sábado. 20.04.2024

El síndrome de San Isidro

Decía hace ya algunos años Manuela Carmena que, dentro de los parámetros de su generación (que es la mía), se consideraba afortunada en su relación de pareja, aunque con algún matiz: «[Eduardo] siempre admiró mi capacidad profesional, respetó mucho mi vocación. Otra cosa es que lo de lavar los platos siempre pensó que era mejor que lo hiciera san Isidro.»

Posiblemente la alusión al santo resulte enigmática para las generaciones más jóvenes, poco familiarizadas con nuestro santoral. Isidro, labrador y santo patrono de Madrid, tenía la costumbre inveterada de postrarse de rodillas a cualquier hora del día para orar al cielo con fervor extático. Halagado por tanta piedad, pero precavido ante los resultados previsibles de un ejercicio tan drástico de la misma, el Señor le escuchaba complacido desde las alturas, pero al mismo tiempo enviaba a un par de ángeles de servicio para que empuñaran el arado y roturaran el campo, sembraran y/o cosecharan.

Ese síndrome de san Isidro lo hemos tenido a mansalva los varones de mi quinta. En la sociedad en la que vivíamos, se daba por descontado que estábamos exentos de fajina. Ayer, de forma incidental en la escritura de un post políticamente poco correcto, señalaba los cuatro ámbitos en los que transcurría antes la vida de las personas, en forma de doble contraposición: el lugar de trabajo, marcadamente viril, frente al hogar, exclusivamente femenino; y el templo, frecuentado por una parroquia predominantemente  mujeril, frente al burdel, reservado a los caballeros de posibles.

Fuimos educados y entrenados de forma exhaustiva en esas divisiones. Mi madre nunca me dejó pisar la cocina de casa, salvo que fuera allí para llevar alguna noticia o para picar algo en la nevera (picar de la nevera era prerrogativa varonil, terreno de conquista; de ninguna manera un desdoro para nuestra masculinidad). Las reivindicaciones feministas hubimos de asumirlas en tiempo real, a medida que empezaban a expresarse en nuestro entorno con la aparición de grietas cada vez más marcadas en el bloque granítico del franquismo sociológico.

No estuvimos demasiado diligentes en la tarea. Lo ha expresado así Cristina Almeida (tomo la cita del mismo libro ya reseñado antes): «Nunca había visto planteada en mi gente, en mis gloriosos camaradas, en mi Partido, en todas las cosas, no había visto planteada esa cuestión de género. Y daban por supuestas todo ese tipo de desigualdades sin cuestionarlas. Por lo tanto, para mí aquel día nació un cuestionamiento global del modelo político, del modelo de militancia, de muchas cosas, y se contaminó todo mi compromiso con el compromiso de la lucha feminista.»

No sé decir si las cosas están ahora algo mejor, o algo peor que entonces. Hay seguramente más conciencia feminista en muchos varones; hay también una hostilidad mucho más marcada, en otros ámbitos. Es evidente que el machismo tosco no ha remitido. Con todo nuestro síndrome isidril a cuestas, a los hoy setentones jamás se nos habría ocurrido llamar “feminazis” a las defensoras de determinadas reivindicaciones.

La línea de solución de unos problemas en los que nos jugamos entre todas/todos una libertad plena y compartida, la veo en la ruptura con las estructuras de género en los cuatro grandes ámbitos citados, a saber: feminización del lugar de trabajo, masculinización del hogar familiar, y desaparición de la iglesia y el burdel del horizonte social. Me refiero con esta última propuesta a que, si bien cada cual seguirá disfrutando de libertad para frecuentar el templo o la mancebía, es necesario eliminar las normativas sesgadas que se imparten desde los dos ámbitos sobre las formas más adecuadas de ser hombre y de ser mujer.

Un ejemplo muy claro de por dónde no deben ir las cosas lo tenemos en la estúpida campaña de los autobuses de Hazte Oír.

El síndrome de San Isidro