jueves. 28.03.2024

De la experiencia política

Tener experiencia suele presentarse como garantía de haber vivido y de saber. Por tanto, cosa de ancianos o de viejos, por utilizar las palabras de toda la vida.

Tener experiencia suele presentarse como garantía de haber vivido y de saber. Por tanto, cosa de ancianos o de viejos, por utilizar las palabras de toda la vida. Por el contrario, ser joven vendría a ser sinónimo de bisoñez, de insolvencia y de despropósito garantizado y legitimado.

Ante esta representación, tan dualista como engañosa, pocos aceptarán que la juventud en ciertos ámbitos de la existencia tenga algo que hacer frente a la supuesta sabiduría que proporciona la experiencia de las cosas. Lo curioso es que, a veces, se te pregunta qué experiencia tienes para acceder a un trabajo y, en otras, el exceso de experiencia es lo que te impide conseguirlo. Para unas determinadas cosas, ser viejo, es decir, un experto, es contraproducente; en otras, condición sine qua non para acceder a lo que se desea. Por ejemplo, para ser político profesional. Solo los reyes pueden serlo a la edad del primer canuto. Lo que tiene su retranca sarcástica.

¿Qué hacen, entonces, esos imberbes de Podemos o el flanín chino de Rivera planificando su asalto al palacio de la Moncloa cuando sus andanzas en la arena pública e institucional no alcanzan para llenar dos líneas de su currículum político? Porque una cosa es la facilidad de palabra, logorrea más bien, y otra, preparación para dirigir una institución pública. Del dicho al hecho hay un trecho que solo la praxis es capaz de garantizar su travesía con solvencia. Y praxis, no solo leninista, también, socialista y de las Jons, se aprende bañándose dos veces y hasta tres en el mismo río de la ineficacia, unas veces, y del éxito, en otras. Siempre jugándosela en la cuerda floja del ensayo y del error.

El actual presidente del Gobierno español ha sostenido en sus tautológicos mítines –«España es lo que es» y «yo soy yo»–, que donde esté la experiencia, que le quiten de su miopía esa cuadrilla de mozalbetes que apenas levanta un palmo del suelo. Sin embargo, al no tener todas las papeletas consigo se ha anticipado ahora a estar dispuesto a pactar con el flanín de Barcelona para toda la legislatura y así poder seguir con la experiencia de cobrar menos de político que como registrador de la propiedad. Pero, ¿no había quedado que la gente sin solvencia, perdón, sin experiencia aquilatada, era incapaz de aportar nada decoroso al gobierno futuro de este país?

Nos quedaría por saber, ahora, la segunda parte de la cuestión del contratante que dijera Groucho Marx, es decir, ¿qué se esconde detrás de esa experiencia? No basta su fonética para garantizar la validez de los actos de quien la invoca. No basta tener experiencia. Hay que demostrar que su práctica produce beneficios en los demás. Porque no toda experiencia es buena. A nadie se le escapa que hay mucha gente, demasiada, que gracias a su inmensa experiencia no deja de hacer la vida imposible a los demás. Del mismo modo, existe otra experiencia de la que nadie habría querido aprender nada, pues salieron de ella más que escarmentados. 

No hace falta ser primo del protagonista de “El perfume” para percibir empíricamente que las guerras son mierda. Todas. Y, sin embargo, aunque la experiencia inmediata y pasada nos abone el principio categórico de que lo son, los ejércitos siguen arrasando ciudades y despanzurrando cuerpos de ancianos, mujeres y niños, que es la peor mierda antiecológica que podamos imaginar. Y los políticos justificándolas. Por experiencia, claro.

Nadie negará que los ejércitos tengan una experiencia extraordinaria para matar. Nadie dudará de su capacidad asombrosa para equilibrar la demografía y economía del planeta. Lo hacen mejor que una peste.

A diferencia de los políticos profesionales a los que les gusta presumir de experiencia, sea de la naturaleza que sea, a los militares jamás se les oirá decir en el bar: «Cuando estuve en Martistán me llevé por delante diez mil vidas de una tacada». Y podrían hacerlo. No en vano están adornados por eso que se llama «inteligencia militar». Bien es cierto que, en ocasiones, ignoro en qué parte de la almendra cerebral la tienen depositada.

No sé, pero resulta hasta paradójico que estos genios de la estrategia letal no se hayan preguntado alguna vez si, después de tantos siglos despanzurrando vidas, merece la pena seguir engordando su experiencia de matar o, por el contrario, si ha llegado el momento de renunciar a ella para siempre, pues se trata de una atroz experiencia que coloca a quienes la practican en el escalafón más bajo de la dignidad. Mucho más bajo aún que el nivel ético de las ratas, como dijera Ambrose Bierce.

Claro que, puestos a ser congruentes con la praxis militar, habría que decir que es la que más se ajusta a la etimología de la palabra experiencia; pues esta significa, ante todo y sobre todo, probar y ensayar: experimentar. Y los militares se pasan la vida jugando, es un decir, con nuevas formas de joder la siesta al enemigo, como diría Gila. Por lo que sería maravilloso que la experiencia militar dejase de existir.

Aunque el evangelio diga «experimentadlo todo y quedaos con lo bueno», me da que los políticos en este sentido son bastante menguados con este principio de generosidad experimental. Las propuestas que no encajan en sus cisuras rara vez forman parte del paquete de sus experimentos. Por regla general, habría que decir que en política se hacen muy pocos ensayos. Se tiende a ser inmovilista. Y la excusa no debería basarse en la experiencia, sino todo lo contrario. Porque la experiencia no es sinónimo de inmovilismo.

Etimológicamente, la palabra experiencia sugiere cambio. Lo atestigua su matriz verbal derivada del verbo latino experiri, con el significado de innovar, probar y de ensayar. Sin embargo, la experiencia que enarbolan ciertos políticos es sinónimo de inmovilismo, de parálisis, de rigidez, porque, dicen, eso les dicta su experiencia. ¿Su experiencia o su propia conveniencia?

Experiencia es esa cualidad de cambiar, modificar, transformar o de probar algo distinto a partir de las cosas que ya se tienen. Está relacionada con la valentía de atreverse, no solo a pensar, como diría Kant, sino a hacer cosas distintas. Dos verbos, probar e innovar, que en política no parecen recabar mucho consenso, sobre todo cuando existe un marco procustiano llamado Constitución, donde se acuestan todo tipo de novedades políticas y que, al no encajar en dicho molde burocrático, se mutilan hasta dejarlos irreconocibles.

En política, se prueba y se ensaya dentro de un orden. Un orden rígido y estricto que tira por tierra cualquier planteamiento novedoso e inusual. Es más. Los políticos más experimentados se pasan la vida apelando a la horma de la tradición para perpetuarse en las formas rutinarias de hacer siempre lo mismo. ¡Aggg! La experiencia de la tradición y de la costumbre.

Cuando se hacen llamadas desesperadas a la experiencia, no lo dudemos: es para no cambiar. O para cambiarlo todo y seguir igual. Los políticos que se niegan a nuevas experiencias solo piensan perpetuarse en el poder. Y esta pretensión, aunque les cueste entenderla, es lo más opuesto a lo que significa experiencia. En realidad, lo suyo dejó de ser experiencia, para convertirse en miedo… al cambio.

De la experiencia política