viernes. 19.04.2024

No es una crisis de partido, es una crisis de Estado

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La pura hipótesis de indagar siquiera un gobierno que no pasara por esa opción desencadenó los acontecimientos insólitos vividos por el PSOE alentados por los dirigentes socialistas con poder institucional y, por tanto, más compadecidos con el PSOE como partido de Estado

La crisis del PSOE trasciende a lo que pudiera considerarse una simple crisis de partido cuyo detonante se encontrara en contenciosos ideológicos o incluso de índole organizativa que causaran fragmentaciones en el conjunto de la organización. Pero este no es el caso, puesto que el partido en sí mismo no se encuentra dividido, ya que las bases no lo están y se limitan a contemplar incrédulas como se libran cruentas batallas en la cúpula del PSOE. Las crisis que ha sufrido el Partido Socialista en los años de la llamada Transición no han sido crisis ideológicas u organizativas, aunque pudieran parecerlo, sino de acomodo a la nueva función que desde Suresnes se le dio como partido de Estado, como elemento orgánico del régimen del 78. No otra cosa fue la crisis del marxismo o de la OTAN.

Por lo tanto, lo que estamos viviendo no es una crisis de partido, sino una crisis de Estado, de las que sufre el régimen de la Transición, como lo es también la  inquietud secesionista de otros órganos del Estado como son la Generalidad y el Parlamento catalán. El Partido Socialista como elemento orgánico nacido de posfranquismo ha tenido que bogar desnaturalizándose hasta diluirse en la quiebra identitaria que supone ser el valedor de un sistema que niega cualquiera de los principios ideológicos que deben constituirlo. Esto representa que el PSOE esté hoy más en cuestión que nunca, encarnando como ningún otro la crisis del régimen del 78. O partido de Estado o de los ciudadanos, es la encrucijada que padece en la actualidad el socialismo español impidiendo una coherente conjunción entre ambas opciones la extrema dualidad que genera el ecosistema fáctico del régimen. La capacidad de vertebrar un modelo de sociedad alternativa a la actual ya no tiene sustitutivos creíbles. Se han agotado los espacios placebos que transferían las políticas redistributivas de la riqueza, icónicas de la izquierda, hacia el concepto liberal de la igualdad de oportunidades, malquisto y epidérmico por la estructura clasista del sistema o suplir el conflicto social causante de la exclusión, la pobreza y la desigualdad por el progresismo identitario y de estilos de vida poco contencioso con las élites económicas y financieras.

Llegado a este extremo de profunda crisis de Estado, los poderes fácticos del régimen del 78 fueron estrechando el ámbito de lo posible apelando a la negación de cualquier posibilidad de políticas auténticamente alternativas a sus intereses, trazando líneas rojas sin reparar en los daños colaterales. En los medios de comunicación se generalizó la separación entre partidos constitucionalistas y no constitucionalistas, como si no hubieran llegado todos respetando las mismas reglas del juego. Y así el terreno se iba estrechando: sólo PP, Ciudadanos y PSOE eran habilitados para gobernar. Después del 26-J, la consigna se hizo más precisa: tiene que gobernar el PP y el PSOE hacerlo posible.

La pura hipótesis de indagar siquiera un gobierno que no pasara por esa opción desencadenó los acontecimientos insólitos vividos por el PSOE alentados por los dirigentes socialistas con poder institucional y, por tanto, más compadecidos con el PSOE como partido de Estado. Es la gran paradoja de tener que ser el pilar de un régimen político que niega los valores y la ideología que deben ser la esencia del Partido Socialista. 

No es una crisis de partido, es una crisis de Estado