sábado. 20.04.2024

Cervantes, don Quijote y la transformación de la realidad grotesca

Cuenta Giovanni Papini que después de haber estudiado con denuedo a los grandes héroes de la literatura universal, sólo a uno dejaría traspasar el umbral de la puerta de su casa.

“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar: por la libertad,
así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”

Cervantes.


Aunque ya nada nos resulte extraño después de comprobar qué han hecho y hacen quienes detentan el poder desde hace más de cuatro años, es inaudito que ante el cuarto centenario de la muerte del mayor escritor de la historia el autodenominado Gobierno de la Nación no haya sido capaz de articular un homenaje estatal y mundial tanto a la figura egregia de Miguel de Cervantes como a la de su universal hijo Don Quijote de la Mancha. Como patriotas de bocatrapo, chanchullo y cloaca fiscal, a la derecha española nunca le gustó Cervantes, mucho menos Don Quijote, un héroe que aunque hijo de algo y de alguien, apenas tenía para comer, vivía las estrecheces del más extenso imperio que habían conocido los tiempos en medio del lujo y la depravación cortesana, manteniendo la dignidad suficiente para rebelarse contra la terrible realidad que le rodeaba sin más armas que una lanza esportillada, un rocín esquelético y la ayuda de su fiel Sancho, quién desde el principio entendió la empresa ardua empredida por el Caballero de la Triste Figura y por ello abandonó su pequeño predio y el jergón que le acogía en las noches extremas de la llanura manchega. No, Don Quijote era un loco, un inadaptado, un radical que después de pasar su mocedad intentando aprender filosofía en la Universidad, de enamorarse perdidamente de una joven doncella a la que dedicó ardientes poemas para que al final casase con otro con más posición, de servir al rey en la Corte y en las Américas, fue encarcelado en Alba de Tormes por desacato a la autoridad y liberado tras varios años sin ser juzgado cuando andaba cerca de los cincuenta, dedicándose desde entonces a leer libros de caballería que le espabilarían el seso y los maltrechos músculos para emprender la más grande batalla contra la injusticia jamás contada: “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo… No había la fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus proprios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar ni quién fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, sola y señera, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento le menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y propia voluntad. Y agora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque allí, por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia y les hace dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. Desta orden soy yo, hermanos cabreros…”. Y con ese propósito, anduvo Don Quijote las tierras de España, desde la manchega llanura a la playa de Barcino, embistiendo molinos y rebaños de ganado, atacando a las tropas imperiales para liberar a quienes, presos, iban a galeras para terminar sus días, intentando resolver lo irresoluble, favorecer a quién la providencia había perjudicado, apaleado unas veces, escarnecido otras, pero siempre dispuesto a retomar la batalla sin desaliento ni desestimiento.

Cuenta Giovanni Papini en uno de sus ensayos literarios que después de haber estudiado con denuedo a los grandes héroes de la literatura universal, sólo a uno dejaría traspasar el umbral de la puerta de su casa. Por supuesto, jamás a Hamlet o Macbeth, tampoco a Edipo o Antígona, mucho menos a Don Juan o Fausto, sólo compartiría con deleite mantel y mesa con el personaje más humano y generoso que el hombre había sido capaz de crear, con Don Quijote, el héroe más cuerdo y más bondadoso, el más desprendido e ingenioso, él único capaz de ver la realidad que le rodeaba con claridad y sin preocuparse del bien propio lanzarse de bruces contra ella para ayudar a los desfavorecidos. Nunca fue Don Quijote un libro para ridiculizar a aquellos otros que hablaban de hazañas pasadas, sino que utilizó la por entonces decadente novela de caballerías para escribir la primera novela de la historia, y el primer libro en el que el pueblo fue protagonista: “El Don Quijote –escribe Papini- es la primera obra maestra de la reacción contra la elegancia, la mundanidad, la futilidad, la irrealidad y la melindrería de los literatos humanistas a la antigua, los cuales, para hacerse perdonar el uso de las lenguas vulgares, escribían con demasiada frecuencia cosas que no sentían en una lengua que no hablaban. El Don Quijote introdujo triunfalmente en la literatura universal al pueblo, al verdadero pueblo, a todo el pueblo; es, si me permitís, la epopeya brutal de la plebe castellana, la afirmación triunfante de la realidad en el mundo de la ficción. Aunque el protagonista sea un hidalgo –o por mejor decir, uno de los protagonistas, porque Sancho Panza es tan protagonista como Don Quijote, y aun le supera a veces–, el libro de Cervantes es el libro del tercer estado, es el mundo de los campesinos, de los mesoneros, de los pastores, de los arrieros, de los ladrones y de los vagabundos. En él se siente olor a ajo y a sudor, olor a tierra y a trabajo; verdaderamente, no es un libro para señoras ni para estómagos delicados”.

Resumen de nuestro devenir histórico, parábola sobre la decadencia de los reinos de España, canto a la soledad del hombre llano, ensayo sobre la vida de un erasmista, Don Quijote de la Mancha es pese a quienes ensalzan sólo su superficie, la obra más delicada jamás escrita sobre la condición humana: “En Todo el mundo –escribe Fiódor Mijáilovich Dostoyevski- no hay obra de ficción más profunda y fuerte que ésa. Hasta ahora representa la suprema y máxima expresión del pensamiento humano, la más amarga ironía que pueda formular el hombre y, si se acabase el mundo y alguien preguntase a los hombres: «Veamos, ¿qué habéis sacado en limpio de vuestra vida y qué conclusión definitiva habéis deducido de ella?», podrían los hombres mostrar en silencio el Quijote y decir luego: «Ésta es mi conclusión sobre la vida y... ¿podríais condenarme por ella?»”. En el cuarto aniversario de la muerte de Miguel de Cervantes, sólo nos queda recordarlo y postrarnos ante una obra impar que debería ser leída a diario por todos los que aspiren a convertirse en Seres Humanos Plenos. El día que eso suceda voluntariamente, sin imposiciones, probablemente todos nuestros problemas habrán pasado a la historia.

Cervantes, don Quijote y la transformación de la realidad grotesca