viernes. 26.04.2024

A Rajoy tampoco le tiembla el pulso

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Foto: Twitter

No es Rajoy una persona dada a los conflictos de conciencia, tanto su ideario como su moral caben en un libro de una página y no contemplan la contradicción ni la crítica ni la rectificación

Al igual que a su admirado paisano Francisco Franco, a Mariano Rajoy tampoco le tiembla el pulso. No es que posea la flemática compostura de un arruinado noble inglés, ni la serenidad de juicio de que hacían gala los erasmistas, ni siquiera la capacidad de decisión mínima que se exige a un gobernante, Rajoy es una especie de inilustrado Doctor Pangloss para quien todas las tragedias están justificadas menos las que le afecten a él o a los que considera miembros de su estirpe. Se ha presentado a este individuo como indolente, gandul, altivo, reservado, pacienzudo, sosaina, escurridizo, tímido y superficial. No hay nada de eso, Mariano Rajoy no cree en el ser humano ni en casi nada, su mundo es muy pequeño, tan pequeño como pudo serlo el suyo para Pelayo el de la conquista, tan diminuto como lo que se esconde detrás de su frente, tan reducido como la distancia que hay entre el punto de penalti y la portería, tan minúsculo como el núcleo de la célula de una hormiga. Sólo entendiendo su cortedad, su simpleza, su racanería intelectual, su inmensa mediocridad, podremos llegar a entender su personalidad y su comportamiento.

Discípulo de Gonzalo Fernández de la Mora, aquel ministro que predijo el fin de las ideologías desde su incondicional militancia franquista, de Antístenes y Diógenes de Sinope, Mariano Rajoy es hoy uno de los máximos representantes de la corriente filosófica cínica, caracterizada por huir de la verdad, obrar contra lo que se promete y justificar los daños infringidos a los más en beneficio de los menos sin el menor remordimiento. No es Rajoy una persona dada a los conflictos de conciencia, tanto su ideario como su moral caben en un libro de una página y no contemplan la contradicción ni la crítica ni la rectificación. Es evidente que ganó las dos últimas elecciones, es decir que obtuvo más sufragios que los demás concurrentes, pero en su discurso primitivo no llega a entender que en una democracia parlamentaria no basta para gobernar ser el candidato más votado sino contar con el número mayoritario de escaños para que eso sea posible. Convencido de la certeza de su pensamiento, asombrado por su éxito electoral relativo, cree que los demás están obligados a entenderse entre ellos para luego pedirle audiencia y, previa genuflexión, anunciarle su apoyo incondicional. O yo o el caos, aún sabiendo que el eje del caos soy yo, suele decirse a menudo frente al espejo.

Muchos pueden imaginarse al Presidente en funciones inmerso en una actividad frenética para buscar una solución de gobierno, llamando por teléfono a los representantes de partidos de su misma o parecida ideología, negociando acuerdos de gobernabilidad o acudiendo a reuniones hasta altas horas de la madrugada. No conocen al hombre, Rajoy es un deportista de raza y han empezado los Juegos Olímpicos de la Era Moderna. Entre los fabulosos paseos que jalonan su cotidianidad y las competiciones deportivas con que nos complacen las televisiones, no tiene tiempo para nada, en todo caso para dedicar unos minutos a repasar los concienzudos análisis que la prensa deportiva hace al día siguiente de lo acaecido. Él querría que los días tuviesen más horas y así se lo ha hecho saber al Altísimo, pero mientras sólo contengan veinticuatro horas la cosa no da para más. Nadie espere verlo remangado, camisa abierta, dispuesto a ofrecer, dialogar o ceder para posibilitar un nuevo gobierno. Sólo acepta la rendición incondicional de los que juntos son mucho más que él, sólo accederá a evitar las terceras elecciones si Ciudadanos y algún otro a la deriva le regalan un cheque en blanco bajo el chantaje de esos nuevos comicios de los que sólo él será responsable.

Mariano Rajoy sabe que, pese a haber metido al país en el periodo más corrupto desde que acabó la dictadura sin que la Justicia haya obrado del modo expeditivo que la situación requiere, cuenta con ocho millones de votantes incondicionales que podrían subir de nuevo a diez si consigue que el partido de Albert Rivera y amigos se desinfle hasta quedar reducido a un sucedáneo de UPyD, cosa que ocurrirá indefectiblemente tanto si Ciudadanos le apoya como si se opone porque es un partido sin personalidad. Gobernar con Rivera y la abstención momentánea de unos cuantos diputados de otros partidos, no sería suficiente porque se podría ver obligado a llevar a cabo una política contraria a la de su querencia y en cualquier momento podría sufrir la inmensa humillación de ser destituido en sesión parlamentaria. No tiene el menor deseo de hablar ni llegar a acuerdos con nadie, sentado frente al televisor, mando a distancia en mano, canal de deportes echando fuego, espera a que escampe y a ver qué pasa mientras se atusa la barba desmochada y espera ansioso el gol que no llega para alzar los brazos hijos del pueblo español. Aprovechando los larguísimos tiempos que da la Constitución para formar gobierno y sus vacíos legales, Rajoy se mueve como ameba en el lodazal mientras sueña con el mes de diciembre en la seguridad de que podrá añadir otra docena de diputados a su formación. Le importa muy poco que esté en funciones, porque en funciones o no, lleva gobernando ocho meses de propina y es posible que llegue al año. Se la trae al pairo lo que ocurra con el fondo de reserva de las pensiones una vez que se ha gastado dos tercios del mismo sin haber proporcionado durante el tiempo de su mandato un instrumento de financiación válido que asegure la solvencia del sistema durante los próximos veinte años; le da exactamente igual que millones de españoles sigan en el paro y otros millones trabajen un montón de horas con sueldos que no dan para cubrir los gastos esenciales. En su panglosianismo exacerbado, Rajoy cree que vivimos en el mejor de los mundos posibles y que lo que sucede ocurre porque así tiene que ser.

Antes de las elecciones de diciembre, Rajoy pensaba –cosa que no suele hacer con demasiada frecuencia porque ¿para qué?- que después de los miles de tropelías protagonizadas por miembros de su formación, de su contribución insuperable a la fragmentación de España y al empobrecimiento general del país, sufriría un voto de castigo que le dejaría sin posibilidades para seguir morando en el Palacio de la Moncloa. Si su sorpresa en vísperas de Navidad fue superlativa al ver los resultados, los obtenidos por su formación en junio le llevaron al orgasmo diferido sin que mes y medio después haya podido dejar de jadear. España está conmigo, se dice una y otra vez, son los demás quienes tienen que cambiar y adaptarse a mi modo de hacer política porque es lo que conviene a España, país muy español con mucho españoles. Sin embargo, lo que nos estamos jugando estos días no es la celebración o no de nuevas elecciones, sino la subsistencia de un modo de hacer política que amenaza muy seriamente el bienestar y la libertad de casi todos. Uno solo de los casos de corrupción que ha protagonizado el Partido que dirige Mariano Rajoy habría bastado en cualquier país de nuestro entorno para provocar la dimisión irrevocable de todo el Gobierno; la situación de miseria en la que se ha obligado a vivir a millones de personas y las leyes que recortan derechos y libertades, le deberían haber deparado el repudio de los votantes. Nada de eso ha sucedido, en vistas de lo cual Rajoy espera con absoluta tranquilidad la llegada de los Reyes Magos, aunque se hunda el mundo.

A Rajoy tampoco le tiembla el pulso