jueves. 28.03.2024

Edificios tóxicos

Suele decirse que “si perdemos la memoria de lo que ha sucedido en el pasado, dejaremos de odiar el mal”. A este dictum se aferran quienes pretenden justificar la permanencia de construcciones arquitectónicas que fueron, y lo siguen siendo, glorificación y exaltación de un mal específico en una época. Tanto que, si desaparecieran del espacio público, se dañaría, dicen, la memoria ética del pasado.

La verdad es que odiar el mal es producto de una conformación moral y ética de la persona, independientemente de la memoria que tenga de las cosas perdidas y de los referentes arquitectónicos que tenga a la vista.

Hay edificios “tóxicos” que se mantienen con la pretensión de ser utilizados con finalidades didácticas y morales distintas. Y son tóxicos según y quién los contemple.

No hace falta ver un campo de concentración para odiar el fascismo; tampoco, para aceptar su contrario si uno es fascista. Ahora bien. Comparar al mismo nivel ético un campo de concentración con un edificio destinado a exaltar a unos militares golpistas, que se sublevaron contra un orden constitucional y legítimo, y que construyeron un Estado de Derecho sobre esta barbarie, es una aberración.

Hay matices éticos y morales que no podemos saltarnos de forma tan frívola.

Existen edificios que siguen produciendo en una parte de la población una nostálgica exaltación del golpismo fascista y, en otra, su repulsa y condena explícita. Y no es, no solo, por cuestiones de interpretación histórica. El asunto tiene que ver con la conformación ética personal.

El fascismo no está en las piedras, sino en el corazón del ser humano.

Cuando nos enfrentamos a un edificio, y unos defienden su demolición y otros su transformación en Museo de la Historia, nos hallamos ante la manifestación de una idea distinta de lo que entendemos por el bien y por el mal en términos éticos.

Mantener un edificio que glorifica y exalta a quienes hicieron el mal, y consagra una axiología basada en la guerra y en el exterminio como solución a los problemas políticos y sociales de una sociedad, no es ético.

Mantener enterrado a un genocida en una basílica con el beneplácito de la Iglesia Jerárquica, que permite que una comunidad religiosa siga honrándolo con misas y florilegios varios revelaría que el fascismo de la fe se mantiene vivo.

Mantener un edificio que condena explícitamente a quienes hicieron de la tortura y de la muerte la solución final a los problemas de un Estado, como los campos de exterminio, los centros de detención y torturas…, es compatible con el cultivo de una ética que salvaguarda la dignidad humana. Nadie que contemple un campo de exterminio podrá congraciarse con él, ni con el sistema político que lo hizo posible, a no ser que sea un crápula o un hijoputa.

Por tanto, si se trata de edificios que, con solo mirarlos, arrojan un mensaje de consolidación de la ética, de la fijación de los límites del bien y del mal, no habría por qué derribarlos.

Por el contrario, si se trata de edificios que no consolidan esta línea ética, porque despiertan una ambivalencia moral, sea de apoyo o de repulsa, diremos que no son compatibles con la dignidad humana.

En ambos casos, el ser humano no necesita edificios para odiar el mal y amar el bien. Una persona adulta, capaz de hacer abstracciones éticas y morales, no precisa de edificios para saber lo que debe odiar y lo que debe amar. Pero, caso de que los necesite, mejor será que en las ciudades y en los pueblos existan edificios que condenen sin ambigüedades morales y éticas el mal, sea este de la naturaleza que sea.

Edificios tóxicos