si era el último o el menos eficaz). Y claro, cuando volvía a la literatura y leía Alicia en el país de las maravillas, me parecía tal texto un libro de historia comparado con esos manuales de microeconomía que decían semejante patrañas. Quizá solo se salvaba la teoría de los mercados, pero siempre que se olvidaran estos fundamentos. Un horror. Por eso Sraffa y otros reaccionaron contra eso. El propio Keynes –junto con Kalecki– creó otra rama del análisis económico que es la macroeconomía. El problema es que se siguen estudiando estas cosas y no hay más que que asomarse a la lectura de actuales manuales de esta materia. Lo que se enseñan en las facultades de esta materia las podría explicar hoy día Alfred Marshall (1842-1924), el economista de moda de ¡hace un siglo!, y del que su libro, Principios de Economía [1], fue texto obligado durante casi medio siglo. Aún así, ya hace tiempo que surgió críticas más que fundamentadas contrarias a que el mundo real discurriera por estos derroteros teoréticos de costes, productividades y utilidades marginales que nos llevan, a través del solo mercado, al mundo ideal de los equilibrios competitivos. Utopía, desde luego, pero detrás de esta utopía o, mejor dicho, con esta utopía como bandera se justificaba y se justifica la desigualdad, la injusticia social y económica, la pobreza, las diferentes esperanzas de vida, etc. Se decía y aún se dice que estas situaciones eran productos del mercado y cualquier intervención del Estado era anatema, pecado mortal y sus consecuencias peores que los cuatro caballeros del Apocalipsis. Se decía y se dice que eso es la eficiencia económica, eficiencia que debe elevarse a los altares, aunque ello sea compatible con que la distribución de la renta y riqueza pueda suponer que el 1% de la población tenga el 99% de esta renta y riqueza (índices de Gini en mano).

¿Cuando se van a cuestionar los fundamentos del análisis económico basado en cosas tan alejadas del mundo real como los costes marginales, las productividades marginales y las utilidades marginales?

Pero también casi desde el mismo nacimiento se cuestionó todo esto [2]. Por ejemplo ya hace tiempo que se hablaba de los fallos de mercado como esos pecadillos de monja que había que perdonar a la tarea noble del solo mercado. Por ejemplo, ya Oscar Morgenstern [3] y Von Neumman desarrollaron en sus escritos toda una panoplia de esos fallos del mercado que no eran una excepción, que no era cosa de duendes traviesos que pellizcaban a la teoría y la sacaban los colores, sino que eran acertados en sus planteamientos porque se correspondían con el mundo real. Y estos fallos se pueden aplicar al mundo de la salud y de la medicina, tales como los que afectan a las epidemias y pandemias, a la industria farmacéutica, a los transplantes, a la atención precoz de la enfermedad, etc. Pero me referiré en este caso en la pandemia actual por ser breve y porque actualidad obliga. Los fallos de mercado en el tratamiento de la actual situación dan para un libro, pero me centraré en dos aspectos. El primer fallo de mercado que produce este virus y cualesquiera que padezcamos es el de la necesidad de considerar bien público el tratamiento de la enfermedad. Un bien público es aquél que no puede excluirse de su uso a quien no paga por ello, porque entonces la oferta de un producto en el mercado exige, no solo que el que pague se quede con él, sino que excluya al que no paga. Hay bienes económicos que se consideran libres que, afortunadamente, no pagamos por ello como es el aire que respiramos o el disfrute de la contemplación de la naturaleza. Eso es así, aunque siempre se corre el peligro de que algún avispado intente mercantilizar tales bienes y, entonces, podría ocurrir que se comercializar botellas de aire puro, por ejemplo, lo cual sería un negocio si previamente se ha contaminado el aire libre de una manera insoportable. Algo se ha intentado en este aspecto pero, afortunadamente, ha fracaso globalmente. En el caso de las epidemias el principio de exclusión a través del mercado no funciona por la propia naturaleza de la enfermedad, porque los patógenos contaminan incluso a aquél que pudiera pagar. Además resultaría moralmente insoportable también que un Gobierno –aunque fuera de derechas– diera antivirales y/o vacunas a quien puede pagarlo y no a quien no pudiera [4]. Además eso no aseguraría que, incluso al que paga, no pudiera volver a contaminarse. El segundo fallo del mercado que supondría dejar a, por ejemplo, solo a las sociedades médicas vacunas y antivirales, es que los ciudadanos que las tomaran tendrían que pagar, no solo los costes de investigación, puesta a punto y comercialización de estos productos, sino pagar a todos los ciudadanos que se ven contaminados por el pagador por todos los daños y prejuicios ocasionados, los sueldos perdidos y los costes de oportunidad también perdidos: son los efectos externos. Sería también el final de las sociedades médicas si fueran denunciadas por los contaminados y tuvieran que pagar estos costes o los posibles seguros para protegerse de tal situación. Más aún, ni siquiera las compañías de seguros asegurarían a estas sociedades médicas porque también, en el caso real de una pandemia [5], estas empresas supuestamente aseguradoras se verían abocadas al cierre. Solo hay solución desde lo público [6].

Y son tantos los ejemplos de estos fallos que es siempre un error ser un dogmático del mercado como también lo es ser de lo público. El mercado –pero regulado y vigilado– tienen su papel y su campo de juego, pero es importante separar ambos campos con un muro. De lo contrario, los ciudadanos acaban pagando, por ejemplo, los negocios de las radiales que hizo el PP en Madrid, o el hospital de Alzira privatizado primero también por el PP y luego vuelto a lo público, o los aeropuertos construidos que no dan el mínimo de demanda para su explotación solvente desde lo privado. Son solo tres ejemplos.

Cuando salgamos de este pandemia, el actual Gobierno progresista tiene que tomar cartas en el asunto y desarrollar un potente sistema de instrumentos y medios sanitarios para que no volvamos a depender de mercados “tensionados”, sean nacionales o de fuera. Aquí una empresa pública –de ámbito nacional– es obligada por estos fallos de mercado, que no son tales sino, simplemente, insoportables características de mercado. Y a esto hay que añadir que las residencias deben estar medicalizadas permanentemente y los hospitales sobredimensionados para eventos no previstos que, con criterios de mercado, nunca lo estarán ni unas ni otros. Y deber ser así precisamente porque, de tarde en tarde, la naturaleza se rebela contra su enemigo principal: el ser humano y su egoísmo. Mejor dicho, contra algunos seres humanos y sus egoísmos, que de todo hay en la viña, afortunadamente. ¿Acaso el comportamiento de determinadas Autonomías pone en cuestión la cesión a las mismas de las competencias sanitarias? Ahí queda eso como reflexión.

Y queda una última cuestión: ¿cuando se van a cuestionar los fundamentos del análisis económico basado en cosas tan alejadas del mundo real como los costes marginales (para poner los precios), las productividades marginales (para los salarios) y las utilidades marginales (para decidir el consumo)? Es como si, en pleno siglo XXI, aún se explicara el Universo con la astrología o la combustión mediante el floristo, es decir, como si no hubieran nacido Copérnico y Lavoisier y sus obras, que tanto cambiaron el mundo del conocimiento. La micro es una creencia medieval en el siglo XXI.


[1] Innegable el esfuerzo intelectual que supuso esta obra, intentando sintetizar la escuela clásica inglesa de la economía (Smith, Ricardo, Mill, Malthus, etc.) y la escuela marginalista que surgía en el último tercio del siglo XIX (Gössen, Menger, Jevons, Walras). Y este es su principal defecto, porque una síntesis de cosas tan distintas –aunque no sean contrapuestas– es imposible. El mundo real no admite componendas buenistas de quien quiere quedar bien con todos. También lo intentó años más tarde el economista Paul Samuelson (1915-2009) con su síntesis y fracasó intelectualmente, aunque ganara comercial e ideológicamente y su libro, Curso de Economía Moderna, se convirtiera en manual obligado en las facultades del planeta durante varios lustros.
[2] Una de las primeras fue Joan Robinson (1903-1983) con su crítica a la teoría clásica del capital.
[3] Trece puntos críticos en la teoría económica contemporánea (“Thirteen Critical Points in Contemporary Economic Theory: An interpretation”, 1972) de Oskar Morgenstern.
[4] A esos partidos que sustentaran al Gobierno que hiciera tal cosa podría costarle caro en las próximas elecciones.
[5] De hecho, en los contratos de seguro se excluyen de la cobertura las pandemias.
[6] En realidad es fácil demostrar que es imposible construir un Sistema de Salud basado (insistimos) en el sólo mercado y provisto con bienes llamados económicos que tengan las propiedades de la gratuidad, universalidad, no discriminación, y que además sea eficiente tanto en el consumo como en la producción. Yo lo hice en el 2006 con el trabajo: ¿Se puede construir un sistema público de salud con bienes económicos? Siete puntos críticos. Eso sí, inspirados en los dos autores mencionados que lo hicieron para la economía general y que son los verdaderos meritorios del tema.

El análisis microeconómico y la pandemia