jueves. 18.04.2024

¿Adiós, democracia, adiós?

catalalal
El ministro de Justicia, Rafael Catalá.

Para el poder democrático, la historia es una transacción y cada una de sus secuencias constituye una crisis, como proceso

El ministro Rafael Catalá ha dado por hecho que los líderes soberanistas que están siendo investigados por el Tribunal Supremo por el referéndum del 1-O serán inhabilitados antes de la condena firme en aplicación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que estipula que cuando se dicta acto de procesamiento por delitos graves los procesados dejan de tener la capacidad de ejercer cargo público. De esta forma, la mayoría parlamentaria en la Cámara catalana, el nacionalismo del otro lado del Ebro y el voto de la ciudadanía quedan impugnados, desacreditados y perseguidos por la Corona, el Gobierno, el Tribunal Supremo y el Tribunal constitucional en un extraño, atrevido y posdemocrático maridaje. En el órdago catalán el régimen de la Transición está arriesgando, quizá inconscientemente, sobremanera por la exposición de un poder no ya de poca pulcritud democrática en su esencia constitutiva sino poco adicto a la centralidad política de la soberanía popular. El régimen político está constituido por los que poseen el dominium rerum, el dominio de las cosas, el poder, que en el caso del régimen de la Transición siempre es el mismo y tiende insensiblemente a concentrarse, no a difundirse y a lo incondicionado en este Estado “reprivatizado” por los intereses de las minorías influyentes...

¿Y si fueran declarados inocentes? O esa posibilidad no se contempla a pesar de algunos sesgos de inconsistencia en las acusaciones. La ofensiva de los poderes del Estado, poco adictos a Montesquieu (“No hay peor tiranía que la que se ejerce a la sombra de las leyes y bajo el calor de la justicia.” El señor de la Brède dixit), luego de abolido el debate político y el formato polémico de la vida pública, se sustancia en la lucha por la hegemonía y el poder dentro de los límites estrechos que marcan la desnaturalización de la política para resituar los conflictos en los ámbitos policiales y punitivos, donde se crean unas sentencias délficas que superponen interpretaciones para servirlas después según pedido y arropadas `por una propaganda llena de fetiches (prejuicios ideológicos) para limitar el campo de lo opinable.

Todo ello, en términos democráticos, es de una gravedad notoria, singularmente porque hay una voluntad manifiesta y previa a los comicios del 21D de desacato al voto popular por el poder que ha disuelto las instituciones catalanas y destituido su gobierno democrático (“Las elecciones se han convocado para que las ganen los partidos constitucionalistas”, Soraya Sáenz de Santamaría dixit), y por la severa injerencia del Poder Judicial al objeto de impedir la formación de un gobierno de acuerdo con la mayoría parlamentaria configurada por el voto de la ciudadanía, encarcelando a las candidatos de esa mayoría, sin atender la obligada coda de que los diputados electos están en el ejercicio de todos sus derechos político y cívicos.

Empero, lo que encarna una vertebración absolutamente grave es la psicología de poder que se manifiesta en la crisis catalana, que una vez desatada se puede constituir, ya de forma manifiestamente abierta, en una incomprensión en todos los intersticios del Estado de los procesos democráticos, ya que el poder democrático sabe (o debe saber) que al ejercer el poder lo está negociando, mientras para una mente autoritaria el que ostenta el poder es un paradigma y la historia una sucesión de hechos incontrovertibles porque no se permite una argumentación alternativa. Para el poder democrático, la historia es una transacción y cada una de sus secuencias constituye una crisis, como proceso. Por su parte, el poder autoritario ve la crisis como debilidad y no como un factor determinante de la dialéctica y el pensamiento como elementos sustantivos de la libertad política y, por tanto, de la calidad democrática.

En estos términos de mediocridad metafísica, toda la sustancia autoritaria del posfranquismo, acumulada en un régimen de poder no corregido y, por tanto, con un Estado sin reformar que se compadece con unos intereses universales minoritarios y ajenos, cuando no contrarios, a los de las mayorías sociales, afecta a la cualidad democrática del sistema que decae hasta convertirse en una fantasmagoría, que diría Ortega. Pero quizá lo más grave de todo es la falta de alternativas y pensamiento crítico en la izquierda, lo que hace que los graves problemas del déficit democrático sean irresolubles.

¿Adiós, democracia, adiós?