viernes. 29.03.2024

El viejo patriotismo postfranquista

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El caso catalán, como una tolvanera que deja al descubierto las ruinas de una ciudad olvidada, ha situado en la epidermis sociológica del país la permanente latencia de un postfranquismo muy vitalista. La estética y la retórica de las manifestaciones “patrióticas” en pos de la unidad de la nación española mantienen el color sepia de una España excluyente y metafísicamente retardataria. Estética y retórica que suponen la sudoración de un problema que sobrepasa al catalán en sí mismo o del cual el catalán es un epifenómeno o un hecho colateral. La gente en la calle, consciente o no, representó ese patriotismo que carece de horizonte al modo que lo razonaba María Zambrano, es decir, como la incapacidad de la conciencia para albergar enteras ciertas realidades que en otro espacio más amplio y modulado serían puras e inequívocas. Estas exhibiciones de muchedumbres de Plaza de Oriente con sus ultras joseantonianos redivivos para la ocasión y espontáneos manifestante que como cualquier ciudadano de a pie se saben de retahíla el himno de la Guardia Civil para cantarlo en la puerta de los cuarteles del instituto armado, recuerdan mucho la reflexión de Jean Paul Sartre cuando afirmó que lo importante no es lo que han hecho de nosotros, sino lo que hacemos con lo que han hecho de nosotros.

Borges pensaba que al destino le agradan las repeticiones, las simetrías, pero en el caso de España, más que el destino, es el conservadurismo más recalcitrante, en nuestro país no existe otro, el que durante doscientos años ha paralizado la historia hasta poder concluir con Azorín que vivir en España es hacer siempre lo mismo. Una derecha que ha monopolizado el concepto de nación hasta el punto de que aquellos que se oponían a sus intereses y designios eran tildados de antipatriotas y antiespañoles lo que pervierte tanto el sentido del patriotismo que se podría afirmar junto a Samuel Johnson que el patriotismo es el último reducto de la canalla.

En este contexto, siempre se apela al sentido patriótico para trazar círculos caucasianos donde quedan fuera los inadaptados a los prejuicios ideológicos del conservadurismo. Es la espuria división de las dos Españas de fatigante largo trecho en el país: integrados y excluidos, a un lado y al otro de una nación concebida como propiedad de los intereses de las minorías influyentes. En el fondo, es la consecuencia de identificar España y la tradición española con los harapos de la decadente vida pública española caída en la miseria y en la hediondez y que, sin embargo, ha pretendido y pretende pasar por la genuina representación del alma española.

La Transición y el denominado consenso no sirvió para conciliar esa España dual propiciada por la derecha retardataria, sino para la transfiguración de lo que debía ser la representación de los excluidos y maltratados por el caudillaje; no se trataba en el fondo de que el régimen asumiera la voz de los que eran considerados la antiespaña, sino que los anatematizados como antipatriotas asumieran como propio todo el imaginario, la simbología, el sesgo psicológico de un sistema que destilaba la negación de ellos mismos como una gran fantasmagoría orteguiana. Porque como proclamaba Azaña, todo lo que nos une como españoles pasa por reconocer que cosas que han pasado por antiespañolas han sido, y son, en realidad españolísimas. Sin embargo, el régimen político vigente se fundamenta en esa asfixiante unanimidad que lo hace incompatible con el pluralismo cultural y político dentro de la unidad de soberanía del Estado.

Unamuno aseguraba que un país vivo era un país ideológicamente dividido, y no encontraba ninguna razón para justificar “eso de la unanimidad.” Al escritor vasco, le daba lástima “un pueblo unánime, un hombre unánime.” La obsesión por lo unánime es siempre un sesgo conservador en España, que encierra la uniformidad impuesta para preservar un régimen de poder acomodado a los intereses de las minorías económicas y estamentales. Lo posible se funda en un sistema que cada vez más permite, como dice John Gray, que “la mayoría de la gente renuncie a la libertad sin saberlo”. Ello ha propiciado que los grandes conceptos se hayan convertido en patologías a causa de la tendencia a la momificación y la anacronía que representa la falta de idealismo moral en la acción política.

Por todo ello, el problema no es sólo el encaje de Cataluña en esa España “patriótica”, sino el encaje también de las mayorías sociales, la clase trabajadora, el pensamiento crítico y la misma democracia tan afectada por esa mediocre y perversa unanimidad de la que se lamentaba Francisco Pi y Margall cuando decía: “No hay entre nosotros escuela, no hay crítica, no hay lucha”.

El viejo patriotismo postfranquista