sábado. 20.04.2024

Reflexiones sueltas de un votante confuso: ¡Que no te la peguen!

Edward Bernays, publicista e inventor de la teoría de las relaciones públicas, sostiene que también la democrática requiere ser guiada.

No hay conocimiento, si no se comprende lo que se intenta aprender,
ni se aprende lo que no se es capaz de guardar en la memoria. (Dante)

Edward Bernays, publicista e inventor de la teoría de las relaciones públicas, en su obra Propaganda, sostiene que, con reservas, cualquier sociedad, también la democrática, requiere ser guiada. La comunicación de masas con fines persuasivos juega un papel importante en la historia de la humanidad y se la utiliza, siempre ha sido así, con el objetivo de transmitir ideologías o creencias (políticas, filosóficas, sociales o religiosas). Sus derivas negativas son, entre otras, “la manipulación” y “la propaganda”, dado que en la comunicación de masas el ciudadano obtiene un enorme potencial de construcción de certezas a las que asirse para caminar en un mundo complejo que no es fácil comprender e interpretar.

Cuanto mayor es el grado de conocimientos, tecnología, civilización y cultura alcanzados por la sociedad, más claramente se percibe la extraordinaria complejidad de la vida y la necesidad imperiosa de simplificar el mundo. La libertad y el conocimiento nos enfrentan a una enorme e insoportable cantidad de decisiones e interrogantes que nos superan y, conscientemente o no, permitimos que otros decidan por nosotros. Aceptar la complejidad es el precio que pagamos por nuestra libertad, aunque en ello dejemos abiertas grietas a la manipulación.

Con estas premisas -concluye Bernays-, la propaganda y la manipulación de las ideas, opiniones y conductas de las masas son un elemento importante a considerar en las sociedades democráticas. Quienes más pueden manipular este mecanismo oculto son los que constituyen el gobierno invisible que detenta el poder real y que rige el destino de las sociedades y sus ciudadanos. Quienes gobiernan pretenden moldear nuestras mentes, definir nuestros gustos o conducir nuestras ideas y conductas; son, en gran medida, quienes condicionan nuestras vidas; personas de las que es posible que nunca hayamos oído hablar y que ni siquiera conozcamos: es el resultado lógico de cómo están organizadas hoy las sociedades democráticas. Pero esta manipulación, a juicio del autor y con hondo trasfondo maquiaveliano, no se debe  entender como negativa si los que la utilizan buscan el bien común...

Aunque no comparto algunas de las conclusiones de este análisis, -no creo demasiado en la supuesta capacidad invencible que se atribuye a la propaganda y a la manipulación-, éstas son hoy no sólo una posibilidad sino una realidad. De hecho, la invasión de propaganda que sufrimos y sus mensajes tienen como objetivo principal influir en nuestro sistema de valores y conducta. Buscan, no la verdad, sino convencer; inclinar la opinión, no informar; apelar más a los sentimientos y emociones que a la razón.

En estos últimos tiempos han ido surgiendo movimientos y partidos nuevos que han sabido realizar análisis ajustados de las deficiencias del sistema; están rentabilizando el descontento y están siendo capaces de apoderarse del sentimiento indignado y regeneracionista de los ciudadanos. Que en nuestro país es necesario regenerar la democracia y devolver su estado de gracia original a unas instituciones cuyo prestigio ha ido degenerando en la última década, es innegable; que la política requiere nuevas caras capaces de gestionarlas para los ciudadanos y no sin ellos, es un hecho; que el bipartidismo ha demostrado su ineficacia actual, lo tenemos claro; y que movimientos sociales y partidos políticos como Podemos o Ciudadanos pueden ser necesarios, también; en cambio, nutrirse del cansancio y la indignación sin un programa definido que dé respuesta a los problemas que afectan a la sociedad, que se modifica según las circunstancia sin una fundamentación y apoyo ideológicos claros, puede conllevar que, al final, el suflé se desinfle y, si las promesas que ilusionaron no se pueden o no se llegan a cumplir, es probable que generen mayor descontento y más indignación; incumplir promesas y defraudar esperanzas ya lo han hecho otros; lo peor de un programa no es que no se cumpla, sino que en su aplicación se obtengan efectos perversos, sin conseguir los objetivos buscados.

Por mucho que cueste aceptarlo y se hable de cambio, recambio y regeneración democráticos, los hombres de cualquier época tienden a ser fatalmente conservadores; basta analizar cómo se comportan cuando les tocan algo propio. Pueden ellos criticar “a todos y a todo”; en cambio, cuando se critica a los suyos, con qué facilidad asimilan las antiguas o “viejas” formas utilizando un sinfín de justificaciones: “nos odian”, “van a por nosotros”... Decía el travieso y agudo Voltaire: “Pueden meterse con todos, pero que no toquen a los míos”. El “affaire” Monedero, ante su evidente falta de transparencia, ha sido paradigmático. Se han comportado como aquellos a los que tanto critican, manifestando en su conducta el “síndrome del impostor”, o temor a que se descubra de repente que se vale mucho menos o que se es menos “transparente” de lo que todo el mundo pensaba. La defensa ciega de los propios es precisamente el caldo de cultivo de la corrupción institucionalizada. Afirmaba Platón, anticipándose al síndrome descrito, que “la obra maestra de la injusticia es parecer justo sin serlo”.

Decía Nietzsche que el lenguaje y las palabras son como pistas de hielo en las que podemos resbalar fácilmente. De ahí que no me parezca acertado el término “casta” para definir a un grupo dominante ya social, político, económico o religioso; prefiero utilizar, me parece más inteligente y significativa, la dicotomía de Galeano, que acaba de fallecer mientras escribo este texto: “El mundo se divide, sobre todo, entre indignos e indignados, y ya sabrá cada quien de qué lado quiere o puede estar”. Queramos o no, casi todos los actos de la vida cotidiana, de la conducta social o ética, están condicionados por un número relativamente exiguo de personas; son ellos quienes mueven los hilos, controlan el pensamiento público y las fuerzas sociales y pretenden -muchas veces lo consiguen- conducir el mundo. En teoría, como ciudadanos libres podemos dar nuestro voto a quien mejor consideremos pero, en aras de la simplicidad, la comodidad o el sentido práctico de las cosas, hay que admitir que muchos votantes reducimos las posibilidades de elección a pocas opciones y que grupos con gran poder económico y fuerte personalismo mediático, con frecuencia invisibles, condicionan las listas y candidatos en los partidos, de modo que el campo de elección queda reducido a unas posibilidades prácticas muy limitadas. Consentimos de este modo que, en lugar de una libre elección, ésta se organice en función del liderazgo, la fácil palabra, la encandiladora verborrea, la propaganda o el personalismo mediático. ¿Cómo actuar, pues, ante las elecciones?

El propio título de su libro “Contra las elecciones” sitúa al escritor flamenco Van Reybrouck del lado de la provocación; y no es que él se considere antidemócrata; antidemocráticas son las elecciones -afirma-; son el fruto del descontento político o, como él lo llama, el "síndrome de fatiga democrática"; apoya sus provocadores argumentos en el aumento de la abstención y la desconfianza mutua que existe entre los ciudadanos y los líderes políticos; los movimientos populistas -escribe- echan la culpa a los políticos profesionales; los tecnócratas ven la solución en que se hagan con el poder especialistas con experiencia; y los movimientos de "ciudadanos indignados” abogan por una democracia directa y asamblearia. Sitúa la causa de este síndrome en identificar democracia con elecciones; mantiene que, desde mediados del siglo XIX, el desarrollo de los partidos políticos y la lucha por la audiencia entre los medios de comunicación han convertido las elecciones en estériles representaciones teatrales; en tiempo de elecciones los políticos, sostiene, aumentan su interés y preocupación por problemas de los ciudadanos con una vacía verborrea y hemorragia de promesas; a la vez que critican partidista y sectariamente al contrincante; mientras, los medios de comunicación atizan este enfrentamiento con el fin de aumentar la audiencia.

Interesantes reflexiones a este libro realiza Manuel Conthe en su blog “El sueño de Jardiel” titulado “la lotería de las elecciones”. Según Conthe, Van Reybrouck critica el "fundamentalismo electoral" de quienes, al equiparar democracia con elecciones, imponen la "dictadura de las elecciones" y olvidan el útil papel que históricamente tuvo el azar en la selección de cargos públicos. Para quitar argumentos a Van Reybrouck -sostiene- se hace necesario eliminar del escenario político y social aquellas conductas que premian la subordinación y la pasividad; aquellas formas de estar en política que todo lo supeditan, hasta la propia forma de pensar y actuar, con tal de medrar en el partido: es el servilismo que se manifiesta en la debilidad de una obediencia ciega al que le puede aupar, ya entrando como candidato en el “bombo” de las listas electorales, ya siendo designado para algún cargo por el “dedo” del líder carismático. Resulta desolador constatar cómo llegan a medrar los mediocres en los partidos o en las instituciones. Cuando uno analiza la falta de preparación intelectual que demuestran algunos políticos, empresarios o sindicalistas, cuando se evidencia su incapacidad para una comunicación verbal correcta e inteligible, cuando, apenas aupados en el cargo o como militantes novatos de partidos recientes en política (también algunos tertulianos) se atreven a opinar, como sabios doctores de la nada o enciclopedias de escasas páginas, “sobre cualquier tema que se les pregunte”, temas acerca de los que muchos profesionales que han dedicado largos años a la investigación apenas se atreven a hacerlo y siempre con prudentes dudas; ante tal permanente atrevimiento muchos ciudadanos sentimos enorme vergüenza. Razón tenía el escritor francés La Rochefoucuald al afirmar que “sólo solemos considerar como personas de buen sentido a los que son de los nuestros y participan de nuestras opiniones”. Un político decente ni subordina su libertad de pensamiento al líder ni condiciona su destino y su futuro a lo que determine la dirección del partido.

Y aunque algunos no lo compartan, considero relevante no solo conocer la gestión e ideología del político, sino también su vida, de modo que sea visible y transparente la coherencia entre lo que hace y lo que dice, entre su conducta biográfica y lo que promete, entre lo que practica y lo que exige a los demás. Lo contrario -señala Conthe- sería una muestra de hipocresía. Por mucho que quieran ocultarlo, al final, los políticos gestionan la política de acuerdo a su carácter, conducta y formación; la ética que configura su personalidad y su conducta no es fácil que se modifique ni transforme, ni por las circunstancias ni por el transcurso del tiempo; la impostura y las apariencias no pueden durar siempre. Lo decía Maquiavelo en sus consejos al Príncipe: “Que todos vean lo que pareces pero pocos sepan lo que eres”. El filósofo y matemático Bertrand Russell defendía una tesis a la que dedicó no pocas energías: hasta sin religión se puede vivir; sin ética y dignidad, no. La moraleja de la fábula de la rana y el escorpión, atribuida a Esopo, mantiene su vigencia: cuando aquélla le recrimina que le haya picado por ayudarle a atravesar el río: ¿por qué lo hiciste?- le inquiere la rana-, el escorpión contesta "no he tenido elección, es mi naturaleza".

El historiador romano Tácito repetía que lo que se considera hoy nuevo puede devenir mañana en una ruina que lleva la destrucción en su mismo origen: la historia, a veces, se deshace y devora a sí misma. Lo hemos visto en estos días en las elecciones autonómicas andaluzas con el fracaso de Izquierda Unida. Me he tomado un tiempo para leer y cotejar su programa con el de Podemos: aunque los protagonistas son nuevos, las ideas son similares; apenas existen diferencias importantes en las líneas generales y en las propuestas de cambio, ni siquiera en el lenguaje. Y me he preguntado ¿por qué, en cambio, los votantes han castigado a uno y premiado al otro? ¿Acaso detrás de Izquierda Unida no existe una dilatada trayectoria histórica de lucha y compromiso sociales? ¿No han estado en sus filas líderes y militantes a lo largo de su centenaria historia, aunque con otras siglas, auténticos luchadores por las libertades y los derechos humanos? ¿Sus promesas, plasmadas en programas en gran parte cumplidas, no han sido transformadoras en los difíciles -a veces trágicos- momentos de nuestra historia? ¿Es justo castigar a cientos de miles de militantes, honestos y solidarios trabajadores porque en sus filas se hayan incubado algunos corruptos? Sin embargo, Podemos, también Ciudadanos, han pasado a representar la gran novedad en la escena política nacional, tras su fuerte irrupción en el Parlamento andaluz; han sabido conectar y encauzar políticamente la indignación de los ciudadanos contra la corrupción en un contexto de crisis económica y recortes sociales, con un diagnóstico demasiado entusiasta, incluso prepotente, sin hipotecas políticas, pero también sin activos y sin acción ni gestión alguna de gobierno; nadie duda de que han llegado para quedarse y condicionar así el futuro de la política andaluza y nacional; son ilusión y esperanza pero, a la vez, incertidumbre; se presentan con muchas promesas y no pocos interrogantes; de no despejarlos o no alcanzar sus expectativas electorales, se pueden convertir en fuente de una frustración política mayor. Su actual silencio e indefinición ideológica sobre qué piensan en muchos temas da lugar a serias dudas: una cosa es “prometer lo que se quiere ser” y otra muy diferente “llegar a ser lo que se promete”. Ni la soberbia de unos o el olvido de otros pueden liquidar la historia.

El ciudadano que quiera votar con responsabilidad debe aprender a leer en el libro de la historia y de la vida; no es suficiente leer en el libro de las ilusiones y promesas; en él pueden existir chisteras sin conejo y cuentos de fantasía. El Roto, en esas inteligentes y aceradas viñetas, llenas de realismo y sentido común en las que con breves trazos encierra ensayos filosóficos y sociales en el diario El País, nos alertaba hace días: “Contaré hasta tres y cuando despertéis no recordaréis lo que votásteis: uno, dos…

Resulta desmoralizador ver cómo hay políticos que descalifican a sus contrarios utilizando la mentira; ni moralmente es ético, ni históricamente justo. La política no es un “Juego de Tronos”, por mucho que la serie entusiasme a algunos. Con el fin de conseguir votos, están surgiendo “trileros del lenguaje” que, con frases brillantes y encendidas, esconden y escamotean la realidad y la verdad. Resultan novedosos cuando les escuchas por primera vez, pero cuando las escuchas varias veces, siempre dicen lo mismo; aspiran a inyectar en la población ilusiones de cambio con un lenguaje estupendo y persuasivo pero plagado de tópicos y prejuicios que a fuerza de repetirlos se interiorizan; e, interiorizado el tópico, la ciudadanía lo acaba asumiendo como verdadero; se venden porque hay quien los compra. ¿Ejemplos?: He aquí algunos: a) se crea una nueva sigla que sintetiza uno de esos desafortunados prejuicios: ¡¡¡PPSOE!!!; aunque en los dos partidos encerrados en esa tramposa sigla hayan surgidos no pocos corruptos y gestores ineptos, los votantes serios y responsables bien saben que detrás de ellos, histórica y políticamente, hay proyectos, programas y gestiones políticas que les diferencian radicalmente; b) los millones de militantes y ciudadanos que a lo largo de decenas de años han ido votando a uno de estos dos partidos, ¿qué son: de derechas o de izquierdas?, ¿dónde les situamos, “arriba o abajo”?, ¿cómo los calificamos, “casta” o “gente”? Simplificar el discurso y el lenguaje, por brillante que sea, es una forma clara de confundir y traicionar la realidad. No es ni ético ni correcto dividir maniqueamente a la sociedad en facciones: “los de arriba” y “los de abajo”, (o “güelfos” o “gibelinos”), o “buenos” y “malos”. Todos somos ciudadanos, somos “la gente”. Tampoco es acertada esa estructura discursiva que pretende impregnar la sociedad de una calculada ambigüedad al adjudicarse una centralidad del tablero despolitizada y sin ideología definida. Olvidar o negar la existencia de ideologías me trae a la memoria la vacía retórica y la verborrea erudita de ese ministro franquista, Gonzalo Fernández de la Mora, que vaticinó su ocaso; al menos, con “derecha” e “izquierda” tenemos claro que referenciamos y describimos concepciones políticas y proyectos sociales claramente diferenciados y confrontamos dos modelos distintos de entender y vivir en sociedad.

¿Por qué, entonces, los seres humanos poseemos una desordenada vocación de desmemoria que se metamorfosea por “la novedad”?; es frecuente que el silencio de la memoria destruya o devalúe la realidad en la que vivimos y existimos. La desmemoria y el olvido, además de injustos, son una traición a la historia. Incluso, desde eufóricos y entusiastas atriles y al repetitivo, cansino y soso grito de “¡sí se puede!”, como el “maja mantra” o gran oración de los “hare krishna”, se ha llegado a proclamar que hay que barrer el sistema que nos dimos en la Constitución del 78. No se pueden desplazar ni suprimir los contextos y la historia a conveniencia, según las propias necesidades. Pretender que el hombre olvide, que deseche su propia memoria, como una historia “nonnata”, sería leer la historia con páginas tachadas o en blanco, como un yermo campo vacío; es intentar infundir en el ciudadano el tremendismo de la confusión con la peor de las consignas. ¿Qué es el olvido sino la sustitución del lenguaje transparente y el relato veraz por el grito, las consignas y los argumentarios? Sólo la locura o el deseo de sumar votos explicarían esta sustitución. El olvido en política es la hojilla que vacía el ojo de la historia en la película de Buñuel. Y, aunque muchos la repitan o se la atribuyan, la cita pertenece a Cicerón; sabiamente nos alertaba el latino de que “los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”.

La historia nos ha enseñado que en tiempos de crisis en cualquier pesebre nace un “mesías”, y, en gran medida, tocado por “el síndrome de Anat” o conducta deliberada orientada a ganar prestigio, apropiándose y vampirizando las ideas, propuestas o iniciativas generadas por terceros y presentadas como propias. ¡Cuantos cientos de miles de españoles, necesitados de esperanza, fácilmente manipulables y poco dados a la reflexión política no llegan a percibir que detrás de tantas promesas y fáciles palabras con frecuencia se oculta un "quítate tú para ponerme yo"!; y que, bajo tantos “círculos, cuadrados, triángulos, gaviotas o rosas”, lo que se esconde en realidad es un “líder”, acompañado de un grupo de afines muy trabajados en las redes sociales, tocados de un palpable clientelismo intelectual y fácil y estupenda palabra, que ordenan, mandan, hacen y deshacen, con el objetivo, sano objetivo por otra parte, de llegar a hacerse con el poder (empoderarse, lo llaman). No intento ofender, aunque sí alertar, si pienso que quienes se han formado o trabajado en Facultades de Políticas, practiquen algunos de los consejos que Maquiavelo dedica al Príncipe haciendo gala del pragmatismo que le caracterizaba; recomendaba el florentino al Príncipe que hay que ser buen actor cuando no se está dispuesto a decir la verdad; hay que ser “un gran simulador”, manteniendo en lo posible la apariencia de ser una persona de fiar, minimizando cuanto se pueda las verdaderas intenciones; recordando de nuevo a Maquiavelo: “que todos vean lo que pareces pero pocos sepan lo que eres”; porque al poder se puede llegar por un golpe de suerte en un momento de crisis, o por saber canalizar la desesperación, incluso lanzando promesas oportunistas; pero mantener el poder -“mantenere lo stato”- es la más peligrosa de las competiciones humanas, es un ejercicio extenuante para el que hay que estar entrenado, constantemente motivado y en plenas facultades. Lo importante no es analizar o disertar sobre qué es el poder, reivindicarlo (“Nos presentamos para ganar”) y conseguirlo, sino, una vez conseguido, tener claro para qué o, mejor, para quiénes se tiene el poder: como vocación de servicio y no para servirse de él; éste es el camino. Por desgracia, nunca se puede ir tan lejos como cuando no se sabe hacia dónde se camina. Decía Shakespeare: “desdichado país aquel donde los idiotas conducen a los ciegos”; si queremos dejar de ser desdichados es preciso que dejemos de estar ciegos, no votando a los idiotas y exigiendo que los que gobiernen cuenten siempre con la voluntad ciudadana en la conducción del país. Es importante aprender que el que se opone a algo malo no implica necesariamente representar el bien y que lo bueno de lo malo es que aún puede ser peor.

Que los antiguos o nuevos partidos o los grupos que configuran la sociedad sean capaces de realizar un buen diagnóstico de la situación política, definan los problemas sociales, interpreten mejor que el resto de la clase política el estado de ánimo de la ciudadanía y sepan expresar lo que la gente piensa o quiere oír, no implica necesariamente que sean capaces de gestionar la solución a los mismos. Tenemos sobrada experiencia de que muchos políticos prometen según sus cálculos electorales y cumplen según sus conveniencias. A un partido que pone como base de su diferencia con los demás la ética personal y la transparencia política es normal que se le aplique el mismo criterio que él aplica a los otros: la corrupción es criticable en todo momento pero lo es especialmente en quienes han hecho de la honestidad su bandera y se dedican a señalar a los demás como corruptos. Lo contrario, además de utilizar la “ley del embudo”, sería cinismo.

Que con la corrupción hay que tener tolerancia cero, lo compartimos todos; la corrupción se manifiesta como una actividad altamente distorsionadora allí donde se instala; en lo económico, político o social; no sólo degrada al que corrompe y se corrompe, sino a los partidos en los que los corruptos militan o a los organismos e instituciones que los acogen o amparan; en cualquier democracia sus efectos son una metástasis que puede afectar a todas las instituciones; democracia y corrupción son términos mutuamente excluyentes. Si convenimos en que la corrupción en España es sistémica habrá que concluir que es urgente y necesaria una regeneración democrática. Mientras exista la posibilidad de conseguir beneficios e influencias fuera de la legalidad violando las reglas del juego siempre existirá ese peligro. Para hacer frente a casos individuales de corrupción bastarían medidas adecuadas de control: medios y aparatos de investigación y judiciales eficaces con penas adecuadas. Para la corrupción sistémica es necesario, además, regenerar las propias instituciones que la han facilitado u ocultado ya que, como sostenía el filósofo Pierre Villaume, “la esperanza de la impunidad es para muchos hombres una invitación al delito”. Esta ha sido y es la razón, entre otras, de que la corrupción se haya extendido y hoy nos abochorne. En democracia la corrupción política es injustificable, pero es escandaloso observar cuánto cuesta -más a unos que a otros- eliminar a los corruptos cuando son de los nuestros.

Hace días, en un vídeo de propaganda del partido político que sostiene el gobierno, en un alarde de autocrítica, uno de los asistentes compartía con sus conmilitones: “Nos ha faltado piel”. Les ha faltado no sólo “piel”, sino también ojos, oídos, olfato, tacto y gusto: es decir, sensibilidad y sentido común. Y que falta sensibilidad y autocrítica en el Partido Popular ha quedado manifiesto en la reunión que Rajoy ha mantenido con su Junta Directiva Nacional el pasado día 7 de abril: con un guión previsible y desarrollando todo un conjunto de obviedades, consideraba que no necesita hacer cambio alguno, avalado por el sonoro silencio verbal de sus 600 sonoros palmeros. ¿Qué otra cosa han hecho siempre sino silenciar y acallar sus críticas a un presidente que tiene en su dedo todo el poder de decidir quién entra y quién sale en las listas electorales o en el reparto de puestos y prebendas? Por mucho que quieran repetir el mantra de que la economía va bien, no todo en política es economía. Una cosa es hacer el bien y otra servir «bien» a sus propios intereses. Se lo recordaba su candidata al ayuntamiento de Madrid esa misma mañana: “La economía no lo es todo…. Mas importante es el debate ideológico”. Les recomiendo que reflexionen sobre esta sentencia de Maquiavelo: “El estadista que todo lo basa en la fortuna (la economía) se puede hundir con el mutar de la misma y acabar engordando la larga lista de los soberanos destronados.”. “Post res perditas” es un aforismo latino que significa “después del fracaso”. Los que están tan orgullosos de ser del PP, después de los resultados de las elecciones andaluzas, deberían prever y anticipar lo que se les avecina; ellos, y otros muchos. Sería una insensatez hacer como el avestruz.

Y al practicar lo del avestruz, muchos se quejan de no tener memoria pero pocos de no tener sentido común. Es decepcionante constatar la poca capacidad que demuestran algunos políticos para anticipar acontecimientos, prever el futuro y saber leer con inteligencia la realidad que está frente a sus narices; pasan ante ella como zombis. ¿Para qué se rodean, entonces, de cientos de asesores? ¡Más les valdría contratar o a la Sibila de Cumas o a la Pitonisa de Delfos…! De conocer bien la realidad no utilizarían una y otra vez y machaconamente esa vergonzante frase de “la herencia recibida”; demuestran su falta de preparación y la ignorancia supina con la que han accedido al poder. No en vano hemos acuñado como un estigma reiterado la expresión “síndrome de la Moncloa”: esa opaca visión que tienen los presidentes de gobierno (y los políticos “apoltronados”) para ver con objetividad la realidad que gestionan y que les rodea. Porque la política es un arte que se rige por la realidad y las circunstancias concretas en las que aquella se manifiesta; sobre todo, las que afectan a los ciudadanos. Cualquier programa que no responda a los intereses de la mayoría (de la “gente”) carece de significado. El informe 2015 de Intermón-Oxfam (cuya lectura recomiendo) titulado “La riqueza: tenerlo todo y querer más”, aporta interesantes datos para demostrar que esa repetitiva idea de que la economía se recupera al menos, en parte, no es cierta. Su lectura nos descubre que la riqueza mundial se está concentrando cada vez más en manos de una pequeña élite, sin que los políticos sepan o quieran poner freno a tamaña injusticia. Resulta vergonzoso que para defender los intereses de una minoría se pisoteen los derechos de una mayoría (desahucios, pobreza infantil, negación sanitaria básica a inmigrantes, etc.,). Cuánta razón encierra la sentencia del cardenal francés Paul de Gondi al afirmar: “cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen les pierden el respeto”. De parecida manera sentenciaba el premio nobel de Medicina, el francés Alexis Carrel: “si desaparece el sentido moral de una nación, toda la estructura social va hacia el despeñadero”. Nos produce hartazón y hastío al ver un país dominado por la corrupción, el clientelismo y el insoportable e inmutable poder de las grandes familias y oligarquías. Ante la desfachatez verbal, el atropello a la verdad, el engaño y la corrupción institucional manifiesta, la actitud del ciudadano suele ser desánimo, bochorno, cabreo, indignación, desafección y pérdida de confianza; el único resorte que a menudo queda es el democrático castigo en las urnas.

Cuando en medio de las crisis no se vislumbra futuro, cuando las instituciones están desprestigiadas por la corrupción y la impunidad, cuando los valores básicos de la convivencia en sociedad no funcionan, una gran parte de los ciudadanos apenas es capaz de distinguir la verdad de la mentira, se contenta con argumentos débiles o se le engaña con promesas fáciles y falacias. Pero hay un criterio claro para detectar cuándo nos mienten: una conducta ética y transparencia y honradez en la gestión. No es fácil hablar claro cuando no se va a decir la verdad, aunque el murmullo de una sola verdad tiene más fuerza que el estruendo de muchas mentiras. Afirmaba Andrés Gide que hay que creer en aquellos que buscan la verdad, pero dudar de aquellos que dicen que la han encontrado. Y en esta búsqueda de la verdad, es importante huir de los fanatismos; si el fanatismo corrompe la lógica de la verdad, el fanatismo político degenera la democracia y constituye una amenaza directa para la sociedad al no valorar la ética por encima de las conductas de sus líderes. La verdad a menudo sufre más por el fanatismo de sus defensores que por los argumentos de sus detractores. Estamos hartos de las fáciles promesas y de las bellas palabras; de aquellos que, con un artificioso uso de la palabra, parecen intelectuales no porque con ellas expongan ideas importantes, sino porque no se les comprende o exponen obviedades. Las ideas deben dejar de parecer divinas para ser meramente humanas, es decir, posibles y realizables. En política, después de saber cuándo se debe aprovechar una oportunidad, es importante saber cuándo se debe renunciar a una ventaja.

Las encuestas y los analistas políticos atisban un futuro postelectoral en el que varios partidos, cuatro o más, pueden conseguir porcentajes parecidos de votos y escaños, sin bipartidismos alternativos; el diálogo y la negociación serán, entonces, no solo necesarios sino inevitables. Con sagaz experiencia afirma Antonio Gala que la dictadura siempre se presenta acorazada porque ha de vencer, pero la democracia desnuda porque ha de convencer. Necesitamos políticos que sepan hablar entre ellos; que recuperen la fluidez y la veracidad del discurso público, tan agarrotado en la actualidad; que admitan que muchas veces no tienen respuestas cuando se les pregunta, sin sentirse obligados a secundar consignas y no apartarse así de la ortodoxia dictada por el partido o  la organización en la que se milita y servir de pantalla protectora para sus inconsistentes argumentos. Necesitamos políticos que pronuncien las palabras para dejarlas libres, compartir las razones y los argumentos para llegar a acuerdos y llegar a acuerdos para, entre todos, levantar este país.

Aunque lo quieran negar, entre los seres humanos no existen diferencias sustantivas en los comportamientos éticos ni por naturaleza ni por simples deseos verbales. Solía repetir el profesor Aranguren que "la moral se esgrime cuando se está en la oposición; la política, cuando se ha obtenido el poder". La moral se puede explicar, pero explicarla no te convierte en moral; sólo la vida y la acción demuestran que lo eres. Decía Marx -Carlos- que para cambiar o regenerar la sociedad el mal no estaba sólo en el enemigo exterior (el estado, los políticos, el empresario, el vecino, “los otros”…) sino también en el enemigo interior, es decir, en la servidumbre voluntaria que les prestamos, con nuestra indolencia y falta de acción y compromiso; y añadía: para cambiar o transformar la sociedad al arma teórica hay que añadir un arma material, al arma de la crítica hay que unir la crítica de las armas: es decir, la acción ciudadana, honesta, comprometida y solidaria.

Muchas veces, nuestra vida es sólo el paisaje en el que situamos nuestro pensamiento; un escenario donde representamos lo que queremos y lo que vivimos; pero no basta fundarlo en convicciones y en palabras y promesas de cambio, a esta tarea se entregan muchos que o están olvidados o se olvidarán de inmediato; lo que hay que aportar son certezas a esa voluntad de cambio; certezas que van más allá de la simple expresión de un deseo y del repetitivo mantra “Sí se puede”. Resulta burda e insustancial esa retórica soberbia moldeada en el rechazo visceral y el voluntarismo ingenuo. Las miserias humanas no impiden la historia pero sí la pueden destruir. A la política uno debe acercarse con humildad; lo decía hace días Ángel Gabilondo al aceptar ser candidato a la Presidencia de la Comunidad de Madrid por el Partido socialista, consciente de las propias posibilidades y de las limitaciones. Los personalismos mediáticos de rápidos resultados puede tener el mismo efecto que las bengalas; fulgurante destello y oscuridad inmediata. Sin apenas haberse estrenado no se puede aupar uno, o que le aúpen, a la “conquista de los cielos por asalto”, ni por avión, sin apenas haber recorrido camino y esperando que los votos lleguen sólo por expresar indignación. El camino a la Moncloa no puede ser ni tan corto ni tan rápido; ni está exento de dificultades y de exposición a las críticas; es más, será lo que quieran los ciudadanos con sus votos. Argumentar que si te critican es porque te odian, además de necedad, es soberbia, prepotencia y exceso de ingenua confianza; y el exceso de confianza, ligado a la soberbia y prepotencia, es el mayor enemigo de un político. En esto consiste el “síndrome de Macbeth”. Shakespeare lo describe como el hombre tremendamente ambicioso al que la bruja Hécate, para buscar su perdición, le insufla una confianza sin límites en sí mismo; esta desmesurada confianza será su perdición; muere esclavo de su orgullo y pasiones más que dueño de las mismas.

La gran pregunta que debemos hacer a aquellos que se suben a las altas cumbres para respirar aire puro, visualizar desde la altura bellos paisajes y arremeter y criticar cuanto contempla su mirada, es qué piensan hacer cuando desciendan al valle: cuando tengan que gobernar; gobernar es enfrentarse con la realidad, y la realidad es muchas veces menos bonita que los sueños y promesas con las que algunos la pintan, que las ideas con las que encarnan sus sueños y las palabras con las que la envuelven o disfrazan. La visión demagógica de la realidad es siempre simplificadora y esconde muchas veces mixtificaciones que hay que analizar, descifrar, criticar y desmontar. Las buenas ideas, los honestos sentimientos, incluso los sinceros deseos de cambiarla no son creíbles ni toman forma hasta que se objetivan, es decir hasta que se gestionan. La gestión honesta y transparente es el banco de pruebas del buen político.

Javier Gomá, en uno de sus artículos en el diario El País, reflexionaba acerca del ejemplo como categoría política: el ejemplo -escribía- es una realidad política de primer orden, pero no es una categoría política en uso… Todos los políticos hablan de ejemplaridad, pero pocos la convierten en categoría política. Pueden llegar a ser como el caleidoscopio que muestra formas e imágenes distintas en cada giro que hace pero siempre con los mismos cristales. Esta metáfora no es sino otra versión de la sentencia de Tomaso de Lampedusa en su novela El Gatopardo: “es necesario que algo cambie para que todo siga igual”. Esta es la razón del actual desencanto de los ciudadanos. Para rebasar los viejos dilemas del abstencionismo, se hace necesario pasar del desencanto a la participación social. Es indudable que la alternancia política y la quiebra del bipartidismo son, en estos momentos, condiciones validantes si queremos ser una democracia madura; y ésta, como un sistema de vida fundado en un constante progreso económico, social y cultural de los pueblos, va más allá de los procesos electorales que la justifican. La ciudadanía quiere sentirse partícipe de proyectos que ilusionen y no solo carne de cañón de la impotencia de la política frente a los mercados y el dinero. Ser ciudadano crítico es una cualidad que el sistema no acostumbra premiar, pero sí los ciudadanos que esperan ser tratados como tales. En cualquier tiempo, más en el electoral, no debemos tolerar el esperpento del insulto, del “y tú, más”, el victimismo, la descalificación y el linchamiento del contrario. Si queremos una sociedad limpia y transparente el discurso y los debates también deben ser transparentes y limpios.

Con la palabra o las promesas uno puede ir tan lejos como quiera, aunque es probable que al final se descubra que la palabra no contenía verdad -o no toda la verdad- y las promesas no resultaban posibles. Razón tenía Rousseau al afirmar que mientras los buenos políticos hablan incesantemente de costumbres y de virtud, los malos sólo de cargos y puestos, de prebendas, de economía y dinero. Sería un empeño peligroso e históricamente inasumible el que, por réditos electorales, los partidos y los candidatos intentasen olvidar o silenciar cuanto hemos vivido y construido como país desde la Constitución del 78; deberían tener claro que resulta más difícil gestionar el poder que acceder a él, y más, si se ha llegado a la cumbre por un golpe de suerte o en la ola de la crisis o en el tsunami del desencanto ciudadano o con promesas que de antemano se sabe que no se van a poder cumplir. Vislumbramos un tiempo y un futuro nuevos pero desconocemos cómo resultará su diseño. De lo que sí tenemos certeza es de lo que afirmaba Sófocles en su tragedia “Antígona”: “El futuro nadie lo conoce, pero el presente avergüenza a los dioses”.

Las encuestas que están apareciendo cuando redacto este texto apuntan a que los ciudadanos no están por las mayorías absolutas; arrojan un escenario más incierto que en anteriores convocatorias, con un cierto voto de castigo al bipartidismo que ha gobernado durante estas décadas, sin otorgar tampoco la confianza a los nuevos. Los sondeos pronostican el valor de la negociación como motor político fundamental de los nuevos tiempos: los pactos parecen la clave de la situación política poselectoral. Será sin duda el momento de reivindicar de nuevo la cultura del diálogo y del pacto que se había perdido y no la del enfrentamiento. La incertidumbre de cómo se llevarán a cabo los pactos necesarios nos irá proporcionando un elemento más a la hora de decidir el voto.

Acabo con los versos finales del estrambote del soneto de Cervantes al túmulo de Felipe II; proporcionan alguna clave electoral: “Y luego, incontinente, / caló el chapeo, requirió la espada, / miró al soslayo, / fuese y no hubo nada”. Haciendo mía la gráfica actitud que Cervantes describe, en las elecciones que tendremos este año, habría que castigar negando el voto a quienes, como dice el estrambote, incontinentes en palabrería, miran al ciudadano altivos y de soslayo, y muy calados y empapados de promesas incumplidas, al final se van sin haber hecho nada. A quienes llegan a la política y, sin hacer nada, intentan medrar, a esos, ni “agua” ni “votos”. ¡Que no te la peguen! Amén.

Reflexiones sueltas de un votante confuso: ¡Que no te la peguen!