miércoles. 24.04.2024

La dictadura del aburrimiento

Hace casi 50 años, Le Monde publicaba un artículo de opinión de Pierre Viensson-Ponté  titulado Cuando Francia se aburre, en el que describía la abulia de la sociedad francesa de la época, mecida en la autocomplacencia, plácida y ordenada bajo la mirada, entre paternal y severa, del general De Gaulle y ajena a las "grandes convulsiones que agitan el mundo.” El 22 de marzo, un grupo de intelectuales, artistas y algo más de 150 estudiantes ocuparon el edificio de la administración de la Universidad de Nanterre, a las afueras de París. El rector llamó a la policía y forzó la evacuación. Dos meses después estallaba el Mayo del 68.

Los regímenes políticos cerrados procuran como elemento sustantivo de su propia entidad constitutiva la abolición de lo trascendente, el aburrimiento convertido en razón de Estado. Para ello, se propicia la trivialización de la vida pública y de la misma sociedad donde el pensamiento crítico sufre una expectoración sumaria a favor de una banalidad donde la ciudadanía tiene que asumir como propios los problemas inducidos por el poder. Se pretende que la opinión pública tenga una consistencia líquida para que adquiera la forma del recipiente donde el sistema la obliga a verterse.

España vive hoy, sin duda, una de las horas más determinantes de su historia reciente, pues nunca las perspectivas se presentaron tan inciertas como las que se deparan a la ciudadanía. Y no se juzga fundamentar esta afirmación en análisis más detallados, pues en las crisis del pasado reciente, jamás la seguridad y el bienestar material y social, e incluso los propios derechos ciudadanos, estuvieron en tan grave riesgo como lo están en la actualidad. El país padece una quiebra sistémica que no sólo atañe a la relación del Estado con la sociedad sino con su propia identidad constitutiva cultural y territorial, con episodios secesionistas, mientras que la España institucional se aburre y se ensimisma creyendo ilusoriamente en una sociedad aburrida.

El sufrimiento infligido a las clases populares sumidas en el umbral de la pobreza y víctimas de una desigualdad ofensiva e inmoral y los consiguientes dramas humanos y sociales son parte de una fugacidad de la relevancia por esa simplificación conceptual que plantea los problemas del poder como los problemas de todos y los problemas de todos, sumidos en la intrascendencia que les priva de universalidad, como parte de ese discurso unilateral y totalizante que produce la suficiente rutina como para que una absoluta anormalidad en el poder público, como afirmó Ortega y Gasset de otro momento histórico pero de igual calado crítico, se responda como entonces: “volvamos tranquilamente a la normalidad por los medios más normales, hagamos “como si” aquí no hubiese pasado nada radicalmente nuevo, sustancialmente anormal”. Y remachaba así su idea Ortega: “La frase que en los edificios del Estado español se ha repetido más veces es esta: en España no pasa nada.” Puro aburrimiento.

El poder repite con eco de letanía: los ciudadanos están aburridos de que no haya gobierno –de derechas, naturalmente-, están aburridos de votar con la subliminal intención de someternos, despojarnos de nuestros instrumentos de autodefensa política y social haciéndonos creer que estamos aburridos de nosotros mismos.

La dictadura del aburrimiento