jueves. 28.03.2024

La degradación de la justicia

Hay indicios serios de que el Gobierno ha perdido el oremus. En varios terrenos, pero en particular en el de la justicia.

Hay indicios serios de que el gobierno del Partido Popular ha perdido el oremus. En varios terrenos, pero en particular en el de la justicia. Quizás impulsado por las encuestas que anuncian que la mayoría absoluta se le va por el desagüe y no regresará tal vez en décadas, ha optado por liarse la manta a la cabeza y hacer de su capa un sayo rebus sic stantibus, lo que en Román paladino quiere decir mientras pueda. Llegará sin duda el momento de rendir cuentas al país y a las diferentes instituciones internacionales acreditadas, porque el cartero siempre llama dos veces; pero de momento el jefe de la panda y sus acólitos se agitan en el delirio de la irresponsabilidad absoluta.

Hace tiempo ha decaído en el país el principio de la justicia universal. Se ha decidido no extraditar a Billy el Niño ni a otros ciudadanos (Utrera, Martín Villa) acusados más allá de nuestras fronteras de crímenes contra la humanidad perpetrados aquí. Oídos sordos a las reclamaciones. La ONU ha resuelto que procede indemnizar a una mujer cuya hija fue asesinada por un maltratador al que la justicia había concedido la tutela de la niña a pesar de una veintena de denuncias de la madre. No solo se hizo caso omiso de las denuncias, sino que no se movió un dedo para proteger a la menor. Sin embargo, el gobierno estima que no tiene por qué asumir las consecuencias de algo que ocurrió bajo un gobierno anterior.

No es la misma posición que adopta ese mismo gobierno cuando conmina a los colegas griegos de Syriza a respetar escrupulosamente los compromisos firmados por el gabinete que le precedió. ¿En qué quedamos? ¿Somos o no somos? ¿Acaso el PP considera que existen dos derechos internacionales, dos interpretaciones diferentes de las leyes y de los tratados, sujetas al superior “derecho natural” de la ley del embudo?

En la misma línea de irresponsabilidad se alinean las leyes groseramente interconectadas de la reforma laboral y de la reforma penal antiterrorista, más los parches que ahora se anuncian para remendar la vieja ley del aborto y la de la administración de la justicia, después del fiasco de la reforma estrella del ministerio Gallardón. Leyes incoherentes, chapuceras, susceptibles de interpretaciones restrictivas o amplias por la jurisprudencia, en función de los intereses creados en el caso concreto; leyes sin trasfondo ordenador de la convivencia ni más intención que la de sobrenadar a toda costa a las malas expectativas electorales.

Y como guinda de semejante comistrajo, el Consejo General del Poder Judicial decide suspender durante tres años al juez Vidal por haber redactado un proyecto de constitución para una hipotética Catalunya independiente. Se diría que aun tenemos que agradecer al CGPJ que no haya expulsado al juez de la carrera. Como si un disparate de menor cuantía excusara de no haber cometido otro más gordo. Como si la decisión de castigar con una pena templada, en lugar de otra más drástica, algo que no es delito ni falta siquiera, no revistiera por esa razón la misma gravedad, la gravedad insufrible que deriva siempre de una arbitrariedad cometida por quien tiene obligación de ser imparcial en su interpretación de la ley. Tenemos, al parecer, un poder judicial que no valora ni su independencia ni su coherencia interna, o que subordina ambas a la sintonía adecuada con el gobierno.
Pero la degradación de la justicia en un Estado sedicentemente democrático es una catástrofe que va mucho más allá de la vida y la muerte previsible de un gobierno determinado. Costará muchos años y muchos esfuerzos remontar las consecuencias directas y las secuelas indirectas de todas estas decisiones insensatas del gobierno vigente y de sus franquicias.

La degradación de la justicia