jueves. 28.03.2024

Herencias de Zapatero

Con la llegada del PSOE al Gobierno -ZP. Zapatero, presidente-, en abril de 2004 y el desplazamiento del Partido Popular a la oposición aparecen los factores coyunturales, que, unidos a los factores estructurales que emergen en el período, como el estallido de la burbuja inmobiliaria y financiera (la propia y la ajena), la crisis de las instituciones y el desvelamiento de numerosos casos de corrupción, sobre todo en el Partido Popular, ponen fin al relato triunfal sobre España y aparecen en la ciudadanía el desconcierto, la desafección y un hondo pesimismo.

En la primera legislatura, el moderado triunfalismo de Zapatero, que asumió sin reservas el modelo de crecimiento económico legado por Aznar y no combatió el discurso neoliberal imperante, estuvo en gran parte neutralizado por el ruidoso y negativo discurso del Partido Popular, que pasó de predicar el milagro aznariano a anunciar el apocalipsis provocado por su sucesor en la Moncloa; discurso que, ante el errático rumbo del Ejecutivo socialista, se hizo dominante en la segunda legislatura.

Cuando llegó a la Moncloa, Zapatero no recibió la España maravillosa de la que alardeaba el Partido Popular, sino un legado muy complejo. Y cuatro años antes, cuando fue elegido Secretario General en el XXXVº Congreso del PSOE, se había hecho cargo del partido en una situación difícil. 

Zapatero heredó, en la etapa de bonanza económica, un modelo productivo boyante pero asentado sobre la inestable base del gigantismo del sector de la construcción pública y privada, alentado por la entrada masiva de capital extranjero, principalmente francés y alemán, nutrido por el crédito barato, los incentivos fiscales y la abundancia de mano de obra poco cualificada procedente en gran parte de la inmigración. El resultado fue la burbuja inmobiliaria y financiera que reventó en 2008, cuando cambió la tendencia de la economía mundial.

Tampoco fue envidiable la relación heredada del gobierno central con la periferia, que intentó paliar con la conferencia de presidentes autonómicos, en particular con Cataluña y el País Vasco, donde la llegada de Zapatero a la Moncloa se recibió con grandes reservas (el PNV no votó la investidura de Zapatero pero facilitó la de Aznar). No es ocioso recordar los antecedentes: el Pacto de Estella, el fracaso de la negociación del Gobierno de Aznar con ETA, el Plan Ibarretxe y el nuevo estatuto de autonomía promovido por el gobierno tripartito catalán. Todo ello, junto con el empeño de Zapatero de discutir el Plan Ibarretxe en el Congreso y reanudar el diálogo con ETA, facilitó la campaña del Partido Popular contra el Estatut y el demagógico mensaje sobre la balcanización de España.  

En el campo de las relaciones exteriores, el orgulloso servilismo ante Washington y la actitud prepotente de Aznar dieron paso a un titubeante estilo de Zapatero, sin programa pero con talante, deseoso de contentar a todos.

A causa de la incondicional adhesión de Aznar a la estrategia del Ejecutivo norteamericano secundado por el británico, Zapatero heredó una relación difícil con el gobierno de Estados Unidos, con la Unión Europea, en particular con Alemania, muy tensa con el reino de Marruecos por motivos económicos, pero agravada por el incidente militar del islote Perejil, y por la adhesión española a la belicosa estrategia antiterrorista de George W. Bush, concretada en el envío de tropas españolas a Iraq y a Afganistán.

El optimista Zapatero, partidario de un cambio tranquilo, se topó con un Partido Popular enfurecido y desleal, que hizo de la oposición a las reformas civiles y de una delirante teoría sobre una conjura socialista-vasco-islamista para desalojarle del Gobierno mediante los atentados del 11 de marzo, los ejes de su labor de oposición en la primera legislatura socialista, y de la crítica a las medidas del Gobierno ante la crisis económica, sin aporte positivo alguno, el eje de la segunda. No había que ayudar al Ejecutivo, ni aun para evitar que España se hundiera; si España se hunde, nosotros la levantaremos, decía Montoro, pues todo valía con tal de desgastar a Zapatero y obligarle a convocar elecciones anticipadas, con las que el Partido Popular esperaba volver al gobierno del que creía haber sido arteramente desalojado por una conjura vasco-islamista urdida por el PSOE.

Frente a una derecha crecida y rencorosa, instigada por una Iglesia igual de vengativa, Zapatero contaba con el parco auxilio de un partido dócil, pero “muy verde” en varios sentidos. En primer lugar, por la bisoñez política de la mayoría de los miembros del gabinete tras el relevo producido en el XXXV Congreso. En segundo lugar, por la debilidad ideológica contenida en el programa de la Nueva Vía, improvisado por el grupo de jóvenes (Zapatero, Trinidad Jiménez, José Blanco, Jesús Caldera, Jordi Sevilla, Miguel Sebastián) que logró tomar el control del partido en el 35º Congreso (21-23 junio de 2000). La Nueva Vía era una versión española de la descafeinada Tercera Vía promovida por Giddens, Blair, Schroeder y Jospin, que, tras la desintegración de la URSS y el ocaso del comunismo, mostraba la rendición de la socialdemocracia europea ante el neoliberalismo victorioso.

Y en tercer lugar, por los efectos de una crisis del Partido, mal resuelta con repetidos relevos en la secretaría general en poco tiempo (González, Almunia, Chaves, Zapatero). Si a eso se une el oscilante estilo de gobernar del último, tendremos un cuadro aproximado de la situación, pues a la dureza de Aznar, que reforzó el neoliberalismo económico con el tono duro y autoritario del franquismo, le sucedió el “buenismo” espasmódico de Zapatero, que se apuntó sin cautelas al discurso económico triunfalista y alardeó de gobernar un país poco menos que inmune al vendaval financiero que sacudía Europa y el resto del mundo. Fue su ruina.

Pero, en vez de analizar críticamente lo ocurrido en esos años y obrar en consecuencia, los socialistas creyeron salir del brete del mismo modo con que habían zanjado la etapa de Felipe González, que fue cambiando al secretario general. Así, parche tras parche, y refugiado en las instituciones, el PSOE ha ido sobreviviendo ensimismado mientras la sociedad cambiaba profundamente.

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