jueves. 28.03.2024

Los malsanos negocios de la farmacocracia

En estos días, los medios de comunicación nos han acercado a la angustiosa situación de los enfermos afectados por la hepatitis C (VHC) y, a la vez, ha quedado patente la  insensibilidad marmórea de nuestro Gobierno ante este drama, ante su falta de una rápida y adecuada respuesta en defensa de la salud, y con ello, de la vida, de este colectivo de ciudadanos.

Este Gobierno, que no dudó en aportar cantidades ingentes de dinero público para salvar los fiascos de la banca privada, de las autopistas privadas deficitarias, de insuflar fondos a las compañías eléctricas,  resulta que ahora es incapaz de movilizar los recursos presupuestarios necesarios para paliar este drama. Y es que entre todos los recortes que nos ha impuesto la derecha gobernante del PP, el recorte sanitario resulta especialmente inaceptable, porque tiene consecuencias dramáticas cual es la muerte de las personas afectadas por esta enfermedad.

Tras la nefasta gestión de Ana Mato al frente del Ministerio de Sanidad (¡vaya apellido para la responsable de la salud pública!), su sucesor, Alfonso Alonso, pese a sus declaraciones contemporizadoras, sigue manteniendo restricciones para la universalización del tratamiento del VHC debido a motivos económicos sin considerar los preceptivos criterios médicos. Para ello se alega el elevado coste del tratamiento del fármaco Sovaldi, no inferior a los 25.000 €, precio sin duda abusivo y desproporcionado. De hecho, a fecha de hoy, el techo de gasto sanitario para el año 2015 para hacer frente a esta enfermedad es de 125 millones de euros, lo cual supone la posibilidad de tratar a un máximo de 5.000 pacientes, mientras que, según la Asociación Española de Estudios del Hígado (AEEH), se necesitarían entre 750 y 800 millones para en torno a los 30.000 enfermos que precisan tratamiento inmediato.

A la reprochable actitud del Gobierno, se une, para desgracia de los enfermos, la codicia desmedida de la multinacional farmacéutica Gilead, propietaria de la patente del medicamento Sovaldi, de probada eficacia para combatir al VHC. En el documentado estudio de Pablo Martínez Moreno titulado Gilead, Sovaldi y Hepatitis C: la bolsa o la vida, pone de manifiesto no sólo el poder de Gilead, sino sus conexiones con los principales fondos de inversión globales, con la banca y con importantes empresas internacionales. Los enormes beneficios que reporta la comercialización de Sovaldi, han hecho que las acciones de la multinacional Gilead se hayan revalorizado en la bolsa un 185% desde el año 2013. De este modo, dicha empresa está ganando miles de millones de euros a costa de la enfermedad, el sufrimiento y la muerte de los enfermos de VHC. Por ello se ha acuñado el término de “farmacocracia”, el inmenso poder no sólo económico, sino también de influencia política, de las multinacionales farmacéuticas, cuyas decisiones e intereses se imponen, en beneficio propio, como ya ocurrió con el excesivo alarmismo (interesado) que desató la gripe aviar de 2009 y que disparó las ventas masivas de Tamiflú, fármaco desarrollado por Gilead, vendido a Roche posteriormente y que  tras un acuerdo mutuo, la primera recibió también un porcentaje de las ventas una vez desatada la pandemia.

La batalla por controlar el astronómico precio del tratamiento que supone Sovaldi, ha resultado hasta ahora, infructuosa puesto que en julio de 2014 se rechazó una propuesta del Gobierno francés para que la Unión Europea  creara una plataforma específica para combatir el elevado precio de este tipo de medicamentos y, por cierto, entonces, el Gobierno español  se opuso a esta plataforma conjunta por entender que no era necesario un instrumento específico para abaratarlos: otra “clarividente” visión de la entonces ministra Mato.

A la abusiva política de precios de Gilead, se une, también el problema que supone el actual sistema internacional de patentes. Pese a que Médicos Sin Fronteras (MSF) lanzó hace años una campaña internacional para el acceso a las medicinas esenciales a precios asequibles mediante la cual se permitía a determinados países como India, Brasil o Sudáfrica producir genéricos a precios muy bajos para combatir enfermedades como el SIDA en los países del Tercer Mundo, las presiones de la industria farmacéutica, que no estaba dispuesta a renunciar a los inmensos beneficios de sus patentes, truncaron el proceso. De hecho, en los últimos años se ha aumentado la protección sobre las patentes farmacéuticas mediante el Acuerdo sobre Derechos de Propiedad Intelectual vinculados al Comercio (ADPIC) (1995), lo cual ha producido un brutal impacto en la comercialización de los antirretrovirales. En consecuencia, y por imperativo de los acuerdos de la OMC, se obliga a que, desde 2005,  la comercialización de todos los medicamentos esté sometida al sistema de patentes (aunque sus precios sean abusivos), impidiendo de éste modo la producción legal de genéricos mucho más baratos. En este sentido, la doctora Teresa Forcades, monja benedictina, teóloga progresista  y promotora  en la actualidad de Procés Constituent a Catalunya, advertía sobre los oscuros intereses que mueven a las grandes corporaciones farmacéuticas mundiales y los inmensos beneficios obtenidos por éstas. Así, en su documentada obra Los crímenes de las grandes compañías farmacéuticas (2006), nos ofrece una imagen demoledora de las presiones y negocios de la industria farmacéutica a nivel mundial, hasta el punto de que esta “farmacocracia” ha sido capaz de imponerse a las decisiones de política sanitaria de determinados gobiernos, y España no es una excepción.

El extraordinario poder político y económico de las grandes compañías farmacéuticas se incrementó tras la aprobación por el Gobierno Reagan de la Ley de Extensión de Patentes (1984), también conocida como Ley Hatch-Waxman, y la posterior creación de la Organización Mundial del Comercio (OMC) (1994) que, como señala la Hna. Teresa, tenía por objetivo “asegurar que la globalización no atentara contra los intereses del gran capital” y, por ello actual sistema de patentes farmacéuticas favorece los abusivos intereses de la industria a expensas del bien común, siendo especialmente injusto con los países subdesarrollados, los cuales deberían de estar exentos de las obligaciones ligadas a la propiedad intelectual, especialmente en el caso de los medicamentos esenciales, por todo lo cual  resulta cada día más urgente avanzar hacia un nuevo y más justo sistema mundial de patentes.

En este sentido el lobby farmacéutico americano, agrupado en PhRMA, que controla el 60 % de las patentes de medicinas mundiales y los 50 medicamentos más vendidos, tiene un papel determinante y se convierte así en una auténtica “farmacocracia”, un poder fáctico, un negocio muy rentable pero malsano, en su acepción de “moralmente dañino”.

Ante este panorama, la conclusión de Teresa Forcades supone todo un reto para la política y la defensa de una sanidad pública mundial. Por ello, la industria farmacéutica y sus intereses económicos requieren de una urgente y más justa regulación política que priorice el bien común, esto es, el derecho universal a la salud y no sólo la búsqueda de una rentabilidad económica de unas compañías pues resulta un deber moral y político el exigir un mayor control democrático y legislativo internacional  que ponga fin a los abusos de la industria farmacéutica. Esta misma idea es compartida por Martínez Romero pues, además de quebrar la política de patentes, y acabar con un modelo de investigación y comercialización farmacéutico con el único afán del lucro desmedido, defiende un modelo de investigación que, fomentado desde la sanidad pública, que priorice “la salud y la vida de las personas por encima de cualquier otra consideración”, algo de lo que deberían tomar buena nota las autoridades sanitarias españolas pues hay demasiadas vidas en juego.

Los malsanos negocios de la farmacocracia