jueves. 28.03.2024

La manipulación mediática y la mala educación

A día de hoy es difícil negar que muchos demócratas convencidos, que luchamos desde hace años por el escrupuloso respeto a los Derechos Humanos en nuestro país y en el mundo, por el progreso económico, social y cultural de la Humanidad, estamos desolados, aunque eso no sea, en ningún caso, sinónimo de derrotados. Ya sé que este comienzo puede depararme el calificativo de pesimista, pero lo asumo, la realidad no da para otra cosa.

A estas horas hay millones de personas que están siendo bombardeadas sistemáticamente sin ni siquiera saber el motivo, sin que tengan conocimiento oficial de declaración de guerra alguna, sin que sepan el nombre del enemigo, sin que conozcan las armas que matan y lastiman a los suyos. Al mismo tiempo, en este lodazal global en que nos han metido, millones y millones de seres humanos trabajan de sol a sol en los cinco continentes sin obtener un salario que les permita sobrevivir ni una protección social civilizada que les otorgue un mínimo de seguridad ni para el hoy ni para el mañana. Del mismo modo, quienes manejan los hilos del mundo y han diseñado este fantasmagórico panorama, están empeñados no sólo en resucitar la esclavitud que creíamos abolida, sino en hacer que el planeta que nos acoge reviente por el recalentamiento producido por la quema de combustibles fósiles y por el esquilmo de todas las riquezas naturales. Entre tanto, mientras todo esto sucede, mientras vemos a cientos de personas engordar mórbidamente porque han abaratado hasta lo indecible su dieta, mientras contemplamos como los cajeros y los bancos de los parques se llenan de personas desquiciadas que ya no esperan otra cosa que el último día, mientras observamos que sólo los negocios montados para los ricos gozan de prosperidad creciente, que los jóvenes no encuentran trabajo y que los mayores son despedidos de él, los ciudadanos votan a Mariano Rajoy o a Donald Trump, emisarios de un tiempo oscuro en el que los Estados democráticos están siendo sustituidos por dictaduras al servicio de los grandes mercaderes, que esos Estados, por lo que pudiera pasar, cada día invierten más en policía represora y ejércitos que les protejan de los de fuera y los de dentro.

Leyendo la última encuesta del CIS, observo sin sorpresa alguna que el partido de la corrupción, el franquismo, la prevaricación, el nepotismo, el chanchullo, las privatizaciones y la chulería más ramplona, sigue subiendo en las encuestas, aproximándose, pese a la multitud de escándalos en que está metido hasta la trancas, a la posibilidad de volver a gobernar –es un decir- en solitario. Y digo que no me extraña por lo siguiente. En primer lugar porque en España no existe la libertad de prensa, libertad fundamental para que exista libertad de juicio y, por ende, de elección. De los siete periódicos tradicionales que se leen en todo el Estado, El País, ABC, El Mundo, La Razón, La Vanguardia, El Correo o El Periódico, ninguno representa opciones ideológicas diferentes a las conservadoras o muy conservadoras, aunque alguno de ellos se pueda permitir el lujo de tener entre sus colaboradores a algún disidente, algo así como el jeque árabe que lleva un leopardo en su Rolls. De las cinco cadenas de televisión estatales, ni una sola tiene una línea editorial distinta a la de los periódicos antes citados, es más, buena parte de sus tertulianos escriben en ellos; y lo mismo sucede con las grandes emisoras de radio cuando la que parecía más liberal de ellas acaba de dar una lección magistral de antiperiodismo servil intentando hundir políticamente al dirigente de Podemos Ramón Espinar. En cuanto a los periódicos, televisiones y emisoras autonómicas, qué decir que no sepamos dedicadas como están al adoctrinamiento de la clientela territorial según lo ordenado por el virrey de turno. Dicen que nos queda el mundo digital, y es verdad, ahí el abanico se abre, pero por mucho que se empeñen, que nos empeñemos, a día de hoy la opinión mayoritaria sigue siendo conformada por los medios de comunicación convencionales.

Enciendo la televisión, veo, porque no las oigo, a un grupo de señoras vociferando, hablando todas a la vez para justificar cualquier decisión tomada por Rajoy y despotricar contra Podemos y los disidentes del PSOE. Me extraña ver a Almeida ahí, pero este mundo es así, no lo he inventado yo. Cambio de canal y me encuentro con la señora Pantoja, recién salida de la cárcel, y su hijo que se va a casar, los medios de comunicación se agolpan en la puerta del domicilio para intentar sacar una instantánea o recoger las primeras palabras de la madre, el hijo, el cuñado o el primo segundo de la convicta. No, y yo no tengo nada contra Pantoja, creo en la reeducación y en la reinserción social, pero una cosa es esa y otra que se les trate como héroes de las pantallas, que se sublime su opinión y su modo de vida, que se les caiga la baba describiendo la gracia, el arte, el salero y el poderío de la susodicha y el gusto con que visten el montón de invitados que concurren al evento con plumíferos en la cabeza. Nada, paciencia hermano, me voy para otro lado, hay un tipo con gafas de colores rodeado de tipos y tipas que se despellejan y despellejan, que adoran a una tipa a la que ellos mismos han puesto el nombre de “princesa del pueblo”, es un programa visto por millones de personas que disfrutan enterándose de los graves problemas con que tienen que convivir los protagonistas, que se evaden de la realidad con sus ladridos, que se atontan día tras día, hora tras hora masticando basura mediática. Me paso al cine de la dos, y allí han decidido mezclar el buen cine español con el cine carcamal, cutre, zafio y apestoso, llegando incluso a proyectar Raza. Y, por fin, me voy a los telediarios, informativos dirigidos y presentados por gentes que se llaman periodistas pero que en realidad son la voz de su amo, la voz de quien les paga, difundiendo desde la madrugada a la noche noticias y opiniones completamente contrarias tanto a la realidad que vivimos como a la razón. No hay tertulia dónde no salgan Maruhenda, Inda y San Sebastián, convierten el aniversario de Operación Triunfo –programa del que salieron unos vocalistas de los años cincuenta del siglo pasado o del otro- en cuestión de Estado, debatiendo horas y horas sobre no sé qué historia entre Chenoa y Bisbal; hacen programas de cocina con niños de nueve años y llenan la parrilla cinematográfica de películas lamentables de Van Damme, Chuck Norris, Schwarzenegger o cualquier otro matón de cartón piedra que sublime la violencia, de adolescentes con encefalograma plano o de comedias norteamericanas de serie z que no hacen reír ni a una hiena. Con esos mimbres, ¿puede extrañar a alguien el sentido del voto de muchos españoles, puede causar asombro la indolencia ciudadana ante las políticas salvajes del gobierno y sus corrupciones o su indiferencia ante el sufrimiento ajeno? Sinceramente creo que no, y si a eso añadimos que en la actualidad más de la mitad de los niños y adolescentes son “educados” en colegios clericales concertados, el panorama no puede ser más descorazonador, aunque no todo está perdido cuando el diagnóstico está hecho. Ahora falta la medicina.

La manipulación mediática y la mala educación