viernes. 19.04.2024

Qué es democracia y qué no es democracia

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¿Cuál es el horizonte fatal al que podría verse abocada la población de Cataluña –sin su consenso− si se consolidara un proceso de independencia como el que ahora se está intentando poner en marcha por la puerta de atrás?

La pregunta ¿Qué es democracia? no tiene una respuesta sencilla, ni unánime, a pesar de que casi todos tenemos una comprensión básica sobre las líneas que separan un régimen o un comportamiento democrático de aquel que no lo es.

De hecho, la democracia es un ideal que se ha ido construyendo y perfeccionando a lo largo del tiempo, incorporando nuevos elementos y dimensiones que permiten aproximarnos cada vez más al principio de “el poder del pueblo”.

Desde luego, un requisito imprescindible de la democracia es el voto ciudadano. Pero hay más requisitos imprescindibles para poder calificar un régimen político como verdaderamente democrático: el primero e imprescindible es el respeto escrupuloso a la ley, a los procedimientos políticos formales, a la división de poderes, y la existencia de elementos de equilibrio político (pesos y contrapesos), el respeto a todas las personas y a sus derechos inalienables, la tolerancia, la capacidad para escuchar y ser escuchados, el rechazo a cualquier forma de intimidación política, etc. Es decir, las señas inequívocas de lo que es un verdadero Estado de Derecho. Un modelo de Estado fundamentado en el principio de la legalidad, es decir, en la primacía de la ley sobre la voluntad de cualquier poder o voluntad política. Dicho principio de legalidad fue una de las grandes conquistas en la historia de la humanidad, que permitió poner coto a la capacidad de decisión unilateral de los poderes propios de las sociedades tradicionales, en las que no se había asumido todavía que el único poder legítimo descansa en el pueblo, en todo el pueblo, no en un grupo, o en un soberano individual. Algo que en nuestro tiempo solo han cuestionado los teóricos del pensamiento autoritario, y los supremacistas y racistas más extremistas.

La Historia ofrece muchos ejemplos de regímenes políticos en los que se votaba en determinadas circunstancias y modos, sin que pudieran ser considerados –ni de lejos− como regímenes democráticos. De hecho, las dictaduras y los caudillismos hacen un uso muy profuso del recurso al plebiscito, con resultados aplastantes e incuestionables, con los que se intentan legitimar decisiones tomadas de antemano. Durante la dictadura franquista, por ejemplo, se realizaron varios referéndums, e incluso se efectuaban elecciones a procuradores de Cortes, de lo que se llamaba entonces el “tercio familiar”.

Los regímenes fascistas fueron profusos en la práctica de los referéndums (plebiscitos), con los que se pretendía avalar situaciones de facto y ocupaciones militares que ya se habían producido por la fuerza. El nacionalsocialismo se caracterizó también por combinar una exaltación nacionalista de las masas con la práctica de señalar, intimidar y acosar a las minorías internas, a las que no consideraban como parte genuina del pueblo alemán. Y por esta vía, a partir de la tristemente noche de los cristales rotos, acabaron llevando a tales minorías (no solo a los judíos) a los campos de concentración, en donde las mantuvieron, primero, a buen recaudo, y luego acabaron sometiendo a dichas “minorías” a crueles e inhumanos procesos de exterminio.

Por eso, es necesario entender que la democracia no consiste solo en votar sino, sobre todo, en respetar una serie de derechos y libertades y establecer mecanismos y garantías que impidan, no solo que unos ciudadanos abusen de otros, sino también que les puedan imponer, sin contar con ellos, medidas y/o decisiones que van a afectar gravemente a su vida y a su futuro, y al de sus hijos.

La ausencia de criterios claros sobre estos asuntos en el debate político que está teniendo lugar en Cataluña es un exponente más de los fallos y carencias de nuestro sistema educativo y de la urgencia de restablecer una asignatura tan elemental y básica para todo joven y aprendiz de ciudadano como la preterida “Educación para la ciudadanía”.

En el caso actual de Cataluña, es evidente que un sector de la población catalana, que en sus últimas elecciones al Parlament no superó el 50%, está imponiendo su pensamiento y su estrategia política secesionista al resto de los ciudadanos catalanes. Tanto a los que tienen representación en el Parlament, como a esa mayoría silenciosa que generalmente no suele pronunciarse expresamente en política. A todos esos ciudadanos se les quiere llevar a un destino político, que, en caso de triunfar, afectará de manera muy notable a su vida y a su porvenir. Y que les puede perjudicar no solamente en lo que concierne a la protección de sus derechos y de sus identidades, como es lógico y necesario en cualquier sociedad civilizada, plural y compleja, sino también en lo que se refiere a sus futuras condiciones económicas y sociales.

Es decir, por la vía de la exaltación nacionalista, con toda su enorme capacidad de contagio emocional, millones de personas podrían verse abocadas a un horizonte político que condenaría irreversiblemente a Cataluña, y les condenara a ellos, a la pérdida del nivel de vida y de bienestar que ahora tienen, y que llevaría a Cataluña, como tal, a una decadencia, y muy plausiblemente a una crisis económica sistémica. Crisis de la que sería muy difícil salir en un período de tiempo razonable.

Y por mucho que este destino fatal quiera envolverse en la estelada y en un conjunto de identidades emocionales autogratificantes, lo cierto es que de emociones no se vive ni se prospera. Ni se sale de las crisis y de los fallos de encaje político por la vía de la exaltación nacionalista. Exaltación que, por cierto, siempre surge en las sociedades que están atravesando crisis económicas y sociales, y en las que determinados sectores de las clases dominantes suelen utilizar la muleta de los nacionalismos exaltados para intentar apartar a la población de las cuestiones económicas, laborales y sociales verdaderamente importantes y acuciantes. Algo que ya se vivió, con resultados nefastos, durante los años veinte y treinta en el período de la Gran Depresión. Retorno de los hipernacionalismos identitarios que ahora se está repitiendo en bastantes países europeos. Y no, precisamente, por casualidad.

¿Cuál es el horizonte fatal al que podría verse abocada la población de Cataluña –sin su consenso− si se consolidara un proceso de independencia como el que ahora se está intentando poner en marcha por la puerta de atrás? Una hipotética Cataluña independiente quedaría automáticamente fuera de la Unión Europea y, por lo tanto, de la zona euro, viéndose forzada a iniciar un proceso de petición de incorporación a dicha Unión.

Y en un contexto como el actual es evidente que si la ruptura con España se produce de manera abrupta, no consensuada, y seriamente cuestionada por una parte muy importante de la sociedad española, en ese hipotético escenario el Estado español pondría un veto permanente a dicha incorporación de Cataluña a la Unión Europea. Máxime si no es compensada por la eventual confiscación que se perpetraría de los bienes del Estado español en Cataluña. Y, sobre todo, si ese hipotético nuevo Gobierno independiente de Cataluña no asume la parte alícuota correspondiente de la deuda del Reino de España, que actualmente tiene un monto notable. Y que, unida a la actual deuda específica del Gobierno de Cataluña, supondría una cantidad prácticamente impagable.

Y lo que es peor, en esas circunstancias ¿de dónde sacaría dinero ese hipotético Gobierno independiente de Cataluña para pagar las nominas de sus funcionarios y pensionistas? ¿Alguien prestaría las cantidades necesarias a ese hipotético nuevo Estado de Cataluña, cuyo actual Gobierno tiene una calificación crediticia al nivel del bono basura?

No hace falta ser muy avispado para entender que en tales circunstancias nadie prestaría a Cataluña, de forma que la población catalana y los empresarios afincados en dicho territorio se verían en circunstancias muy difíciles, con muchas vías de negocio y de intercambio comercial totalmente yuguladas. No solo con España, sino con la mayoría de los países de la zona euro, en los que la economía catalana tiene sus principales anclajes y horizontes, que serían muy difíciles de compensar y superar en períodos cortos de tiempo.

El que piense que un escenario de este tipo es un artificio catastrofista poco verosímil, demuestra que no tiene la más mínima capacidad de previsión y de proyección de tendencias políticas y económicas, y que no está preparado ni de lejos para hacer frente a las muchas dificultades que pueden caer encima de sopetón a la población de Cataluña. Población que en algunos de sus sectores, como el de los pensionistas, si no cuentan con las reservas suficientes para hacer frente a un período de escasez e incluso de penurias (sobre todo los que tiene pensiones escasas), podrían pasar momentos muy difíciles vitalmente. Períodos que, plausiblemente, no van a ser breves, ni fáciles.

En definitiva, la democracia es también la capacidad para prever estas circunstancias sociales y económicas, para adecuar razonablemente los fines a los medios, y ser capaces de garantizar las condiciones para que la población pueda tomar sus decisiones de manera racional, meditada, informada, con pleno conocimiento de causa y sin todas las limitaciones y condicionantes con las que actualmente están operando los secesionistas catalanes. Secesionistas que, desde el momento que inician la vía de sedición, se colocan claramente al margen de la ley y de la Constitución. Es decir, prácticamente al margen de las formas civilizadas de vivir, ya que sin ley no hay civilización.

¿Es todo lo que está ocurriendo en Cataluña estos días propio de una democracia madura y de un pueblo civilizado y sensato? ¿O se está intentando llevar el ascua a una sardina que desde el primer momento ha estado contaminada por el criterio de que no es necesario que haya mayoría (ni siquiera cualificada) para tomar una decisión de tanto alcance y efectos prácticos para la población? Efectos y alcance que en buena lógica política requerirían un amplio consenso entre los ciudadanos concernidos. ¿O es que acaso se considera a los viejos y a los nuevos charnegos y a los “no secesionistas” como un sector de la población que no forma parte –ni por derecho, ni por historia, ni por cultura− de lo que se entiende genuinamente como el demos catalanista-secesionista? ¿Acaso no se dan cuenta algunos lo que supone dividir, ad initio, a la población que vive en Cataluña entre los “buenos catalanes” y “los otros”, los que no forman parte del demos legítimo y legitimado?

En fin, demasiada confusión, demasiado barullo, demasiado afán de imponer y dividir, y, sobre todo, una proyección exterior de una imagen de España y de Cataluña que en nada nos beneficia, ni se corresponde con el legítimo crédito que habíamos ganado todos desde los inicios de la Transición democrática.

La gran pregunta que todos tenemos que hacernos en el momento actual es si estamos aún a tiempo de revertir los hechos y “avanzar todos juntos por la senda constitucional”. Al menos, está claro que eso sería lo racional y civilizado. Lo otro no sabemos cómo calificarlo, ni a dónde nos puede llevar.

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