sábado. 20.04.2024

La decadencia de España

Si hay tres palabras que describan la situación actual de España, estas son: decadencia, desencanto y descontento...

La historia de España, la peor de todas las historias, según Gil de Biedma, porque termina mal, es la crónica de una permanente decadencia. Hasta en las épocas de supuesto esplendor, el germen del ocaso se intuía incrustado en los más sensibles intersticios de la nación. Aquella fantasmagoría de la que hablaba Ortega para designar a la España anterior a la segunda República, ya la había adelantado Quevedo cuando le confesaba a un amigo: “Esto no sé si se va acabando ni si se acabó, que hay muchas cosas que pareciendo que existen, ya no son nada". Es la pandemia de una frustración consuetudinaria para construir un auténtico Estado nacional, en lugar de un Estado inhábil, desde Felipe II, para constituirse sobre bases políticas y no ideológicas y, por tanto, al servicio estamental de las minorías dominantes. No existe, volviendo a Ortega, vicio político más contraproducente que hacer la historia sin razón histórica, lo que conduce a la arteriosclerosis de una sociedad constreñida en una fase destinada a pasar.

Los territorios que en un momento determinado divergieron cultural y económicamente de esa inercia política y social, como Cataluña o Euskadi, viven una fuerza centrífuga de inadaptación que patentiza la carencia de un proyecto de país que rompa con el Estado estamental y patrimonialista que asume como hostilidad la realidad diversa del país. Es un Estado beligerante que deja de representar a la sociedad para representar a las élites y, por tanto, sin función de garante de los derechos y libertades cívicas si éstas entran en conflicto con los intereses de las minorías organizadas. Esta parcialidad institucional supone que para las mayorías sociales esté destinado lo que anunciaba la canción de Bob Dylan: “Lo que te espera en el futuro es aquello de lo que huiste en el pasado.”

Los breves paréntesis históricos a esta concepción estatal, dual y ortopédica, fueron derogados dramáticamente por las minorías dominantes hasta el momento presente, producto del término biológico del franquismo y la necesidad de mantener el tradicional régimen de poder reconociendo como adaptación ciertas libertades individuales y blindando el poder arbitral del Estado. Porque la Transición no fue el acceso de la voluntad popular al Estado sino del Estado a la voluntad popular para corregirla y encauzarla. Como dijo Manuel Azaña de la “revolución desde arriba” de Costa, una revolución que se inaugura dejando intacto el Estado existente es un acto muy poco revolucionario. De igual manera, la Transición supuso la imposición resignada de que no había otra opción, en un contexto de orquestados ruidos de sables y maquinaciones financieras. La organización del pesimismo es verdaderamente una de las “consignas” más raras que puede obedecer un individuo consciente. Sólo han querido concedernos un derecho de descomposición bastante perfeccionado. Es decir, la vida como renuncia, convencimiento de que nada puede ser mejor.

Por todo ello, si hay tres palabras que describan la situación actual de España, esas palabras son: decadencia, desencanto y descontento. La rapiña de las élites económicas y financieras en el aprovechamiento de la crisis para maximizar sus beneficios a costa del empobrecimiento y la exclusión de amplios segmentos de la ciudadanía, la desigualdad como fundamento del sistema, la predisposición de los resortes del Estado para la parcialidad y la indefensión de las mayorías sociales, la impunidad concedida a las excrecencias inmorales que genera el mismo régimen -reprimiendo a los magistrados que intentaron juzgar a financieros y corruptos-, es el paisaje que con toda crudeza muestra los ijares de toda un país al servicio de unos pocos  a pesar de que sus intereses sean la causa de la propia decadencia y descomposición de la nación.

Canovas en la génesis de la Restauración de la que fue artífice, afirmó que habían venido a continuar la historia, pero para las fuerzas conservadoras continuar la historia es siempre detenerla. La izquierda española también detuvo su historia para adherirse al régimen de la Transición. El proceso adaptativo al sistema representó orillar todo lo que supusiera modelos ideológicos de transformación y cambio para suplirlos por cierto progresismo aparente de carácter identitario y de modos de vida que no entrañaban ningún pensamiento crítico que cuestionara los intereses y la influencia de las minorías dominantes, iniciando un camino irreversible hacia posiciones conservadoras en busca de una inexistente sociología de centro. Con ello, la izquierda se ha sumido en la espiral decadente del régimen sin reparar que transita una historia que no le pertenece.

La decadencia de España