viernes. 29.03.2024

Partido Socialista, en la lucha final

Al dejar de ser un partido de masas por la represión franquista, el Partido Socialista se fue transformado en aquello que tanto había criticado su fundador.

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Después de muchas tribulaciones, un 2 de mayo de 1879 se reunieron en la taberna Casa Labra de Madrid un grupo de veinte personas influenciadas por Carlos Marx y sus discípulos Guesde, Lafargue y Jaurès para fundar el Partido Socialista Obrero Español, el segundo más antiguo de Europa tras el Socialdemócrata alemán. Por aquellos años, España tenía un incipiente núcleo industrial en Barcelona y otros más pequeños en Madrid, Vizcaya, Asturias, Alcoy y Béjar. No había más tierra para sembrar en una sociedad mayoritariamente agraria dominada por una oligarquía incompetente y cruel, unas fuerzas de seguridad domésticas y un clero beligerante. Pablo Iglesias siempre tuvo la sensación de que la organización que habían fundado era en extremo frágil y durante muchos años defendió no involucrarla en conflictos que por su envergadura pudieran ponerla en riesgo. Se trataba de captar trabajadores para la causa infiltrándose en fábricas y campos, organizando actos en las Casas del Pueblo y Círculos socialistas y difundiendo El Socialista en cualquier rincón del país. Nada de desafíos, nada de conquistar los cielos a la primera de cambio, nada de asaltos a los palacios de invierno que tenían muchos más defensores que hipotéticos atacantes. Cada cosa a su tiempo.

Durante aquellas primeras décadas de existencia del Partido Socialista Obrero Español –Pablo Iglesias no fue diputado hasta 1910, treinta años después de su fundación-, los socialistas españoles se dedicaron a denunciar la corrupción derivada del turno pacífico en el poder entre el Partido Conservador de Cánovas del Castillo y el Liberal de Sagasta, corrupción que se articulaba en un instrumento muy parecido a lo que hoy conocemos como puertas giratorias: Los ministros salían de los consejos de administración y volvían a ellos tras el cese, regresando de nuevo al gobierno si eran requeridos para ello o apetecían.  En muchas ocasiones Pablo Iglesias, García Quejido o Jaime Vera afirmaron que el sistema bipartidista, con voto amañado, de la Restauración era como un club exclusivo al que sólo se podía acceder mediante un número considerable de avales y un eterno ejercicio de genuflexión: El resto de la sociedad vivía al margen y sufría las inclemencias de gobiernos torpes, incapaces y sumisos que bastante tenían con acrecer su patrimonio y soportar las veleidades de Su Majestad Don Alfonso XIII. Acusado de excesivo purismo por negarse a mantener relación alguna con los partidos burgueses, incluso con los republicanos de Salmerón o Pi y Margall, a principios de siglo Pablo Iglesias decidió, apoyándose en las teorías de Jaurès, modificar la estrategia del partido propiciando alianzas son los partidos republicanos progresistas en torno a un programa común de mínimos que en ningún momento suponía renunciar a la conquista del poder por los trabajadores, eso sí, vía parlamentaria. Esa nueva táctica culminaría en abril de 1931 con el programa puesto en marcha por el Gobierno presidido por Manuel Azaña, un programa burgués que incluía la construcción de miles de escuelas, la separación total de la Iglesia y el Estado, el divorcio, el voto de la mujer, la reforma agraria, la construcción de una gran red de embalses, el impuesto sobre la renta, mejoras sustanciales para los trabajadores, el sometimiento del ejército al poder civil, el reconocimiento de las nacionalidades históricas y la abolición de la justicia de clase. Aquel intento magno fracasó porque tanto el dinero como la capacidad de adoctrinar y la fuerza estaban en manos de quienes odiaban la libertad, no obstante fue un socialista, Don Juan Negrín López, quien consiguió parar al fascismo español y europeo durante casi tres años: Resistir era vencer.

Contrariamente a lo que se publica en medios regimentales y vocean tertulianos, tras la guerra el Partido Socialista, igual que Izquierda Republicana, se reorganizó en la clandestinidad, en los campos de concentración y en las cárceles, una y otra vez, pero la represión franquista aniquiló a varias de sus ejecutivas y a miles de sus militantes hasta que el terror lo redujo a la mínima expresión. Conviene no olvidar todo esto, conviene saber que a lo largo de su historia el Partido Socialista antepuso los intereses de progreso político, educativo, económico y social a su programa máximo, pero que nunca traicionó ni a sus ideales ni a quienes habían sido el objeto de su existencia, los explotados, perseguidos y excluidos. Los tiempos cambiaron y cuando el Partido Socialista se recompuso para las primeras elecciones democráticas –perdonen por la simplificación, esto es un artículo- no tenía militantes, apenas unos centenares de jóvenes universitarios y unos cuantos miles de viejos que llevaban cuarenta años esperando que volviera a salir el sol. A pesar de que cientos de arribistas y logreros consiguieron penetrar en lo más alto del partido, durante los años ochenta los socialistas pusieron en marcha reformas democrátias de profundo calado que mejoraron sustancialmente la vida de los españoles: Universalización de la Sanidad y las Pensiones, red general de autovías, plan de restauración integral de teatros, construcción de decenas de universidades públicas, de un sistema de asistencia social y otro de planificación familiar, consiguiendo además que por primera vez en nuestra historia contemporánea los españoles dejasen de emigrar y que el país estuviese en condiciones de acoger a cientos de miles de personas que habían emigrado en los años sesenta y setenta.

Sin embargo, al dejar de ser un partido de masas por la represión franquista, el Partido Socialista se fue transformado en aquello que tanto había criticado su fundador, en una especie de círculo de poder cerrado en el que se entraba y se ascendía por amistad e “idoneidad”. Aunque se logró hacer una magnífica reforma militar, jamás quisieron tocar los derechos medievales del clero ni los de las grandes fortunas ni los de los herederos de la dictadura, de tal modo que a día de hoy nos encontramos con que la semilla del diablo –con una coyuntura mundial muy favorable- se ha desarrollado hasta convertirse en un poder fáctico de enorme envergadura que está imbricado en todas y cada una de las instituciones, en todos y cada uno de los centros de poder. La convivencia amable con los plutócratas y los representantes del pasado –sin presión alguna de las menguadas bases- ha propiciado que el Partido que fundó Pablo Iglesias se haya transformado en partido del régimen dispuesto a hacer lo que sea menester por mantener el “status quo”, olvidándose, ahora sí, de sus principios fundacionales esenciales. Es verdad que hoy no existe la clase obrera, que el mundo del trabajo ha sido dividido, seccionado, partido y vapuleado hasta tal extremo que es difícil encontrar a un trabajador capaz de jugarse el sueldo de un día para que a otro no lo despidan del suyo, que los sindicatos no tienen militantes y por tanto tampoco fuerza, que las empresas han encontrado un chollo gigantesco con las sucesivas reformas laborales y con la “contratación” de autónomos, que la precariedad y el paro han diezmado terriblemente en los que sufren eso que antes se llamaba conciencia de clase, pero por eso mismo el Partido Socialista debería haber regresado a sus orígenes en vez de jugar a tacticismos pueriles. La actual alianza PSOE-C’s no tiene por objetivo formar un gobierno fuerte y de progreso en un momento crítico de nuestra historia sino otro más cercano y palpable: Dejar fuera de juego a Podemos sometiéndolo a tensiones que difícilmente puede soportar un partido de tan reciente creación y tan rápido desarrollo. La debilitación de Podemos es el principal objetivo de esa alianza, pues al poner sobre el tapete las naturales contradicciones y fragilidades de una organización recién parida piensan que podrían recuperar el espacio de poder ahora amenazado. Hay quienes piensan que esa estrategia urdida por los principales dinosaurios del PSOE y los poderes fácticos será la última lucha de la organización, aquella en la que se juega su supervivencia como alternativa de poder, pero independientemente de que así sea o de que perezca en el intento, demuestra muy claramente qué intereses defiende y con quién está hoy ese partido. Mientras tanto los herederos del franquismo, los autores del brutal empobrecimiento de España, de su desarticulación y del saqueo monumental esperan tranquilos a recoger sus frutos, bien antes del 2 de mayo con la Santa Alianza, bien para el 26 de junio. 

Partido Socialista, en la lucha final