jueves. 28.03.2024

La izquierda colindante

Algunas ideas de los llamados partidos progresistas emergentes, podríamos incluso hablar de principios, resultan peligrosamente ‘fronterizas’. Muy cerca, cuando no allí, vive la vieja y, con frecuencia, ‘radical derecha’.


Asistimos en los últimos años a la construcción de un nuevo paradigma: al pueblo, a la gente, hay que decirles lo que quiere escuchar, bien que violente el guión, aún el más abierto, del ideario progresista y de izquierdas. De esta forma se ha ido consolidando en buena parte de Europa y fuera de ella, una izquierda de apariencia radical -fuertemente apoyada en gestos y técnicas de impacto mediático-, que, sin embargo, comparte discurso, posición y voto con la derecha más recalcitrante en determinados momentos del combate político y electoral. Veamos:

NACIONALISMO. La izquierda siempre ha mantenido una sostenida y solvente autonomía intelectual frente al discurso nacionalista, se manifieste este como simple catálogo de retórica indentitaria, o se deslice por la pendiente normativa del independentismo. La figura del derecho de autodeterminación, como derecho universal público, constituyó a partir de los años 60 del pasado siglo un impulso esencial para la descolonización de los pueblos y contribuyó a una auténtica universalización de la sociedad internacional. Esta aspiración se presenta ahora como un derecho democrático inalienable, en naciones culturales -comunidades- con altas rentas per cápita, que forman parte de países del capitalismo avanzado. Sorprende que en este debate político, la izquierda local haya asumido el núcleo central del discurso nacionalista renunciando en ‘la plaza pública’ al federalismo como modelo de Estado. No han faltado incluso, quienes desde la izquierda dogmática buscaron legitimidad identitaria, amparando en este revival independentista, verdaderos disparates políticos acerca, por ejemplo, de “la superioridad de la economía catalana como mejor garantía de las pensiones”. En los años 20, Lenin replicó a su compañero Zinoviev, cuando defendía el nacionalismo progresista y revolucionario para la emancipación de los pueblos, con una frase contundente: “no pintéis el nacionalismo de rojo”. Por si acaso alguien me tacha de antiguo, recuerdo unas palabras de Imanol Zubero, cofundador de Gesto por la Paz en el País Vasco: “yo creo que el nacionalismo vasco, como casi todos los nacionalismos, son expresiones de un miedo, que casi siempre es el miedo a desaparecer”.

El nacionalismo, pues, entendido como identidad excluyente ha unido siempre a las derechas del centro y la periferia, aunque las veamos en el escaparate peleándose. Son derechas porque comparten cada una en su territorio el mismo discurso económico, el mismo modelo de sociedad. No me sirve, por tanto, la excusa de cierta izquierda dispuesta a justificar su complicidad y/o comprensión con el nacionalismo por la torpeza y agresividad de la derecha española. Es un argumento que rebosa debilidad por doquier.

EUROPA. El brexit lo puso de manifiesto con crueldad. Pero es un fantasma que recorre el viejo continente. En Reino Unido, Francia, Italia, España , Grecia (no me refiero a Syriza), y otros,  la derecha extrema,  la extrema derecha y la derecha conservadora comparten propaganda y política con nuevas y viejas izquierdas,  populismos y movimientos de renovación. Lo digo antes de que disparen: las instituciones comunitarias, las élites económicas y financieras y el bipartidismo al uso (conservadores y socialdemócratas) han hecho sobrados méritos para que la ciudadanía se aleje del proyecto de construcción europea. Austeridad, recortes, desigualdad y ataques al modelo social han creado un excelente caldo de cultivo para que izquierdas y derechas populistas se disputen el territorio antieuropeo. Se levantan banderas de renacionalización, soberanía, patriotismo, discursos contra la inmigración, exaltación del bienestar nacional, cierre de fronteras y muros físicos o intelectuales. No hay nada, ni siquiera la gestión  desastrosa de la crisis que han comandado, en algunos casos, conservadores, liberales y socialdemócratas, que justifique la deriva corporativa y nacionalista frente a Europa. Hay que pelear por otra Europa. Cierto. Hay que ser beligerantes en la defensa del modelo social europeo frente al capitalismo de casino y el neoliberalismo. Cierto. Hay que exigir más democracia en la toma de decisiones de las instituciones comunitarias. Cierto. Debe avanzar la unión política y reforzar la gobernanza económica y armonización fiscal. Cierto. Incluso, siendo consciente  que, por desgracia, en el actual tiempo político, esto suena a extravagancia. Pero, si de algo estoy seguro es que no se defiende Europa ni las condiciones de vida de su ciudadanía, huyendo de Europa para refugiarse en el fundamentalismo de los estados-nación. Quizás, a los propagandistas de una y otra orilla, se lo agradezca Donald Trump.

SINDICALISMO. La ideología conservadora y liberal fue siempre hostil al sindicalismo de clase. Representaba, representa un proyecto alternativo de sociedad basado en el valor del trabajo como factor de cohesión social. Así ocurrió en su nacimiento en el siglo XIX, entendiendo este como el movimiento obrero organizado en sindicatos para defender los intereses de las trabajadoras y trabajadores frente a los empleadores/as y los gobiernos, y así ocurre en la actualidad, sin que por ello ignore las profundas transformaciones estructurales, técnicas, sociales y culturales que ha conocido el mundo del trabajo desde 1830. Lo que resulta más sorprendente es el alejamiento y hasta aversión que se observa en la política emergente, y aparentemente de izquierdas, hacia el sindicalismo de clase en muchos de los países antes citados. El conflicto capital-trabajo pasa inadvertido o analizado con particular pereza en los documentos o ponencias de los eventos congresuales o en las declaraciones políticas. La organización de las trabajadoras y trabajadores en sindicatos no alcanza siquiera la categoría de tesis y/o objetivo. Como mucho, los líderes del populismo progresista acuden cómplices a protestas alternativas de la radicalidad sindical, que habitualmente se convocan contra la patronal y el sindicalismo pactista. En alguna ocasión, hacen acto de presencia en excepcionales y trascendentes convocatorias sindicales -actos históricos, congresos, movilizaciones-, porque a nadie le amarga el dulce protagonismo mediático de la solidaridad. Creen y teorizan que otros derechos (civiles, contraculturales, nacionales, anticasta…) han desplazado al del trabajo y a sus organizaciones. Seguramente discrepen del proyecto de reivindicación y propuesta que representan CCOO o UGT, pero eso no debería ser incompatible con la defensa de su trinchera. Nadie en la izquierda debería dimitir de la lucha por la justicia social y la igualdad, porque se acabaría reforzando el polo conservador y reaccionario, profundizando en la osadía de que ya no es útil hablar de izquierdas y derechas.

LA DEMOCRACIA. Es verdad que desde que fue acuñada en la Atenas de Pericles hace más de 2.400 años hasta hoy algo parece que ha cambiado. Pero hablemos de democracia representativa, democracia participativa o democracia directa, es conveniente que valoremos siempre la democracia, porque a mi juicio es la forma de organización del Estado que más y mejor permite a las izquierdas combatir por la justicia, la igualdad y la libertad. Caminar hacia el socialismo. Y en los últimos años, al edificio democrático le han salido grietas que fascismos y populismos en Europa o en EEUU han querido convertir en oportunidades para la autocracia o el cesarismo. ¿Son todas las críticas y/o descalificaciones iguales? Claro que no, pero los espectáculos de los emergentes expresan una peligrosa sintonía con la devaluación y rechazo de las instituciones democráticas que protagoniza la ultraderecha europea. Defender la radicalidad democrática, la regeneración de las instituciones, la participación o la transparencia ha de ser rigurosamente compatible con las urnas, como máxima expresión de la voluntad de la ciudadanía.

La izquierda colindante