martes. 30.04.2024

Una clase política desprestigiada

Uno de los actos más significativos de las movilizaciones populares contra la crisis ha sido la concentración del 25 de septiembre ante Congreso, un acto de protesta claramente político contra la actitud de la clase gobernante.

Uno de los actos más significativos de las movilizaciones populares contra la crisis ha sido la concentración del 25 de septiembre ante Congreso, un acto de protesta claramente político contra la actitud de la clase gobernante.

Cuando, tratando de delimitar responsabilidades en la gestión de la crisis, se alude grosso modo a la “clase política”, no hay que incluir en ella a todos los representantes surgidos de procesos electorales, sino a los cargos electos y a los designados (asesores y altos cargos), que desde la administración central, autonómica, provincial y local (grandes y medianos municipios) han participado de modo decisivo en marcar el rumbo económico desde la transición hasta hoy.

La clase política es un colectivo, en el que, por el nivel y la función, la escala territorial, la situación (en el gobierno o en la oposición), las potestades y las actitudes de quienes han ocupado los cargos, las responsabilidades contraídas no son las mismas; existen grados y existen individuos, hay posiciones individuales y posturas de partido, de modo que no todos los cargos públicos han actuado del mismo modo, ni todos los políticos son iguales, pero, en conjunto, la clase política está estructuralmente alejada de la ciudadanía y fuera de su deseable control. Se ha autonomizado de sus representados y ha invertido sus funciones, pasando de estar al servicio de los ciudadanos y administrar los bienes públicos mediante un condicionado mandato temporal, a adoptar la postura del amo del cortijo, a perpetuarse en el poder y disponer de los bienes y servicios comunes como si fueran propios. La clase política se ha ido configurando con los años como una reducida y privilegiada colectividad autocooptada y endogámica, refugiada en la opaca y burocrática burbuja de la España oficial, que la mantiene aislada de las aspiraciones y necesidades populares y protegida de sus exigencias.

Ante los ojos de los ciudadanos, el selectivo reclutamiento y la protección partidista, la liberalidad en la designación de cargos, el espíritu de cuerpo (e incluso de familia), las luchas libradas dentro de las instituciones, la ausencia de mecanismos eficaces de control, la facilidad para eludir responsabilidades y la persistencia de vicios de la dictadura han generado un ambiente propicio para quienes se acercan a la actividad política con intención de ganar dinero de manera rápida, cómoda y segura -para forrarse- al amparo de la gestión -o del expolio- del erario público, y para que florezcan el nepotismo, la incompetencia, la irresponsabilidad, las conductas poco éticas y con harta frecuencia delictivas, que han vinculado a cargos públicos de casi todos los partidos, aunque en distinto grado, y de todas las administraciones con los peores exponentes de actividades empresariales privadas poco edificantes.

La inmunidad que ampara ciertas funciones públicas se ha tomado a menudo como impunidad de los altos cargos para responder ante la ley o comparecer ante comisiones parlamentarias de investigación, que, por lo general, han sido escasas, formadas al gusto del partido gobernante y cerradas de forma rápida y poco concluyente. Los partidos políticos, pero en particular los dos mayores, se han mostrado reacios a gobernar de forma transparente y a facilitar la investigación de los casos de corrupción en los que se han visto envueltos, que no son pocos.

La reacción más usual e inmediata ante la imputación de un caso de corrupción ha sido negar la acusación, atribuir la denuncia a una insidia política, obstruir la investigación y señalar la existencia de un juicio paralelo en la opinión pública, tratando, con el victimismo, de obtener provecho de un hecho por lo menos sospechoso. La dimisión del cargo como salida excepcional (opcional) y la existencia de listas electorales de candidatos incluyendo personas imputadas en casos de corrupción son alarmantes signos de un sistema electoral anómalo y de un régimen político que necesita un saneamiento urgente.

En este aspecto, la clase política, en particular los estratos más altos, ha sido corresponsable de la crisis económica por impulsar sin ningún tipo de aviso o restricción un modelo de crecimiento que acentúa desequilibrios estructurales de nuestro sistema económico, y por no haber sido, luego, capaz de corregirlos ni de admitir sus excesos cuando ya eran evidentes. También lo ha sido como agente directo al contribuir a gastar con poco tino y sin control en las diversas escalas de la administración (central, autonómica, provincial y local) en las que ha actuado como gestora.

En una situación de emergencia, la ciudadanía percibe que la clase política no está a la altura de lo que se espera de ella. Cuando el barco hace agua, se constata la impericia de la tripulación para tranquilizar a los pasajeros, pero sobre todo la ausencia del capitán. Zapatero cambiaba mucho de rumbo, pero, al menos, intentaba gobernar la nave; Rajoy no la dirige; la deja a la deriva mientras arrecia la tormenta.

Existe una crisis en la gestión de los asuntos públicos expresada en falta de orientación, de visión a largo plazo y capacidad para delimitar los problemas y decidir con sensatez sobre los intereses y las necesidades del país. Lo cual revela la impotencia de la clase política para articular un discurso verosímil sobre la situación de España y sobre su posición en la Unión Europea y en el mundo, pues en poco tiempo ha pasado de difundir un discurso triunfalista, en versión socialdemócrata o conservadora, a carecer de discurso. Salvo lugares comunes y exigencias de austeridad adobadas con mentiras, el Gobierno tiene poco que decir a los ciudadanos. Por el contrario, se percibe una preocupante afición por el disimulo, la opacidad y la propaganda. Y en el PSOE no son más explícitos. Ambos partidos parecen rendidos ante el desastre, incapaces de explicar lo que ocurre -si es que lo entienden- y menos aún de dirigir el país hacia una salida menos onerosa para la mayoría. Están faltos de un proyecto político nacional y, sobre todo, popular, y de un relato coherente que explique dónde estamos y hacia dónde vamos. Han asumido el fatal veredicto del neoliberalismo conservador -que no hay alternativa- y devenido en resignados rehenes de las decisiones que les llegan de fuera.

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