martes. 23.04.2024

Off Catalunya

Una nación se sale por los descosidos de las circunscripciones administrativas. Estas, sean del nivel que sean, son algo mucho más mudable, incierto y aleatorio.

Una excursión de un par de días a Perpinyà y su entorno inmediato me ha despertado reflexiones acerca de cosas tan impalpables como la patria, el amor a la tierra y el sentimiento de pertenencia. No he llegado a ninguna conclusión definitiva al respecto, de modo que lo que escribo a continuación no tiene en absoluto el rigor de un silogismo.

No hay necesidad de rastrear huellas catalanas en Perpinyà. Toda ella, por lo menos su centro histórico, es una ciudad catalana. Por derecho propio, diría, si en estas cuestiones hubiese un derecho aplicable. El Castillet lo hizo levantar el duque de Girona, luego rey Joan I de Aragón y Cataluña, como se decía entonces y siglos después se acorta tendenciosamente. Digo tendenciosamente porque la omisión da a entender, y algunos incluso lo argumentan, que Catalunya era entonces una posesión más del reino de Aragón. Cualquier libro de historia serio desmiente esa formulación. Una cosa es la sustancia histórica y otra distinta las crónicas de las dinastías y los artificios jurídico-políticos del trazado de las fronteras.

La elegante Llotja gótica es obra de los tiempos de Martí I l’Humà, hermano menor de Joan y sucesor suyo en el reino, hijos ambos de Pere IV lo Cerimoniós. Algo más al sur, y en alto, sigue en pie formidable el Palau dels Reis de Mallorques. Otros edificios civiles y religiosos tienen el empaque inconfundible de las construcciones catalanas de la época. A tan solo unos kilómetros al sur, en Vilamolaca, subsiste muy reformado el gran edificio del Masdeu, que fue cabeza de una encomienda templaria y luego hospitalaria, dirigida durante algunos años de principios del siglo XV por Joan Desgarrigues, que sería uno de los primeros presidentes de la primerísima Generalitat. La peripecia vital de Desgarrigues sigue siendo ignorada –o bien ocultada– por un cierto nacionalismo de campanario. Acabó sus días preso en Rodas por haber desviado caudales de la orden a las arcas del rey catalanoaragonés Alfons V. El maestre del Hospital que exigió al Trastámara la devolución de los dineros y la entrega del delincuente para ser juzgado era también catalán, posiblemente de Guissona: fra Antoni de Fluvià.

Estos apuntes históricos deslavazados vienen a cuento de que en Perpinyà fuimos calurosamente saludados por personas atraídas por las camisetas que llevaban mis nietos: de un bonito color azul oscuro, con unos elegantes trazos en blanco que sugieren más que dibujan una barca con una gran vela cuadrada desplegada, vista desde la popa, y la leyenda «A tot drap. Sant Pol de Mar». Esas personas eran catalanes del Norte; hablaban catalán, sentían en catalán. Una señora nos dijo que ella había nacido en Senegal, por azares, y vivía en El Voló, pero que “era” de Perpinyà, sin equívoco posible.

Pues bien, esas varias personas, en Perpinyà y en Taltaüll (Tautavel) adonde fuimos a visitar el Museo de la Prehistoria, establecieron con nosotros una comunicación inmediata y afectuosa; nos hablaron de ellos y nos preguntaron por nosotros, en catalán, nuestra lengua común. Pero ni entienden el procès, ni lo apoyan, ni consideran que sea algo que les concierne.

Ellos son el Off Catalunya. Una nación se sale por los descosidos de las circunscripciones administrativas. Estas, sean del nivel que sean, son algo mucho más mudable, incierto y aleatorio.

Off Catalunya