viernes. 29.03.2024

La hora final

Decía Ignacio de Loyola en sus Anotaciones que era conveniente “no hacer mudanza en tiempo de desolación”.

No es la primera vez que llegamos hasta aquí, hasta esta encrucijada en la que no se ve un camino claro y por el contrario divisamos con nitidez la niebla, pisamos la bruma, respiramos el aire pesado que cíclicamente envenena nuestros pulmones y nuestro entendimiento para impedirnos discernir entre lo fundamental y lo accesorio. Hemos vivido periodos peores, mucho peores, periodos en los que la sangre corría por las calles y la disidencia se resolvía frente a un pelotón de fusilamiento o en las mazmorras terroríficas de la seguridad del Estado, empero, vivimos un momento grave, de una gravedad tal que en poco menos de seis años nos ha llevado a dudar de todo, incluso a tirar por la borda lo mucho de positivo que en el pasado reciente hicimos. Vivimos bajo los efectos de un shock multidisciplinar que nos incita a huir, a tomar soluciones particulares que nunca lo serán cuando se basan en atribuir la culpa a los otros; nos han humillado hasta lo indecible con la burbuja financiero-inmobiliaria y la entrega de miles de millones a la banca convicta en vez de encarcelar a los responsables y garantizar los ahorros en una refundada banca pública; nos han golpeado con los “casos de corrupción aislada” hasta dejarnos si aliento, sin recursos y sin esperanza; nos han machacado como si fuésemos granos de trigo bajo la piedra del molino con las políticas de austeridad que minan la eficacia y el futuro de los servicios públicos más esenciales; nos han roto el espinazo con las privatizaciones que han duplicado el coste de lo que antes teníamos por la mitad y, sobre todo, nos han intentado incrustar en lo que hay dentro del cráneo el descreimiento que todos son iguales, que no hay solución, que aquí nadie sabe el significado de la palabra ética y que, por tanto, gobierne quien gobierne lo hará para robar y menoscabar derechos y libertades. Y no, no es así, España es uno de los países de la Unión Europea donde más horas se trabaja por menos salario, uno de los que menos conflictos laborales tiene y de los que más miseria padece. Aguantamos pese a todo, aguantamos estoicamente por miedo, porque todavía yace en la memoria el recuerdo abrumador del pasado voraz, porque siguen ahí, como si nada hubiese ocurrido, los herederos de aquel tiempo de oprobio y dolor, de corrupción sistemática y tortura, ese tiempo de silencio que hoy, de nuevo, está matando no sólo la alegría sino la ilusión cotidiana.

Decía Ignacio de Loyola en sus Anotaciones que era conveniente “no hacer mudanza en tiempo de desolación”. Secularmente, las clases dirigentes españolas, imbuidas de jesuitismo, hicieron de esta regla un dogma que luego, a base de insistir, pasó al pueblo con aquello de “más vale malo conocido que bueno por conocer”, es decir aceptar lo que tenemos porque el cambio nos puede llegar a algo mucho peor, contentarse con haber perdido un ojo ante la posibilidad, remota, de poder perder el otro, aguantar los palos del patrón o el señorito por si acaso la respuesta que demos nos trae a otro dispuesto a cortarnos en rodajas o a violar a toda nuestra familia. Era y es la base del pensamiento reaccionario en el que se ha basado durante siglos en ejercicio del poder en un país donde nunca triunfó la revolución democrática. Sin embargo, no hacer mudanzas cuando la casa común apesta, cuando los individuos que ejercen el poder en nombre del pueblo soberano se han olvidado de ese pueblo y convierten la vida pública en un monumental Patio de Monipodio donde todas las concupiscencias están permitidas y protegidas, es algo muy parecido al suicidio colectivo, a la aceptación de la podredumbre como el ámbito natural en el que hemos de desenvolvernos de aquí a la eternidad, es la renuncia al éthos o predisposición a hacer el bien que nos caracteriza como seres humanos.

Dicho esto, me parece adecuado hacer unas cuantas puntualizaciones sobre cuestiones muy debatidas en los últimos tiempos y que me parecen no están siendo bien enfocadas por quienes nada tienen que ver con el pasado terrorífico que asoló este país durante más de cuarenta años y que ha vuelto a enseñar sus dientes durante los últimos cuatro. La Constitución de 1978 fue en su tiempo una buena norma fundamental porque intentaba resolver los problemas que entonces más acuciaban a la sociedad española. Hoy se habla de abrir un periodo constituyente, pero tal vez sería más adecuado hacer lo que otros países con más años de experiencia democrática han hecho hasta la fecha: Quitarle aquellos artículos que ahora sobran y añadirle los que le faltan y, sobre todo, obligar desde la misma Carta Magna a su obligado desarrollo y cumplimiento en plazos y forma por los poderes públicos, porque de otro modo podríamos llegar a tener la mejor de las Constituciones y seguir gobernados por delincuentes.

Asistimos desde la formación de los nuevos ayuntamientos a una campaña de linchamiento mediático hacia cualquier persona o institución que pretenda eliminar, en cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica y de las más elementales normas de Humanidad, los símbolos de cualquier tipo que ensalcen la dictadura franquista. Y es este un problema que tiene raíces y tiene responsables. Si valoramos positivamente la Constitución que para aquellos años se elaboró en 1978, no sucede lo mismo con el desarrollo de las leyes y reglamentos que de ella se derivaron, ni tampoco con los pactos de la transición que permitieron la pervivencia en las instituciones y los negocios de los elementos venidos del franquismo. Aquella tolerancia absoluta con los hijos de la dictadura está en el germen del mencionado acoso que pretende presentar como enemigos de España a quienes repudian la tiranía genocida y como sus máximos defensores a quienes la glorifican. Esa tolerancia, puesta de manifiesto en las más altas instituciones con la negativa del Partido Popular -¿cómo lo iba a hacer, viniendo de dónde venían?- a condenar la dictadura, no permite que se acoso a quienes defienden la dignidad democrática del país, sino que además ha servido para trasladar a nuestro tiempo los hábitos y costumbres corruptos que fueron esencia de aquel régimen repugnante. No tiene, por tanto, que salir nadie en ningún medio a disculparse porque unos titiriteros representen un guiñol de cachiporra ni por limpiar las calles de basura onomástica.

Como decíamos, la hora es grave, tenemos un número desmesurado de parados y de personas pasándolo muy mal; hay una parte fundamental de país –Cataluña- que, de la noche a la mañana, ha decidido que todo lo malo que pasa es responsabilidad de los demás cuando en sus palacios las letrinas rebosan la misma mierda que sale por las de Valencia o Madrid; contemplamos cada seis meses como se vacía la hucha de las pensiones sin que nadie ose plantear medidas para evitar la quiebra a corto plazo de todo el sistema de Seguridad Social dotándolo de un mecanismo de financiación equilibrado; vemos como el partido que ha gobernado durante los últimos cuatro años, dedicándose a cercenar derechos y libertades, a negar las diferencias que nos enriquecen, a ocultar la corrupción y a empobrecer a los españoles, está saltando por los aires asediado por multitud “de casos aislados” que forman parte de un todo y que permitirían a una ardilla caminar desde Jaca a Tarifa pisando cabezas de hombres podridos.

Ante esta coyuntura demencial, son menester personas de Estado, personas con la capacidad suficiente para llegar a acuerdos inmediatos –es una barbaridad los tiempos que las leyes otorgan para formar gobierno- en unos cuantos puntos básicos, que serían, reformar la Constitución para garantizar de manera intocable todos y cada uno de los derechos recogidos en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre; allegar los medios necesarios para sacar de la miseria a quienes en ella viven a causa de la gran estafa y de la deslocalización industrial; fomentar políticas que auspicien un crecimiento sostenido de la natalidad; dotar de financiación adecuada a la Seguridad Social en un plazo máximo de dos años, que es lo que le queda a la hucha de las pensiones; prohibir el acceso a cargo público a cualquier persona, partido u organización que no condene el franquismo; tipificar como delito más grave aquel que menoscabe el Erario, obligando al delincuente a devolver lo robado e incautándosele todos los bienes propios; realizar una reforma fiscal que impida el fraude y obligue a quienes más tienen a pagar más y, de manera urgente, diseñar un plan de forestación científica que sirva como barrera a la terrible ofensiva de la desertificación. Quienes hoy negocian la hipotética formación de un gobierno de progreso, tienen la ineludible obligación de formarlo mañana mismo y ponerse manos a la obra o lo pagarán y lo pagaremos todos. En otro caso, esto se va a pique, como ya se fue otras veces. Estamos en otra hora final.

La hora final