martes. 30.04.2024

Plebeyismo y democracia débil

En realidad estamos siendo sometidos, sin instrumentos de legítima defensa, a una nueva estratificación social...

Puede que no sea casualidad que los huesos de Ricardo III hayan aparecido en este siglo bajo un aparcamiento de Leicester. El destino es, en ocasiones, caprichoso y no siempre para darnos algo más como creía Goethe. William Shakespeare le hace decir a Gloster en su obra que lleva el nombre del último monarca de la Casa de York: “¡Hago daño y grito el primero! ¡Las malas acciones que urdo secretamente las coloco sobre la gravosa carga de los demás!” Esta metafísica utilitarista y malévola que el genial escritor pone en boca de Plantagenet, es una línea de actuación recurrente cuando la política, despojada de valores e ideología, se sustancia en la estólida lucha por el poder y la influencia. Una sociedad donde se han abolido los ideales, los sueños de dignidad, de respeto a la vida y de convivencia pacífica entre las personas, se enfanga en los intereses individuales y grupales y pierde el sentido del bien vivir en común. Es la instauración del plebeyismo del que hablaba Ortega como consecuencia de la democracia morbosa. Plebeyismo en cuanto a la carencia de altura de miras, de principios, de la política concebida como un impulso ético encaminado al bienestar colectivo.

Roídos los huesos de los principios y los ideales ya no hay respuestas porque tampoco existen preguntas, todo se sustancia en el vacío y la codicia. La historia ha terminado, no tiene sentido, proclaman los apologistas del neoliberalismo económico, la filosofía ya ha dicho todo lo que tenía que decir y se encuentra en una angostura ante la ambigüedad del lenguaje. La razón no puede enfrentarse a la realidad, el capitalismo es el sistema económico definitivo y el liberalismo la única forma política. Ha llegado el fin de las narraciones que explicaban el mundo, pues, como afirma Fukuyama, la historia no existe. “Para qué queremos narraciones si la gestión nos basta”, dice Lyotard, el profeta de la nueva era. Se acabaron los antagonismos entre clases sociales, entre el Norte y el Sur, entre países ricos y países pobres, nadie es responsable de las desigualdades y la miseria sino aquellos que las sufren. Si la historia no existe ya no es posible transformarla.

En realidad estamos siendo sometidos, sin instrumentos de legítima defensa, a una nueva estratificación social, cuyos extremos son los desafiliados (Robert Castel), aquellos que van quedándose al margen del progreso, y las élites que se rebelan (Christopher Lasch), abandonando al resto de las clases sociales a su suerte, al tiempo que traicionan la idea de una democracia concebida para todos los ciudadanos. A mediados del siglo XIX, Marx definió la categoría del lumpemproletariado, último peldaño social, culpabilizado de todas sus desgracias y de las ajenas, alienados y sin conciencia de clase que la irracionalidad del neoliberalismo quiere reactivar privatizando al individuo, el pensamiento y la vida.

La izquierda, por su parte, está bajando al peor de los infiernos que imaginó Dante, el preparado para los tibios, de quienes dice que la los cieca vita è tanto bassa/che’invidiosi son d’ogn’altra sorte. A los tibios nadie los quiere, son despreciados por el cielo y el infierno. Una izquierda que no encuentra comodidad como genus dicendi, como forma de expresión, en ninguno de los ámbitos del debate político. Sin modelo ideológico, no aspira sino a ser un matiz de una agenda que transita por territorios ajenos a su propia sociología. Carente de una Ítaca a donde dirigirse ningún viento le es favorable, mientras los ulises de una burocracia modelo están sólo pendientes de mantener el timón aunque sea para perpetuar un viaje a ninguna parte.

Plebeyismo y democracia débil