jueves. 25.04.2024

Socialismo y crisis de Estado

Luca Prodan afirmaba que cuando dicen que el poder corrompe, hay que ver siempre quien es el que llega al poder, a tener poder. Quizá no es que lo corrompió el poder, sino que siempre estuvo corrompido. Es el mismo silogismo que el del enterrador shakesperiano requerido por Hamlet para que le aclare el tiempo que tarda un cadáver en descomponerse y que antepone la consideración de que no estuviera putrefacto antes de morir. Porque más grave que el sistema esté corrompido es que la corrupción sea el sistema. Cuando el propósito de la acción política es afianzar al Estado en favor del poder intimidatorio del dinero, existe un ostracismo permanente de la centralidad cívica y ética en la vida pública.

Decía Ortega y Gasset que peor que estar enfermos es ser la enfermedad y la corrupción se ha convertido en el sistema evitando cualquier límite que pueda impedir  la transferencia de la riqueza pública a la órbita privada y abolir el control democrático sobre los poderes fácticos que actúan autoritariamente en la vertebración del modelo social. Como en todas las guerras, los perdedores siempre son los culpables, en este caso los pensionistas, los funcionarios, los parados, los inmigrantes, criminalizados perversamente por aquellos cuya avaricia causó la crisis y que ahora se benefician también de ella.

El hombre, volviendo a Ortega, no tiene naturaleza, sino que tiene historia y en esa res gestae, la corrupción es la ideología y no el pretexto. En realidad, lo que hay detrás de esta naturaleza como relato, que es sólo estiércol, que diría Adorno, es la aceleración histórica de un final de ciclo, de una crisis aguda del sistema que desencadena, rebus sic stantibus, la eclosión de los abultamientos ponzoñosos de un régimen de poder excesivamente condicionado por las minorías extractivas que usufructúan los resortes del Estado en contra de la centralidad democrática de la mayoría social. Y es en este ámbito donde hay que ubicar la crisis múltiple  -social, política, institucional y territorial- que padece el país. La crisis de un Estado beligerante e ideológico y, como consecuencia, poco habitable para las clases populares, los trabajadores y territorios tradicionalmente incómodos por el mal entendimiento de su cultura y de su historia por parte del poder central.

Esta crisis aguda ha dinamitado el bipartidismo de alternancia y ha suscitado un discernimiento de resistencia en amplios segmentos sociales que ha frustrado en parte la intención del sistema de parapetarse en una segunda restauración bajo la hegemonía del Partido Popular y la demanda de un nuevo consenso que reafirmara la influencia y el control político de las élites a costa de que los partidos dinásticos se unieran sin condiciones al relato simple y unicelular de la derecha y las minorías influyentes. Sin embargo, el resultado de las primarias en el Partido Socialista ha malparado este diseño que en principio funcionó y que propicio que el Partido Popular siga gobernando. Es por ello que ya dije en otro artículo que quien le ha hecho realmente la moción de censura al Partido Popular han sido los militantes del PSOE.

El mandato de las bases socialistas es exigente, necesario y no admite demora: se trata de acometer una auténtica transformación política y social desde la izquierda, una reforma del Estado que lo descabalgue de su sesgo parcial e ideológico y lo convierta, no en el cliché de una España simbólica que no existe y que es impuesta, sino en el árbitro de la realidad española y de su ciudadanía, es decir, superar los déficits democráticos y construir una sociedad justa, libre, solidaria y devolver la soberanía y la voz a las mayorías sociales.

Todo eso conlleva también acabar culturalmente con la negación de la controversia que restringe el campo de lo posible a través de la limitación de lo pensable.  Como nos recuerda Eduardo Subirats, desde Ganivet hasta Castro o Zambrano el centro gravitatorio de la regeneración española ha sido una reforma de la inteligencia, aplazada por siglos de totalitarismo y escolástica. A partir de ahí, sólo existe el extrañamiento del debate y la responsabilidad política. Es por esto que nos advierte Felice Mometti, que el “no hay alternativa” impone un estado de sufrimiento y desesperación, de desesperanza e irracionalismo propicio para la demagogia, el odio a la alteridad y el recurso a “supremos salvadores”. Es esta falta de relato alternativo lo que produce que la sociedad esté perpleja ante su propia indefensión. En este contexto, por tanto, resulta ineludible la necesidad del socialismo como alternativa emancipadora en la construcción de un nuevo tiempo.

Socialismo y crisis de Estado