viernes. 29.03.2024

Cambio climático: el implacable enemigo común

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Asistimos a un cambio climático de tal envergadura que, de no mediar acuerdo rápido para enfrentarse a él con todos los medios, acarreará dificultades extraordinarias para la vida de personas, animales y plantas

Como decía hace unos días Juan José Millás en una emisora de radio, pasé tanto frío durante mi infancia que creo lo gasté todo. Vivía en un pueblo de las estribaciones de la Sierra de Segura. Los inviernos eran muy largos, duraban desde mediados de septiembre, en que empezaban las tormentas insaciables, hasta primeros de junio cuando el sol se adueñaba del horizonte con impaciencia. No teníamos calefacción, ni lumbre, tan sólo una estufa de leña en la sala de estar y un frío mordiente en el resto de las habitaciones. Meterse en la cama era un castigo que a mí me resultaba placentero una vez pasados los primeros instantes, encogido, frotándome los pies o frotándoselos a mis hermanos; levantarse, una vez aclimatado, una tortura que hacía terrible esa obligación de acudir a la escuela para ver los retratos de Franco y José Antonio flanqueando a Cristo, sin más calor que el de los rezos y los palmetazos en las manos que con frecuencia recibíamos de nuestros avezados educadores. Carámbanos casi perpetuos, sabañones en las orejas, pantalón corto, piernas moradas, charcos helados durante meses, frío negro. El verano –hablo de finales de los sesenta y principios de los setenta- apenas duraba dos meses, y el segundo, que se llamaba agosto, invitaba a usar rebeca tras la puesta de sol, en esas noches magníficas bajo una morera o frente a la pantalla enorme del cine de verano.

Pasé a Madrid para comenzar los estudios universitarios. Me dijeron que el clima era muy parecido al de Carabaca pero un poco más extremo. Apenas noté cambios, salvo un año, creo que fue 1982, cuando llegamos a diez grados bajo cero en el barrio de la Ventilla durante unos días del mes de febrero. Joder que rasca. Mi padre nos dijo que nos forrásemos el cuerpo con papel de periódico y a eso destinábamos los ejemplares de El País una vez leídos, cuando era un inmenso placer recorrer detenidamente sus páginas: Haro Tecglen, Umbral, García Márquez, Sampedro, Ignacio Sotelo, Vázquez Montalbán, Fernández Santos, Josep Ramoneda, El Roto y esa maravillosa pléyade heredada de Triunfo, Hermano Lobo y Por favor. Creo que desde ese año, apenas he vuelto a pasar frío de verdad.

Más o menos por aquel tiempo comencé a observar que algo no cuadraba. Las estaciones habían comenzado a difuminarse dejando al frío verdadero de lado. Sucedió algo insólito que luego se fue repitiendo con asiduidad: Una Nochebuena, que tradicionalmente había sido una de las fechas más frías del año, estuvimos a más de veinte grados por el día y a más de diez por la noche. Luego, año tras año, fui percatándome de que las hojas de los árboles cada vez se caían más tarde, que en mayo aparecían ya días en extremo calurosos y que los bosques ardían con una virulencia inusitada: El cambio climático ya enseñaba sus primeras y despiadadas dentelladas. En poco más de dos décadas pasamos de dormir en verano en la huerta que rodeaba a mi pueblo tapados con cobertores o mantas a buscar alivio nocturno en las acequias y balsas. El fresco de las horas oscuras del Sur, había comenzado a pasar a la historia, hecho que quedaría confirmado cuando a primeros de julio de 1994 se produjo el pavoroso incendio de Moratalla, un incendio provocado por la acción del hombre, que me evoca la tragedia portuguesa de estos días y que se llevó por delante más de treinta mil hectáreas de uno de los mejores bosques mediterráneos. Fue un antes y un después, a la demencial política forestal franquista consistente en sustituir los árboles autóctonos por pinos carrascos se unió la falta de consideración que las compañías eléctricas siempre tuvieron, y tienen, con el medio ambiente y unas temperaturas elevadísimas. El contacto de un cable eléctrico recién montado con las copas de unos árboles fue el inicio de un infierno que duró varios días y para el que no había respuesta humana. El clima hizo todo lo demás.

Hace unos años Rajoy manifestó que un primo suyo le había dicho que eso del cambio climático era cosa de rojos y agoreros, que el clima tenía la misma evolución de siempre, pero lo único que es como siempre es la estulticia que convive con la ignorancia y la irresponsabilidad. Es cierto que a lo largo de los dos últimos milenios se han vivido periodos más cálidos y más fríos, que durante los siglos XVII y XVIII tuvo lugar una pequeña era glaciar que causó millones de muertes por hambre y epidemias, también que estamos inmersos en una desglaciación y que desde 1950 la temperatura no ha hecho más que subir, acelerándose por la acción del hombre desde principios de la década de los ochenta del pasado siglo. Aunque el Rajoy de Estados Unidos niegue con la ramplonería que le caracteriza que estemos ante un calentamiento global de consecuencias tan impredecibles como dramáticas, lo cierto es que en algunas partes del planeta el calor está haciendo casi imposible el normal desenvolvimiento de las personas. Los partes oficiales de los meteorólogos –también aquí hay pesebreros- hablan de olas de calor para describir los fenómenos climatológicos a que asistimos, pero nadie con dos dedos de frente se puede creer que estar a más de cuarenta grados durante semanas enteras como sucede en Córdoba o Sevilla pueda ser consecuencia de una ola, más bien de un tsunami, tampoco que, en Galicia, Asturias, Cantabria o el País Vasco se produzcan, cada vez con más frecuencia, temperaturas de ese tenor. La realidad es que el tiempo sahariano cada vez afecta más a la Península Ibérica y a otras regiones de Europa, que asistimos a un cambio climático de tal envergadura que, de no mediar acuerdo rápido para enfrentarse a él con todos los medios, acarreará dificultades extraordinarias para la vida de personas, animales y plantas: Hoy en día, no hay que esperar más, es casi imposible plantar árboles si no se les dota de riego por goteo, aun así, con mucha frecuencia los árboles mueren porque sus hojas no soportan la agresividad de los rayos del sol, y los árboles son el arma más eficaz que tenemos para luchar contra esa amenaza que ya no es tal, sino una trágica realidad.

Hoy en día más de mil trescientos millones de vehículos terrestres recorren la superficie del planeta dejando su huella mortal de carbono, miles de aviones llevan a la gente de un lado a otro del mundo sin demasiado sentido, en muchos casos sólo para hacerse una selfi. Arrojamos una cantidad incalculable de plásticos y basuras inorgánicas a los ríos y al mar, cortamos árboles como nunca antes se había hecho y nos multiplicamos –¡¡cuánto bien han hecho las religiones al hombre!!- como si tuviésemos la intención de invadir todo el sistema solar y un poco más. Se dice que el planeta está en riesgo, y no es verdad, lo que está en riesgo es la vida, porque si no nos ponemos manos a la obra ya, si no somos capaces de abandonar las energías fósiles y entregarnos a la reconstrucción total del medio natural que nos cobija, ya no serán las guerras ni las epidemias las que hagan disminuir el número de personas, sino el calor extremo y la falta de agua.

Cambio climático: el implacable enemigo común