jueves. 28.03.2024

Atraco incesante a los trabajadores

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Han pasado quince años desde que se implantó la nueva moneda y el resultado para las economías domésticas no puede ser más lamentable

El 1 de enero de 2002, el euro sustituyó a la peseta de modo definitivo. Pasaba a la historia un instrumento de cambio de nombre catalán que nos había acompañado desde que en 1868 Laureano Figuerola, ministro de Hacienda del Gobierno Revolucionario, la instauró como moneda única para todo el territorio nacional. Creo que poca gente añora la peseta como tal, pero también que muchos españoles están atravesando un periodo de confusión respecto al euro debido a la pérdida de poder adquisitivo que su implantación supuso, y eso teniendo en cuenta que nuestro país fue uno de los que con más fervor acogió a la nueva moneda, suponiendo que en ella se simbolizaba una nueva era de progreso y convergencia en todos los campos con el resto de Estados de la Unión.

Se nos dijo que dejáramos de pensar en pesetas y lo hiciéramos en euros; las autoridades monetarias europeas advirtieron a los gobiernos de cada país para que extremasen la vigilancia sobre los precios ya que el cambio podía traer consigo redondeos desmesurados. Evidentemente, mucha gente hizo caso de la primera recomendación, pero nuestro gobierno de entonces, presidido por José María Aznar y “vicepresidido” por Rodrigo Rato, ministro de Hacienda, hizo la vista gorda y aquí los precios comenzaron a subir sin que el Índice de Precios al Consumo se enterara de nada, propiciando que en unos meses lo que costaba veinte duro pasase a valer un euro, o sea 167 pesetas. Esa fue la gran estafa, el gran atentado al poder adquisitivo de los trabajadores españoles.

Han pasado quince años desde que se implantó la nueva moneda y el resultado para las economías domésticas no puede ser más lamentable. Es cierto que tenemos la moneda más fuerte del mundo, que podemos comprar más barato en el exterior y viajar mucho, pero la vida diaria de la mayoría se ha encarecido de tal forma que me parece hay poco que celebrar, sobre todo si consideramos que esa pérdida de poder adquisitivo no ha sido un sacrificio que haya servido para avanzar en la unión política y en la amortización de las desigualdades entre los europeos, sino todo lo contrario: La unión política –pese al minitratado de Lisboa- está archivada, los movimientos nacionalistas supremacistas y egoístas son cada día más potentes y las desigualdades entre ricos y pobres han aumentado en todo el continente –más en los países del Sur- desde que el euro nos casó mercantilmente.

Según los datos de “Adecco” el salario medio bruto de los españoles ronda los 1800 euros al mes, lo que representa un poco más de la mitad del inglés y un cuarenta por ciento menos que el de los franceses. Antes podíamos alegar que en España se cobraba menos pero que los productos básicos eran más baratos: Hoy no. Cualquiera que salga de España –a Francia, sin ir más lejos-, que desee informarse por los periódicos o desde la pantalla de su ordenador, puede comprobar que tanto  los precios de los alimentos, como los de los artículos relacionados con la cultura y el ocio, como los derivados de las nuevas tecnologías, los de electrodomésticos y  automóviles apenas se diferencian de los que aquí rigen, aunque el salario medio francés sea mucho más alto que el nuestro. Pero eso no es todo, la estadística es una ciencia útil para elaborar informes generales y establecer promedios, pero como dijo Mark Twain “hay mentiras, grandes mentiras y estadísticas”. Inglaterra es el país con el sueldo medio más alto de Europa, sin embargo es también el país con el más alto índice de desigualdad del continente. Aquí no andamos a la zaga: Es posible que toquemos a tres o cuatro kilos de jamón ibérico de bellota por habitante y año, pero lo que es seguro es que hay una minoría que come mucho más de eso y una inmensa mayoría a la que sólo llega el olor. Lo mismo ocurre con el salario medio, hay bastantes personas que ganan mucho más de 1800 euros mensuales pero muchas más que tienen un salario muy inferior: Según Hacienda casi el setenta por ciento de los asalariados españoles gana menos de mil euros, un sueldo que hace unos años podía parecer decente pero que hoy apenas da para subsistir.

Coincidiendo con el periodo transitorio de adaptación al euro en el que convivieron las dos monedas, en España se desató una furia rapiñadora ante la que el Gobierno Aznar no hizo absolutamente nada. España se convirtió en poco tiempo en el gran patio de Monipodio del que hablaba Cervantes en Rinconete y Cortadillo. Todos sabíamos que al agricultor le pagaban cuatro perras por sus productos, todos lo que valía un kilo de limones o de patatas en la frutería de turno; todos lo que recibía un ganadero por un litro de leche y lo que pagábamos en la tienda; cada cual lo que ingresa por hora trabajada, también la presión permanente a que está sometido por bancos y constructoras con ganancias multimillonarias, eléctricas, gasistas, telefónicas, fontaneros, electricistas, pintores, alicatadotes, arregladores de aparatos en general o profesionales de todas las “marcas”. Desde entonces, se cobra al antojo, sin control de ningún tipo, en negro; se paga haciendo de tripas corazón, endeudándose un poco más, intentando hacer lo propio siempre que se esté en circunstancias; pero ocurre que la inmensa mayoría de los ciudadanos de este país viven de una nómina controlada por Hacienda, cobra menos del salario medio, pagan precios europeos y no pueden pasarle la pelota a nadie.

Empero, es esa España de trabajadores ultrajados por los abusos de depredadores, intermediarios y especuladores, por los salarios basura, por las jornadas interminables, la que está sosteniendo sobre sus espaldas este gran circo donde todos los atracos son perfectos. Es a esa España que sabe poco de banderas, a esos españoles a los que se pide constantemente que se aprieten el cinturón, que se resignen, que aguanten hasta el año que viene, que será mejor. Es a esos ciudadanos –que no cuentan en los programas electorales de los partidos centrales o nacionalistas- a los que están robando y explotando día tras día sin que las calles se llenen de justísima indignación y rabia. Pero todo llegará, y entonces no valdrán las lamentaciones. 

Atraco incesante a los trabajadores