viernes. 26.04.2024

Las clases sociales derrotadas

El economista Joseph Stiglitz nos habla de un pacto entre las élites económicas y el resto, en el que las primeras se comprometían a proporcionar empleo y prosperidad...

El economista Joseph Stiglitz nos habla de un pacto entre las élites económicas y el resto, en el que las primeras se comprometían a proporcionar empleo y prosperidad y los demás permitían a aquella que se llevase sus beneficios. “Todos vosotros os lleváis una tajada, aunque nosotros nos llevaremos la más grande”, decían. Ese acuerdo tácito se ha desmontado ruidosamente: los ricos se siguen llevando la riqueza, pero no proporcionan a los demás más que angustia e incertidumbre. Las clases populares y medias están siempre exprimidas y el sufrimiento de los de abajo se vuelve dramático mediante el paro y la demolición de los derechos laborales y sociales. En realidad es una rebelión de las élites, concepto acuñado por el historiador y sociólogo Christopher Lasch, que define el momento en el que grupos privilegiados de actores económicos y políticos, representantes de los sectores más aventajados de las sociedades, se liberan de la suerte de la mayoría y dan por concluido de modo unilateral el contrato social que los une como ciudadanos. Las élites arrojan al resto de las clases sociales al pozo de la más grosera desigualdad, fragmentan los Estados y traicionan la idea de una democracia concebida por todos los ciudadanos.

Hoy es imposible la libertad de los ciudadanos mientras las élites financieras y económicas, gocen de una libertad absoluta. Como advertía Fernando de los Ríos, el capitalismo es la libertad de las cosas (mercado) y la esclavitud de los hombres. Las libertades civiles fundamentales, el derecho a la vida y a la propiedad, no pudieron ser conquistadas sino mermando la libertad omnímoda que sobre la vida y la hacienda poseían los poderes feudales o las monarquías absolutas. En la conquista de la libertad religiosa, para que tal libertad pudiera ser disfrutada por los individuos, hubo que diluir la libertad de acción sin trabas que antes tenía la Iglesia. Cuando la necesidad de consolidar las libertades religiosas y civiles lleva a las masas a la conquista de las libertades públicas, esta conquista no se logra sino a costa de los poderes fácticos y absolutos, sean estamentales o económicos.

Ha sido el drama de esa burguesía en España, hija de los volterianos y alumna de los jesuitas, como la definía Azaña, nacida de la revolución liberal del siglo XIX, que no llegó a formar un tronco social, ni a poseer a fondo el gobierno, ni a gobernar con doctrina y miras propias, ni a sobreponerse a los poderes contra los que originariamente se rebeló y cuyo quebranto y sumisión eran el primer artículo de su dominio: la corona, el ejército y la tutela política de Roma. La alianza histórica de grupos y opciones políticas con los agentes de su propia destrucción tiene obligado corolario en la condena a no ser o a ser otra cosa, que es lo mismo. El poder dominante se perpetúa desviando el conflicto de aquellos espacios que ponen en peligro su hegemonía porque muestran las contradicciones sistémicas de forma más enjundiosa.

Es por ello que hemos asistido a la impuesta abolición del choque social, del blindaje de los poderes económicos y estamentales mediante la extinción ideológica del conflicto entre pobres y ricos, entre plutócratas y trabajadores, reproduciendo a todos los niveles el drama tradicional de las clases medias y populares de ser despojadas de su propia conciencia como tales y, consecuentemente, empujadas a la invisibilidad social. De hecho, la categoría “clase social” ha desparecido del léxico sociológico y político y, por tanto, de la distribución de poder en la sociedad. Los análisis y el debate se han centrado  en categorías de poder, como género, raza y nación, entre otros, basándose las reflexiones y los instrumentos de la acción política en las causas y las consecuencias de que los hombres tengan más poder que las mujeres; que una raza tengan más poder que otra; o que ciertas naciones tengan más poder que las restantes.

Puesta la centralidad del formato polémico de la vida pública en la desnaturalización de las clases sociales, de la distribución del poder y, como efecto natural, de los instrumentos políticos de representación ciudadana, la crisis económica, devenida en crisis política, institucional y social, ha supuesto un acrecentamiento tan desequilibrado del poder de las élites dominantes, una eclosión tan desproporcionada de las excrecencias mórbidas del sistema como la extensión de la pobreza, la desigualdad y la constricción de los derechos cívicos, que la ciudadanía ha desarrollado un absoluto desafecto hacia un régimen político que percibe como promotor de todos sus males.

Las clases sociales derrotadas