jueves. 28.03.2024

El Castillo kafkiano en el que vivimos

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Muy probablemente K. experimentaría lo mismo hoy que a principios del siglo XX, cuando vio la luz en la obra “El Castillo” de Franz Kafka. Su llegada al pueblo, su deseo de trabajar y de integrarse en la rutina de una comunidad encerrada en sí mismo, en sus enredos e ilusiones, podría compararse con la de cualquier inmigrante del tercer mundo que llega a Europa o Estados Unidos en busca de un sustento.

En este caso, el Castillo podría verse como la Unión Europea, una suerte de sueño o de ilusión, un insuperable espejismo del poder y la prosperidad, una institución que exhala mensajes de desarrollo y humanismo, pero que, ya en la cercanía, y sin saber cómo o por qué, se convierte de repente en una fortaleza inaccesible para cualquiera de los interesados.

No sólo se enfrentan a esta enorme incomprensión y frialdad aquellos inmigrantes o refugiados de medio oriente o África del norte, quienes, huyendo despavoridos, afectados por las políticas del Castillo en sus tierras de origen, se topan con los muros de alambres o los muros burocráticos e inhumanos del bienestar. También están los otros, aquellos que llegaron por la puerta grande, que solicitaron un crédito o una hipoteca, los que perdieron sus empleos, y que, de un día para otro, tuvieron que enfrentarse a una crisis que el mismo Castillo engendró sin prevenirlos y resolvió con ellos a bordo (pero en contra de ellos).

El Castillo es el mundo político de hoy. Es la vitrina que alardea de transparencia e ideales, que atrae con sus palabras amables, pero que en su interior se organiza, se eleva y respira gracias a una maquinaria sórdida y excluyente, que arrodilla con un papel, excomulga con un silencio o mata con una decisión que se tilda de “necesaria e impostergable”.

Pero no miremos únicamente hacia aquellos que llegan al “pueblito” con la intención de trabajar y ganar su vida sencillamente. Miremos también la existencia de todos los que, desde siempre, viven bajo el influjo del Castillo. Ellos son ciudadanos como Frieda, Barnabas u Olga, en la novela de Kafka, todas víctimas y tristes testigos de cómo una administración que dice trabajar para ellos, que enarbola grandes valores, que sostiene discursos de gran interés, los obliga al mayor desencanto y resignación. 

Porque el Castillo representa también ese tropel de funcionarios acelerados, que corretean y sonríen frente a las cámaras, que salen de una sala con un archivo y entran a otra con otro, esos hombres y mujeres transformados en engranajes misteriosos e imparables, aceitados en el nombre del dinero, que prometen transparencia y eficacia, que trabajan supuestamente en pro del bien común, pero que someten todo el pueblo a una frustración y un abatimiento dantescos.

No es fácil vivir al pie del Castillo, de ver cómo su imagen de “ejemplaridad” se esfuma con los sucesos diarios, y en los comentarios y rumores.  No es tampoco fácil entender por qué algunos se empeñan en defender el Castillo, sin nunca haberlo visto por dentro, sin nunca haber recibido nada de él, y sin embargo, empeñados todos en creer que el Castillo es lo mejor. El Castillo es todo.

Como muchas otras obras de Kafka, “El castillo” es una novela inconclusa. Algo que también merece una reflexión.  ¿El tiempo del Castillo es infinito? ¿Desde cuándo -y hasta cuándo- se alimentará de la energía de personas como K. o Frieda que esperan ser algo, lo dan todo y terminan siendo nada más que unos candidatos al ascenso?

Sólo el Castillo sabe. ¿O no? 

El Castillo kafkiano en el que vivimos