viernes. 19.04.2024

Este país no es una pocilga

Decía Montesquieu que los países situados al sur de Europa tenían muchas más dificultades para desarrollarse que aquellos enclavados en el centro y el norte.

Decía Montesquieu que los países situados al sur de Europa tenían muchas más dificultades para desarrollarse que aquellos enclavados en el centro y el norte, sobre todo si a su ubicación se añadía una orografía complicada y una climatología extrema. Se refería, qué duda cabe, a España. Tras repasar nuestra historia, sus gestas y sus decadencias, el filósofo francés que elaboró la teoría de la división de poderes, concluía que por fuerza el carácter de los españoles era duro y poco dado al diálogo porque se había formado contra la adversidad, en un país plagado de cordilleras abruptas, asediado por el calor y el frío, por la ausencia de lluvias y las lluvias torrenciales, añadiendo nosotros –perdonen el atrevimiento- por siglos de mal gobierno, de abusos y de revoluciones inconclusas que han permitido que las “estirpes” del pasado sigan diseñando nuestro presente y nuestro futuro. Aunque estoy convencido de que el hombre es capaz de superar todos los determinismos si actúa en comunidad, es cierto que mientras que en Francia, Holanda o Alemania para cultivar cereal u hortalizas sólo hacía falta sembrarlas, en España desde los romanos fue preciso construir acueductos, presas, canales y acequias que llevasen las aguas a los lugares a los que el cielo se la vedaba. Incluso cuando se planificó –es mucho decir- la red de ferrocarriles se tuvo que elegir una vía más ancha para superar los desniveles orográficos, lo que supuso un retraso más añadir en nuestra confluencia con la Europa central. No creo en el carácter de los pueblos, ya lo manifesté en otro artículo publicado en este mismo medio, pero el hambre, la represión, la dificultad para desarrollarse o para seguir viviendo en la tierra que lo vio a uno nacer condicionan en cierto modo la forma de ser de las sociedades. A lo largo de nuestra historia reciente han sido muchos los momentos gloriosos en los que el pueblo español quiso quitarse el lastre del mal gobierno para poder hacer frente al que nos había deparado la geografía y la naturaleza. No podemos olvidar que aquí nació una de las primeras Constituciones liberales de Europa, la Pepa, una Constitución que nos animaba a ser justos y benéficos y que fue aplastada por la reacción española, pero sobre todo por la Europea salida del Congreso de Viena y sus Cien Mil hijos de San Luis. Imborrables son los ecos de los marinos que en Cádiz se sublevaron en 1868 al grito de “Viva España con honra” para expulsar a los Borbones e intentar una monarquía parlamentaria que se habría situado entre las más avanzadas de la Europa de su tiempo. Ni el advenimiento de la I República con hombres tan inmensos como Figueras, Pi y Margall o Salmerón, sabios que vieron truncado su proyecto por el egoísmo de la raquítica burguesía que ansiaba poner un escudo a su empresa y ser recibida por el rey y por los espadones que metieron sus caballos en el sagrado lugar donde residía la soberanía popular. Las heroicas luchas por los derechos civiles y laborales protagonizadas por los obreros fabriles –recordemos siembre a los héroes de la huelga general de 1917 y de La Canadiense que lograron la implantación de la jornada de ocho horas en todo el Estado en 1919 pese a la brutal represión de Martínez Anido,  Arlegui y sus pistoleros- y los movimientos revolucionarios contra la dictadura de Primo de Rivera que concluyeron aquel maravilloso 14 de abril de 1931 en el que España se despojaba de los harapos del pasado y echaba siete llaves al sepulcro del Cid para emprender una gigantesca labor de reconstrucción y regeneración nacional que no dejaba ninguna cuestión secular al lado de la historia. Aquellos días gloriosos y en extremo difíciles, guiados por el empuje y la sabiduría de personas tan excelsas como Manuel Azaña, Fernando de los Ríos, Largo Caballero, Marcelino Domingo, Carlos Esplá, Carles Pi y Sunyer, Lluis Companys, Luis de Zulueta, Juan Negrín, Indalecio Prieto, Luis Nicolau d’Olwer y tantísimos otros, fueron aplastados por la España estamental y clerical apoyada por nazis y fascistas alemanes e italianos, con el consentimiento del Reino Unido, Francia y Estados Unidos, otra vez la Santa Alianza, pero escribiendo una de las páginas más hermosas de la historia del siglo XX: Mientras los nazis ocuparon Francia en unas semanas, el nazi-fascismo internacional hubo de emplear casi tres años para acabar con la República e implantar la dictadura más ominosa que ha sufrido país alguno de nuestro entorno. Y no, no fue cosa del casticismo castellano centralista, en la rebelión contra la inteligencia y el progreso que supuso el golpe de Estado de 1936 fueron primordiales los impulsos de personalidades de todo el Estado, muy especialmente de la burguesía vasca y catalana, con representantes tan conocidos como los cardenales Gomá y Pla y Deniel, como Lequerica, Castiella, Maeztu, Pradera, Aizpurúa, Aznar, Arrarás, Bilbao, los condes de Godó y Güell, Eugenio D’Ors, Antonio Goicoechea, el conde de Motrico, Carceller, Daurella, Cortina, Mateu, Agustí, Gay de Montellá, Vilarasau, Samaranch y una largquísima nómina de hombres del pasado que contribuyeron de modo imprescindible a crear el estado fascista español y a acrecer sus fortunas sobre la miseria y la muerte de millones de españoles, todo con la bendición de su Santidad Apostólica y el beneplácito de las grandes potencias democráticas que derrotaron al nazi-fascismo en 1945 y nos lo dejaron aquí como recompensa por haber sido el primer país en enfrentarse a él.

Decía Bismarck que España era el país más fuerte de Europa porque después de siglos intentando destruirse no lo había conseguido. Y algo de razón llevaba. La larga dictadura supuso la muerte física y psíquica de todo el país español por el terror y por una maquinaria de propaganda que pergeñó un individuo acrítico, medroso, silente y obediente, pero que sobrevivió y supo renacer en cuanto de nuevo consiguió ver la luz de la libertad. Sin embargo, el poso inoculado por la dictadura había quedado en lo más hondo de su ser y pasados aquellos momentos maravillosos en que contemplamos el regreso de Tarradellas, Alberti, Ibárruri, Líster, Prat o Leizaola, vimos como bajo el manto constitucional seguían viviendo en imponiendo su moral y conducta corrupta los herederos de la tiranía hasta llegar al paroxismo de la corrupción y del gobierno contra el pueblo que culminó con la mayoría absoluta de Aznar y la burbuja financiero-inmobiliaria. No fue aquel tremendo episodio algo constreñido a un determinado territorio, sino que abarco a todo el país, de costa a costa y de montaña a montaña, siendo mucho más terrible en el litoral mediterráneo, desde Cataluña a Cádiz. Empero, pese al robo, a la estafa, al choriceo institucionalizado y aceptado, a la lentitud de la Justicia, el país no desapareció y como el Ave Fénix quiere de nuevo nacer de sus cenizas y dar una lección más al mundo de su irresistible vitalidad. Y no son los movimientos liderados por el independentismo catalán quienes lideran esa regeneración en puertas –imposible cuando el núcleo de Junts Pel sí está formado por hombres criados en las faldas de Pujol y la corrupción esencial-, sino en las escenas que el otro día vimos en el Congreso de los Diputados, en esa mujer que amamantaba a su hijo para poner de manifiesto el problema que tienen millones de mujeres para conciliar trabajo y maternidad, en esos nuevos diputados que entraron al Salón de Plenos vestidos del mismo modo que lo hacen habitualmente ante el asombro y el rechazo de la carcundia secular y castradora, en esas personas con acta de diputados que lloraban de emoción al comprobar que aquello que nació un 15 de mayo para denunciar que no había pan para tanto chorizo, que no estábamos dispuestos a seguir soportando que la cosa pública siguiese en manos de depravados, había entrado en las instituciones para cambiarlas y hacer que el país real coincida de una vez por todas con el oficial. Esa es, de nuevo, la gran esperanza de este país, una esperanza que es como un tren que pasa y reclama viajeros para llegar al punto de destino y que esta vez –llegamos tarde, pero siempre llegamos- no podrá ser aplastada por nadie, ni siquiera por quienes olvidándose de lo que significa ser de izquierdas se atreven a decir que Convergencia es un partido que lidera un cambio, ni siquiera por quienes desde las estirpes más rancias y casposas han usado este país, a sus hombres y a sus instituciones para su beneficio personal cayese quien cayese. El trabajo es arduo, hay que limpiar la casa de arriba abajo para desterrar el mal gobierno y los gobernantes maléficos, pero si todos nos ponemos a ello, si nos decidimos a montarnos en ese tren que se ha puesto en marcha, dentro de nada estaremos donde siempre debimos estar entre los países más desarrollados y justos del mundo.

Este país no es una pocilga