viernes. 19.04.2024

Rouco y sus hermanos

Antonio María Rouco Varela nació a temprana edad en el municipio gallego de Villalba, el mismo que asistió con asombro y perplejidad al nacimiento del prócer franquista Manuel Fraga Iribarne...

Antonio María Rouco Varela nació a temprana edad en el municipio gallego de Villalba, el mismo que asistió con asombro y perplejidad al nacimiento del prócer franquista Manuel Fraga Iribarne, hechos estos que de ninguna manera se merecían los villabeses, personas cultas, honradas y trabajadoras que no hicieron nada malo en la otra vida para lo que les ha tocado en ésta. Pero ya se sabe, el azar es así, Cristo nació en un pesebre –aunque ahora lo niegue el Papa emérito- y dónde menos se espera, zas, salta la liebre, en este caso dos.

Según cuentan quienes lo conocieron de crío –nunca lo fue- lo suyo eran las faldas, y desde los cuatro años anduvo a la greña con amigos y compañeros para hacerse con el cargo de monaguillo perpetuo de la catedral del Mondoñedo, en cuyo seminario se formó tal como hoy lo vemos y padecemos. Fue allí donde, con toda probabilidad, se inició en el sexo del modo y manera que a él sólo competía e interesaba puesto que aún no había votado castidad. Tras cursar sus estudios en Mondoñedo y la Pontificia de Salamanca, el tristísimo Rouco Varela se fue a la Universidad católica de Munich para ampliar cosas teológicas que sólo en esa ciudad se podían explicar. Fue allí donde hizo su Tesis Doctoral sobre las relaciones Iglesia-Estado en el siglo XVI, inspirándose en el magnánimo Papa medieval Bonifacio VIII y en su histórica encíclica Sanctum Unam, de la que entresacamos un párrafo por la importancia fundamental que tendría en su pensamiento, siendo conscientes de que  cuando decimos pensamiento no nos referimos a un corpus filosófico sistematizado sino a que a lo largo de toda su vida sólo ha tenido un pensamiento: “Porro subesse Romano Pontifici omni humanae creaturae declaramus, decimus, definimus, et pronuntiamus Omnino esse de necessitate salutis…”, o lo que es lo mismo: “Ahora, por lo tanto, declaramos, decimos, determinamos y pronunciamos que para la salvación de cada criatura humana es necesario estar sujeto a la autoridad del Romano Pontífice…”. Teniendo en cuenta que la encíclica del Papa que odiaba a las mujeres porque estaban llenas de líquidos malignos que expulsaba con cierta regularidad cada veintiocho días es de 1302, es fácil comprender tanto la modernidad del tristísimo Rouco como su amor por lo vetusto.

Formado entre Mondoñedo, la universidad pontificia de Salamanca y la de Munich, es fácil comprender esa tristeza, esa frustración nada disimulada, esa melancolía insondable que transmite cada vez que comparece ante los medios –que son muchísimas para nuestro común regocijo y regocijo-, y por qué no decirlo, esa mala leche que le ha acompañado desde que nació, pero sobre todo desde que es un personaje público por ocupar un alto cargo en una de las mayores empresas privadas del mundo. Hechos los votos de pobreza y castidad, Rouco Varela se rodeó de riquezas infinitas ya que al ser nombrado jefe de la iglesia católica española se convirtió en el primer propietario del país, aunque eso sí, sin pagar un duro al Fisco porque así había sido decidido por Franco y después por el concordato de la democracia borbónica. Cabe suponer que si el voto de pobreza lo cumplió de forma tan severa, también haría lo mismo con el voto de castidad, pero como dijimos antes, eso a él y a su Dios incumbe en exclusiva. Lo que si nos importa a todos es que desde el celibato y la pobreza que juró, Rouco Varela, a vueltas con Bonifacio VIII y contra Guillermo de Ockham, no ha dejado de incordiar desde el mismo día en que fue nombrado obispo por el Presidente del Consejo de Administración del Vaticano.

Admitido por cualquier persona que se precie de serlo que la moral particular, como su nombre indica, es privada, el tristísimo Rouco no se resigna y como hombre del pasado que es, se empeña en hacer prevalecer el poder temporal de la iglesia sobre el poder civil, negando al César lo que es del César según su presunto maestro dicen que dijo alguna vez. Después de mantener unas magníficas relaciones con San José María Aznar, relaciones que llevaron a la enseñanza concertada a su máximo esplendor y que propiciaron la multiplicación de las universidades católicas como los panes y los peces de aquel célebre convite, todo con fondos públicos, el tristísimo Rouco la emprendió contra la ley de la memoria histórica, las negociaciones de paz en el País Vasco, pero sobre todo contra dos cuestiones que desde su existencia le han procurado desvelos por su constante padecer por la salvación de nuestras almas, una la ley de matrimonios igualitarios, otra la ley del aborto, dos bombas de relojería que los rojos pusieron en el seno de la familia desafiando a Bonifacio VIII y al mismísimo Dios del Sinaí. Para el tristísimo Rouco el aborto y el matrimonio entre homosexuales son pecado nefando y el pecado nefando, según las leyes católicas, se puede perdonar individualmente si te arrepientes en el último minuto del partido o cuando sea, pero al tener rango de leyes implican a toda la sociedad y las sociedades no pueden expresar de ningún modo su voluntad, y mucho menos su arrepentimiento, de lo que se deduce que el conjunto de la sociedad está en pecado y arderá en las terribles llamas del averno. Como no quiere que eso pase porque nos quiere mucho, ha recurrido a su partido, que es el Partido Popular, llamado así a su vez por ser el único partido que defiende al pueblo como dios manda, ordenándole que impida a las mujeres decidir sobre su maternidad dado que las mujeres no tienen suficiente entendimiento para decidir sobre eso ni sobre nada porque de ellas nace el pecado, pero no sólo de ellas, sino también de quienes aman a personas del mismo sexo, hecho contranatura que proviene de alteraciones psicopatológicas que deben ser tratadas por especialistas clericales en extremo cualificados como Ignacio Arsuaga Rato, de la asociación católica Hazte oír, quien, de acuerdo como el sumo pontífice español, el tristísimo Rouco, afirma que el lobby homosexual sólo tiene como propósito destruir a la familia.

Tomada la escuela gracias a la acción de la mayoría de los gobiernos autonómicos del país y al actual gobierno central, la ofensiva ultracatólica se centra ahora en modificar la ley del aborto para regresarnos a periodos preconstitucionales, esos en los que los ricos católicos se iban a Londres o a clínicas nacionales de lujo escondidas dónde sólo ellos sabían; y en acabar con la ley de matrimonios igualitarios pese a la sentencia del Tribunal Constitucional. Para eso cuentan con el apostólico y romano Mariano Rajoy y con el católico Ruiz Gallardón, ambos dispuestos a seguir al pie de la letra lo que diga el amo de la secta católica española, aunque para ello, como en el siglo XIII, los poderes democráticos deban someterse a un poder extranjero de una país minúsculo como es el Vaticano, aunque para ello haya que imponer a martillazos una moral particular retrógrada, vejatoria y trentina al conjunto de la sociedad española. Triste, tristísimo Rouco; triste, tristísima España en sus manos.

Rouco y sus hermanos