viernes. 19.04.2024

La precariedad como modus vivendi

pracairado@JohariGautier | El otro día un amigo me preguntaba cuándo pensaba pasar unos días de vacaciones en Francia o España con toda la familia. Añadió con afecto que llevaba tiempo sin verme, que quería conocer a mi hijo, y le respondí lo que ya le dije unos días antes a otro amigo: “no lo tengo muy claro”. Fue una respuesta evasiva, algo misteriosa, que esconde muchas realidades. Y luego me puse a pensar en qué momento se me fue esa posibilidad de planear, de anteponerme a los hechos, de encontrar tiempo para las amistades, o de hablar con tranquilidad sobre un proyecto tan sencillo como el de irme a otro lugar. 

Hay realidades tan evidentes -o naturales-, procesos tan personales e interiorizados, que a veces no se les da ningún nombre hasta que te cruzas con una conversación, una película o una novela. En mi caso, fue un libro de Javier López Menacho: “Yo, precario” (Los libros del Lince, 2013). La lectura tiene ese poder: el de arrojar luz sobre algo que estás viviendo, o mejor todavía, comprender que tu vida no dista tanto de la de los demás. Compartimos mucho más de lo que creemos. 

En esta recopilación de crónicas en primera persona (y con tono jocoso), se reconstruye el panorama de una sociedad condenada a convivir con una creciente inestabilidad, y el recorrido de un autor obligado –en parte por su condición de viajero y también por la coyuntura que atraviesa Barcelona- a enfrentarse a un mercado cada vez más complejo, voraz e insensible. Trabajos de tres días o de un mes, muchas veces combinados entre ellos, o realizados en condiciones que afectan la autoestima. Esto sólo es una parte de lo que esconde la palabra precariedad.  

Convertido en chocolatina de una marca reconocida, el protagonista se encuentra ante una situación dolorosa: “Nadie, cuando le preguntan en clase qué quiere ser de mayor, dice que quiere ser mascota de una conocida marca de chocolate. Todos contestamos que futbolista, policía, carnicero, chef, actor, paracaidista, piloto, bailarina…”

La precariedad es perder la tranquilidad. Es perder la disponibilidad, rebajar las aspiraciones y también enfrentarse a los sueños, a lo que desde siempre pensaste que tu vida iba a ser, a las ilusiones que fuiste nutriendo desde que en la escuela o la universidad empezaste a proyectar tu vida laboral y personal. La precariedad es aprender que nada está claro, que todo puede cambiar en un instante, que el sistema no busca la paz ni la justicia, ni tampoco la reglamentación, que la protección o la seguridad laboral son anti-valores o que, incluso, la solidaridad es algo desdeñable.

El protagonista de “Yo, precario” es joven y todavía tiene las fuerzas para enfrentarse a los obstáculos de la vida: “Estoy viviendo una época de la historia que resulta deprimida pero apasionante y, al tiempo, aprendiendo mis propias limitaciones como persona. La incertidumbre de no saber qué hay más allá del mañana es, en cierto modo, adrenalina pura, algo que hace sentir vivo”. Sin embargo, es bueno preguntarse qué hay de la persona de 50 o 60 años que tiene que encararse con esa inseguridad.     

En mi caso, he optado por una profesión que se construye sobre lo precario: el periodismo se vuelve cada vez más competitivo por las extensas horas en las que se trabaja, por la forma en que se concibe el tiempo y la remuneración, por ese terremoto continuo que supone la web, por el hecho de que nada es seguro, y por el modo en que se habla de proyectos (sí, el proyecto es también un término que se ha consolidado con la precariedad). Quizás por todos estos motivos contesté “no lo tengo muy claro” al amigo que me preguntaba si tenía pensado pasar unos días de vacaciones en Francia o España con la familia. El periodismo (la precariedad) te obliga a mirar el momento presente.

Con mi estadía en Colombia, y tras conocer de fondo lo que oculta el subdesarrollo, también he comprobado que la precariedad se ha erigido en el verdadero factor globalizador (y común), quizás el único lazo que une a las poblaciones de los diferentes continentes. Todos vivimos con -y peleamos contra- ella. En la costa Caribe colombiana, que tan lejos se encuentra de ciudades como Barcelonesa o Paris, la precariedad marca la realidad diaria: encontrar un empleo estable es para muchos un privilegio, y el pluriempleo (es decir: adicionar infinidades de fuentes de ingreso) es algo natural. Se cumula un trabajo con otro, se ofrecen servicios de todo tipo, porque la lucha es de cada instante e impide proyectarse a un mañana. No digo que la realidad de un lado y otro del Atlántico sea la misma, pero sí que la precariedad termina siendo un elemento que acerca a las dos orillas.

La precariedad es, en definitiva, un sistema que impregna el lenguaje y los hábitos. Los moldea poco a poco sin que nos demos cuenta (y, por lo tanto, sin que tampoco le demos mucha importancia). Es la maquinaria de los extremos irreconciliables, porque, como bien dice el protagonista de Yo, precario: “Todos somos víctimas. Todos, menos los poderosos. El monstruo se devora a sí mismo por los pies. La recesión económica mira hacia abajo y no hacia arriba”.

La precariedad como modus vivendi