viernes. 19.04.2024

Elogio de la educación

Asistimos a una campaña de desprestigio de la enseñanza pública y de la figura del maestro que recuerda al franquismo.

En la casa donde nací no había ningún libro. Mis abuelos eran labradores pobres y casi analfabetos. De niño escribí muchas cartas al dictado para los tíos que estaban en la emigración. Ese sería mi destino (la “movilidad exterior”, según Fátima Báñez), o el andamio, si no hubiese tenido la fortuna de conocer a una maestra, doña Carmen, que tuvo una influencia decisiva en mi vida. Me prestó los libros de su biblioteca personal y leí a Pearl S. Buck, Somerset Maugham, Mark Twain y Anatole France con diez años. Ella es la principal responsable de mi pasión por los libros. También convenció a mi padre e hizo los trámites necesarios para que pudiese estudiar el bachillerato. Hablo de mí, porque es el ejemplo que tengo más a mano, pero muchas personas podrían contar vivencias similares. Porque lo que quiero reflejar es que un buen maestro cambia la vida de una persona, puede modificar la trayectoria de un destino. Tuve la ocasión de expresarle mi gratitud y afecto a esta maestra ejemplar y sé el orgullo que sentía por aquellos alumnos que ella ayudó a ir más allá de los estudios primarios.

Un buen maestro cambia la vida de una persona, puede modificar la trayectoria de un destino

Hubo un tiempo en que la cultura disfrutaba de prestigio y los maestros eran respetados y admirados por su saber. En los tiempos de la República se hizo un esfuerzo intenso para elevar el nivel cultural de los trabajadores, en aquella sociedad donde el analfabetismo afectaba a un importante porcentaje de la población. El maestro interpretado por Fernán Gómez en “La lengua de las mariposas” es el paradigma de los enseñantes de aquel tiempo: personas entregadas a su labor con entusiasmo y con la convicción de estar construyendo la modernidad del país. La guerra civil truncó aquel proyecto y en la postguerra el colectivo de los maestros fue perseguido con saña. El régimen consideró que los portadores de la cultura eran sus principales enemigos. Manuel Rivas relata muy bien esta crispación. El niño protagonista, tan querido y apoyado por su maestro, suelta el veneno inyectado por sus mayores e insulta con rabia a su mentor cuando le llevan preso: “¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!”.

Asistimos a una campaña de desprestigio de la enseñanza pública y de la figura del maestro que recuerda la de aquella época. Hay una profunda carga ideológica es esta actuación, pero también una búsqueda de espacios de negocio con la progresiva desviación del dinero público a los centros privados. En los medios de prensa afines se dibuja la figura del enseñante público como un funcionario incompetente y absentista. Nada más lejos de la realidad: la gran mayoría de los profesionales van más allá de lo que exige el estricto cumplimiento del deber (como en la Sanidad, donde se intenta realizar una campaña de descrédito similar y con el mismo fin).

Pero este gobierno de señoritos tiene nostalgia de una sociedad como la de tiempos pretéritos. Su deseo es llegar al momento en que exista una educación privada para las élites y una educación pública, de baja calidad, para la plebe. De esa forma quedará anulada toda posibilidad de permeabilidad social y cada cual, según su cuna (1), sabrá de antemano cuál será su destino. El ministro Wert tiene claro su objetivo: que sólo las élites puedan acceder a la educación y a la cultura, excluyendo al resto de la población. Es el regreso a la Edad Media, a un nuevo mundo feudal.

Elogio de la educación