jueves. 25.04.2024

La tragedia de ser mujer

Este año, el 8 de este mes, se cumplen 105 años en que se celebró por primera vez en Dinamarca una fiesta dedicada a la mujer.

Este año, el 8 de este mes, se cumplen 105 años en que se celebró por primera vez en Dinamarca una fiesta dedicada a la mujer. En 1975, la ONU declaró esta fecha como Día Internacional de la Mujer. Había varias razones para dedicar una conmemoración no sólo a la mujer, sino a la lucha del sexo femenino por adquirir los mismos derechos que amparan al hombre, como persona que es. Desde entonces se celebra en todas las ciudades y países del mundo. Y en algunos, es toda una fiesta.

Pero hasta llegar aquí, la mujer ha tenido que recorrer todo un camino de sufrimiento que se simboliza en el parto, sin el cual, la naturaleza no existiría, ni el humano. La mujer es la tierra que alberga la semilla de la vida para que fructifique.

Podía haber titulado el artículo “la emancipación o la igualdad de la mujer”, porque, en el fondo, es de lo que trata. Pero aun admitiendo esta igualdad por la que lucharon las mujeres desde los tiempos de la revolución francesa, he preferido hacerlo así porque tengo mis razones como otros, y sobre todo, algunas mujeres, pueden tener las suyas. No sé si la pobre Olympe de Gouges, cuando pretendió que los hombres, sobre todo Napoleón, admitieran su Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, en 1791, pensaría lo mismo de haber sabido que le esperaba la decapitación en la guillotina. En ese aspecto acertó. Las mujeres eran igual que los hombres. Si los hombres podían ser condenados a muerte en el cadalso, también, las mujeres. Así acabó la escritora y filósofa Marie Gouge, que tuvo que buscarse el seudónimo de Olympe, como tantas otras artistas, escritoras e intelectuales para ocultar su femineidad; se suponía que la mujer era incapaz de hacer algo exclusivo del “genio masculino”. Su revolución femenina, entroncada dentro de la revolución francesa, acabó desatando una persecución más dura hacia las mujeres. La persecución por tales pretensiones femeninas originó que el ambicioso Napoleón endureciera su código legislativo sometiendo a la mujer de manera más estricta e intransigente a la autoridad masculina. Mal empezaron las cosas para las mujeres que reclamaban sus derechos como seres humanos.

¿O no eran seres humanos? Puede que no, que muchas eran brujas, adivinas, incluso encarnación del demonio. Y hay constancia de que el demonio no es humano, sino ángel, ángel malo, pero ángel. De ahí que incluso los Padres de la Iglesia, que se supone muy versados en estas cuestiones, se plantearan en alguna época si las mujeres tenían o no tenían alma. ¡Alma! Ese alma inmortal por el que, decían el hombre era animal racional. ¿Tendrían las mujeres raciocinio? Nunca se lo plantearon. Y si lo hicieron lo resolvieron con la ocultación de dicho raciocinio. Quizá por eso en la jerarquía eclesial, mayormente católica, ninguna mujer puede acceder a cargos, a lo más, meterse en un convento y llegar a ser priora, pero sin poder tener acceso a las funciones exclusivas y excluyentes de los varones. No pueden ser sacerdotisas, deben conformarse con ser hermanas o catequistas… De ahí no pueden pasar. La iglesia ha tenido mucho que ver, a veces junto a la política, en el concepto de la mujer en la sociedad, donde su única función digna de mérito es ser madre, dar hijos al mundo. Era considerada como ser inferior, por algo, argumentaban, había salido, según la Biblia -palabra santa-, de una costilla de Adán.

Cuando, por casualidad, surgía alguna mujer con cualidades creativas y operativas semejantes a las del hombre, por eso de que la excepción confirma la regla, era denostada, acusada de ir contra su propia naturaleza y de comportarse fuera de los parámetros establecidos e impuestos por la naturaleza, que ha hecho a hombres y mujeres distintos. Y lo son, pero no en esa concepción imperante hasta prácticamente comienzos del siglo XIX. Incluso tal comportamiento –propio de varones, hasta llamarlas varonazos, cuando no otros calificativos más denigrantes-, tal comportamiento, digo, era considerado como falta de raciocinio. La consideración de inferioridad en la mujer ha sido característica de la sociedad patriarcal desde que la humanidad se dividió en tribus. Poco se sabe y no deja de ser una hipótesis si las primeras agrupaciones sociales humanas fueron matriarcados, pero sea como fuere, el machismo ha sido la imperante prácticamente, salvo casos aislados, hasta nuestros días.

La capacidad de crear –aparte de parir- ha estado en entredicho desde tiempos remotos. Lo máximo que llegaba a plantearse el macho, era que podía existir alguna mujer que se atreviera a igualarse a él, en arrojo, en valentía, en técnica para cazar y cultivar la tierra, en fuerza. Y eso pese a que muchas mujeres ha habido a lo largo de la historia que en situaciones límites, guerras, invasiones, catástrofes, han demostrado superar al varón. Juana de Arco, Agustina de Aragón, la comunera, María Pacheco, Teresa de Calcuta.., Eso podía admitirse, pero era más que discutible que fuera igual también en raciocinio. Puede que alguna lo tenga, y lo exteriorice, pintado, escribiendo, filosofando... pero no debe saberlo nadie más que ella y su entorno más cercano. Por tal error de concepto y para evitar el rechazo social, las damas dadas a algo más que pintarse y provocar al macho, debían buscarse un seudónimo que ocultara su género. Se ha hablado de las escritoras que se ocultaban bajo el nombre de algún familiar, con nombre de varón, o seudónimos, como Fernán Caballero, alias de Cecilia Böhl de Faber (1796-1877), autora española de la famosa novela “La Gaviota”, y otras como las hermanas Brontë, Emily, Anne y Charlotte, autoras de “Cumbres Borrascosas” o “Jane Eyre” (1816-1855), que tenían que firmar como Elis, Acton y Currer Bell, porque si los editores -varones- se enteraban de que eran féminas, no les publicaban. Como curiosidad para saber quién era una u otra, conservaron las iniciales de su nombre propio (E, A, Ch), ante el apellido ficticio de Bell. Y son obras las citadas que han dado la vuelta al mundo, que sin ese truco jamás hubieran llegado a nosotros. Hay otras muchas más en el arte literario, como Aurora Lupin, de seudónimo George Sand, Víctor Catalá, alias de Mary A. Evans...

Pero con ser las más conocidas las mujeres dedicadas a la literatura, ocultas bajo otro nombre, en la música sucede lo mismo, con el agravante de que no solamente estaba mal visto y denostado por la sociedad, sino condenadas por la iglesia. En 1686 el Papa Inocencio XI declaró La música es totalmente dañina para la modestia que corresponde al sexo femenino, porque las mujeres se distraen de las funciones y ocupaciones que les corresponden, ninguna mujer con ningún pretexto debe aprender música ni tocar ningún instrumento musical. En 1703 esta orden fue renovada por el Papa Clemente XI.

Entre las más destacables podíamos enumerar a la hermana de Félix Meldelsson... Compositora precoz, de tanta calidad como su hermano, tuvo que darle a él sus primas composiciones, o bien firmarlas con seudónimo. Otras son: La poetisa y también música -la poesía nació emparentada con la música, casi siempre acompañada de la lira hasta el punto de prestar su nombre a un tipo de  poemas- Safo de Lesbos, cuyo nombre de pila apenas si es conocido. Queden estos nombres femeninos como muestra de la tragedia que es ser mujer, hoy, aminorada por la Declaración de Derechos, pero todavía con reminiscencias que permanecen de ese pasado. Más de 4000 compositoras de música son mujeres, según un catálogo musical que consulté hace un tiempo, que arranca en los músicos medievales y llega hasta el siglo XX.

Críticos, músicos y escritores como el estadounidense Sidney Lanier afirman que “la flexibilidad superior del tejido femenino puede conseguir que la mujer sea una ejecutante más brillante que el hombre”. Y ciertamente en las bandas de música y orquestas fueron los primeros trabajos que pudieron desempeñar sin estar mal vistas por los hombres. Pero tampoco en este campo lo tuvieron fácil. Hasta bien entrado el Siglo de las Luces las mujeres tenían prohibido cantar en público, o formar parte de una ópera. Para suplir esas voces agudas se recurría a una barbaridad, una acción criminal más grave todavía que la ablación en algunas tribus, la castración de chiquillos. Terrible manera de que conservara su voz infantil con timbres femeninos, los castrati, para interpretar roles de damas, algunos famosos pero, sin duda, todos desgraciados. Recurso inhumano -como la ablación sexual-, en lugar de aceptar que las mujeres cantaran públicamente y cautivasen al público más fácilmente no sólo con su voz, sino con su belleza y expresividad. Es propio de una sociedad amante del arte, se supone que civilizada y opulenta.

Mucho tiempo ha tenido que pasar, y mucha lucha y desengaños han tenido que sufrir las mujeres para conseguir que se les reconozca como seres humanos con los mismos derechos que los hombres. Así comenzaba el panfleto de la primera luchadora por la igualdad y sufragista francesa Olympe de Gouges, cuyas ideas la llevaron al patíbulo, ideas que hoy nos parecen de pura lógica, pero que han tardado en ponerse en práctica, y a veces se han aplicado con un concepto equivocado confundiendo igualdad entre los sexos, con estupidez, si el hombre va y grita en el fútbol la mujer también, si el hombre fuma y bebe y se emborracha, ella igual o más… No era eso lo que pretendían nuestras heroínas. Ellas abogaban por otras cuestiones importantes y fundamentales para el desarrollo personal y social del sexo femenino, a tenor de lo expuesto ya en el primer documento de la escritora francesa, y luego desarrollado en futuras legislaciones.  

La mujer nace libre –comenzaba la Declaración-, y permanece igual al hombre en derechos, las distinciones sociales solo pueden estar fundadas en la utilidad común.... Estos derechos son la libertad, la  propiedad, la seguridad, y sobre todo, la resistencia a la opresión... Las mujeres tienen derecho a pedir cuentas a su administración a todo agente público.... Etc., etc…

No solamente en Francia, Inglaterra y los Estados Unidos hubo mujeres luchadoras, las famosas sufragistas que reclaman los mismos derechos y deberes entre ambos sexos, también en España hay claros ejemplos de luchadoras por la igualdad y emancipación de la mujer, Concepción Arenal, Clara Campoamor, Federica Montseny… que llegaron a  ocupar un puestos de responsabilidad en el gobierno de la República. Hay que recordar que en la España convulsa del XIX, el liberalismo abogaba por las igualdades, y entre ellas, la emancipación de la mujer. La igualdad como derecho, junto al sufragio femenino, fue objeto de análisis por los filósofos krausistas y los intelectuales de la Institución Libre de Enseñanza, la ILE. El problema de la mujer ya preocupaba, incluso los más fervientes defensores de dicha igualdad y sufragio temían perder poder y fuerza en las elecciones si aprobaban el voto femenino por considerar que la mujer lo daría a las derechas, debido a la influencia que el catolicismo ejercía sobre ellas. Clara Campoamor sufrió mucho en ese sentido, y tuvo que enfrentarse a sus correligionarios para aprobarlo en las cortes, pese a ese riesgo. Era su conciencia y su principio por el que había luchado. La pérdida de poder, aunque era consciente que podía suceder -y sucedió-, era accesorio frente a lo conseguido.

Ellas no solamente no podían votar, sino que tampoco podían formar parte de ninguna administración. En la Real Academia Española de la Lengua no ha habido académicas hasta hace pocos años, con  María Isidra de Guzmán o Carmen Conde. Y actualmente cuadriplica el número de varones académicos al de mujeres. Reminiscencias de un pasado que aun siendo lejano mantiene sus lastres.

No quiero acabar este artículo sin rendir un homenaje a las mujeres del presente que siguen luchando porque esta igualdad sea plena y efectiva, obviando críticas y desprecios. Y a esas mujeres que han desarrollado su vocación contra viento y marea, a pesar de las trabas sociales, políticas y jurídicas.

La tragedia de ser mujer