jueves. 25.04.2024

La independencia de Cataluña

La izquierda está dejando pasar un momento histórico para edificar desde una ideología progresista un nuevo modelo de Estado y de sociedad.

El desencuentro de un amplio segmento de la ciudadanía catalana con el Estado español y la consecuente mayoría política en el Parlamento Catalán que ha puesto en marcha el llamado proceso de “desconexión”, es un sesgo nítido de que  tanto Cataluña como España viven la confusión de un final de ciclo bajo un régimen absolutamente estancado. Este proceso también supone un efecto desvertebrador de uno de los grandes mitos de la Transición como es el centro político, refugio necesario del atrezo que desnaturalizaba la vida pública por la demanda del sistema para su supervivencia  de que la izquierda no actuara como izquierda ni los nacionalismos periféricos con ambiciones nacionalistas.

La Transición, como su propia etimología expresa, no supuso sino un tránsito que no alteraba el régimen de poder y, por tanto, tampoco las viejas inercias, esguinces y falsificaciones de una historia siempre oscurecida por los egoísmos e intereses de unos pocos  y que condicionan la vida pública orientando el acto político hacia déficits democráticos y dualidades onerosas en una sociedad envuelta en el conflicto de su propia razón de ser.

El socialista Luis Jiménez de Asúa, uno de los padres de la constitución republicana de 1931, afirmaba que el orgullo del pasado, el esfuerzo del presente y la esperanza del porvenir era lo que constituía una nación. Pero cuando el pasado es tan desigual para unos y para otros, el esfuerzo del presente tan desproporcionado y para amplios sectores de la población se nubla la esperanza del futuro, no es de extrañar que el régimen nacido de la Transición carezca de un proyecto atractivo de país más allá del blindaje de los intereses de las élites económicas y sociales. La distinta trayectoria histórica y cultural de la burguesía catalana y la del resto de España y la falta de atractivo de un proyecto común de nación produce que los herederos ideológicos de aquella derecha oligárquica y caciquil reproduzcan las viejas tensiones territoriales como una batalla donde debe de haber necesariamente vencedores y vencidos.

Al igual que en la restauración canovista se está dando la paradoja de ignorar que los problemas generados por una actitud y un pensamiento no se pueden resolver con la misma actitud y el mismo pensamiento. La derecha pretende, como arma estratégica y propagandística, que las mayorías sociales empobrecidas reinterpreten las tradicionales querellas contra el nacionalismo catalán de los cerealistas castellanos y los latifundistas andaluces que eran debidas al control del Estado por intereses muy minoritarios. No hay que olvidar que el anticatalanismo nació antes que el catalanismo como tal.

Y ante eso, la solución al llamado problema catalán, que en realidad es el problema español, no se puede circunscribir a la irreversibilidad de los hechos, a la imposición de una realidad unívoca, que a los griegos les sirvió para basar sus tragedias, en las cuales lo que pasa es porque una fuerza titánica -el fátum-  obliga a sus personajes a encadenarse sin remisión, Se hace necesaria, por tanto, una auténtica regeneración política para crear espacios donde quepan territorios y ciudadanos, aunque para ello haya que eliminar privilegios y profundizar en una democracia que es deliberadamente tan débil.

La deriva ideológica de la izquierda mediatizada por la presión psicológica y fáctica de adaptación al régimen del 78, ha construido un contexto que le niega su capacidad para constituir una alternativa real y, por consiguiente, tener que representar el rol, en esta política de bloques tradicional de la derecha, de ser un matiz alineado irremisiblemente en el lado conservador. Sin embargo, las grietas del régimen de la Transición son tan profundas y los problemas que su arquitectura genera que ya no es posible sostenerlo a golpe de propaganda y constricción de los espacios de debate.

La izquierda está dejando pasar un momento histórico para edificar desde una ideología progresista un modelo de Estado y de sociedad ajeno a la rancia escolástica de un conservadurismo excluyente y autoritario que sólo concibe los problemas políticos en términos de orden público y que considera cualquier tipo de negociación o diálogo como debilidad, mientras patrimonializa el concepto de España. Como afirmó Manuel Azaña en el debate del Estatuto de Cataluña en las cortes republicanas: “Lo que no podemos admitir nosotros es que se identifique España con los harapos de la vida política española, caída ya en la miseria y en la hediondez, con los restos de regímenes abolidos, y que sin embargo, han pretendido y pretenden hacerse pasar por la más genuina representación del alma española.”

La independencia de Cataluña