sábado. 20.04.2024

Política de Estado o política de las cosas

Estas líneas no parten de una reflexión acabada; son más bien un ejercicio de estilo, en parte inspirado por la larga entrevista que Sol Gallego y Guillem Martínez han hecho a Ada Colau en CTXT. Dense por avisados mis sufridos e irreductibles lectores.

Nos hemos acostumbrado a hablar de “cambio de paradigma” en relación con la organización de los sistemas productivos, debido a la introducción masiva de nuevas tecnologías que han desplazado de forma rápida y drástica los puntos cardinales de la metodología de la producción, y, más allá, de la política económica (Umberto Romagnoli habla de “seísmo”, y en la expresión no hay asomo de exageración ni ganas de “colocar” un titular llamativo).

Nos hemos acostumbrado a parcelar las esferas de la economía y la política como compartimientos estancos, cada uno con su propia autonomía. Desde este punto de vista, el nuevo paradigma económico no afectaría a la política.

A pesar de eso, reivindicamos todos los días la centralidad del trabajo y del mundo del trabajo en la política.

El ejercicio de la política se ha venido enfocando hacia la organización y el funcionamiento del Estado, en exclusiva, o casi. Pero el nuevo paradigma económico afecta también profundamente al Estado, de varias maneras: al Estado redistribuidor de rentas, al Estado benefactor y providente, al Estado empresario (en tiempos de la guerra fría el Estado era “el” empresario por antonomasia, el detentador del monopolio en todos los sectores “estratégicos”: energía, comunicaciones, minería, industria pesada, banca… ¿Lo recuerdan? Nuestras centrales eléctricas, nuestras materias primas, nuestros ferrocarriles, nuestras reservas monetarias, no podían estar al albur de centros de decisión susceptibles de ser controlados por el “enemigo”).

En las nuevas condiciones, el Estado paga a las alianzas internacionales los gastos más o menos comunes de defensa (tema tabú en la confección de los presupuestos), presta y recibe ayudas en virtud de compromisos internacionales establecidos, y se encarga en exclusiva de los temas represivos y de orden público, para lo cual sigue adjudicándose porciones sustanciosas de renta de una parte de la ciudadanía, al tiempo que exime del todo o parte de los pagos a particulares a los que delega en régimen de concesión casi todas las cuestiones sustanciales antes englobadas en el “sector público” de la economía (sanidad, educación, vivienda, transportes, etc.)

Si consideramos la institución al viejo modo, como Estado-nación, observamos lo siguiente: la primera parte del binomio, la que corresponde a una racionalidad rigurosa en el manejo de medios y fines, la que supone un poder abstracto y equilibrador sustentado en la soberanía popular y que por tanto no debe rendir cuentas a nadie (a nadie, repito, dentro ni fuera de las fronteras) de sus decisiones y de la forma de llevarlas a término, está de capa caída.

En cambio la segunda parte del binomio, la nación, experimenta un impetuoso reflorecimiento. Las naciones, como las religiones, basadas en códigos de pertenencia y en diferenciaciones cualitativas de orden enteramente subjetivo, se enfrentan hoy a los Estados en plan reivindicativo y belicoso: reclaman “lo suyo”, lo que les es debido por “derecho natural”, y la historia ya nos enseña qué clase de monstruo puede ser en ocasiones un derecho natural.

La causa última de esta súbita rebelión de las naciones, una rebelión por lo común muy escorada a la derecha en las convenciones habituales para designar los contenidos de la política, es que el Estado ya no es lo que era. En la medida en que el Estado no garantiza ya en todos sus capítulos, cláusulas y parágrafos el gran pacto welfariano que llevó a las naciones tecnológicamente avanzadas a la mayor prosperidad conocida en la historia, ha pasado a ser bombardeado por las reclamaciones de todos los damnificados, y desde todos los ángulos posibles de tiro.

Ante este panorama, los partidos políticos progresistas solo avizoran una solución: acumular voto suficiente para tomar, en solitario o mancomunadamente, las riendas del Estado (el clásico 50% + 1 como desiderátum), y pilotar entonces el cambio social mediante leyes más justas y benéficas.

Es más que dudoso que tal esquema fuera posible incluso en la época de esplendor del Estado-nación. Después de lo ocurrido en setiembre de 1973 con la Unidad Popular de Allende en Chile, el secretario del PCI Enrico Berlinguer hizo un papel razonado en el que explicó de forma bastante convincente por qué el 50% + 1 era insuficiente para emprender nuevos caminos. Quizás aquel análisis ha caído demasiado pronto en el olvido.

De todos modos, hoy por hoy las cosas están bastante más claras. Una mayoría parlamentaria, incluso si es más sustancial que la mitad más uno de los votos, o de los escaños, no sirve para nada si no va correlativa con un entorno social de compromiso y de movilización (lo cual no significa necesariamente ocupar la calle, sino participar en la práctica de cambiar cosas concretas con una implicación personal y activa, no con tuits). Tantas leyes empedradas de buenas intenciones han quedado a fin de cuentas en papel mojado.

Lo cual sugiere la necesidad de variar tanto los objetivos a corto, medio y largo plazo, como las formas concretas de hacer política. Las razones de la “desubicación” que padece la izquierda, según constatan numerosos analistas, podrían tener relación con el hecho de que sus posiciones de partida en la batalla están mal orientadas; apuntan al asalto al Estado para realizar desde arriba los cambios necesarios, en lugar de promover cambios concretos en los mecanismos de funcionamiento de las cosas para avanzar a partir de ahí en el consenso necesario para formular al final de todo un proyecto político de Estado con cara y ojos.

Ni los cambios en la Constitución serían la forma de empezar la tarea – tanto más con una correlación de fuerzas que chirría en todos sus ejes –, ni la política mediática puede constituir un mecanismo de seducción de las audiencias capaz de cristalizar en forma de amplias mayorías de progreso en el país. Esto no es tele-reality.

Política de Estado o política de las cosas