viernes. 19.04.2024

Nunca te diré “¡adiós!”

jara

Dedico estas reflexiones a quienes sus mascotas iniciaron ya ese viaje de ida que no admite regreso; a cuantos han cambiado su forma de pensar con el fin de apostar por los derechos y contra el maltrato y abandono de los animales; a todos los que intentan hacer posible que la fuerza de la razón ética puede vencer el orgulloso egoísmo de la especie humana.


El mayor favor que se le puede hacer a un autor consiste en discutir sus tesis y argumentos, señalando sus posibles puntos débiles y estimulándolo a repensar sus reflexiones y propuestas con mayor claridad y rigor. De ahí que inicie este artículo, posiblemente el más íntimo y personal de cuantos he escrito, expresando mi agradecimiento a quienes lo lean y comprendan el sentimiento con el que lo escribo.

No me considero una persona encerrada en “su torre de marfil”, desvinculado de los problemas reales del mundo, dedicado a divagar en un lenguaje abstracto o metafísico sobre cuestiones que no preocupan a nadie. Al contrario; tal vez de forma discutible, pero sincera, suelo abordar temas sobre los que considero necesario e inevitable pensar. Cuando abrimos el periódico, los interrogantes morales saltan de sus titulares y se nos cuelgan del alma. Y, por incómodo que resulte, no nos queda más remedio que asirlos y reflexionar sobre ellos. Hoy mi artículo tiene un objetivo mucho más personal, más íntimo: la pérdida de mi perra Jara; pero no quisiera encerrarme en él con la pena, al contrario, quisiera universalizarlo y, como expongo al inicio, compartir mis reflexiones con todos los que han perdido sus mascotas, o han cambiado su forma de vida y de pensar con el fin de apostar por los derechos y contra el maltrato y el abandono de los animales.

Gran parte de mi vida la he dedicado en la conquista de las libertades democráticas y en defensa de los derechos humanos; hoy, defender los derechos de los animales no es nada más que una prolongación lógica y obligada de aquellas antiguas inquietudes.

A los que me lean, ruego que me disculpen. Será el último desahogo que me permitiré. No pretendo ni polarizar ni dividir la opinión de los lectores. Mi deseo es transmitir unos sentimientos que me trascienden y contribuir a una reflexión superior. Sé que represento el sentimiento y el deseo de muchos miles de ciudadanos anónimos que, como yo, en el dolor de una ausencia inevitable, han dicho adiós a sus mascotas; ciudadanos que, sin lenguaje filosófico ni razonamientos biológicos, han amado a su mascota como a uno más de la familia; a veces más. Tampoco pretendo polemizar con quienes creen que sólo el hombre es semejante a Dios y que los animales solo son semejantes a las cosas, desprovistos, por tanto, de razón y sentimientos; considerando equivocadamente que los perros, por ejemplo, no puede comprender su mundo y que han nacido para el servicio y capricho del mundo de los hombres. Me identifico con aquellos que promueven la no violencia y que defienden a los más vulnerables, también a los animales. Durante mucho tiempo, el ser humano ha considerado que la tierra le pertenece en exclusiva y que puede explotar a su antojo y sin límites cuanto en ella existe. Muchos millones de ciudadanos, en cambio, reconocemos que nuestro planeta es de todos, también de los animales, y que no es una hacienda que puede ser depredada, saqueada o rellenada de basura por el hombre: “no es el dueño y señor de la creación”, como muchos creen. Desde Darwin ese mantra está desfasado y superado. Millones de ciudadanos queremos promover una ética universal que nos alerte e impulse a sentir que dañar a otros seres, de cualquier especie, es un delito y que, como nosotros, desean evitar el dolor y obtener algún placer por el simple hecho de existir y vivir.

¿Es posible vivir sin crueldad?, ¿sin infligir sufrimiento a los seres humanos y a los animales? Jeremy Bentham, el pensador inglés, fundamentaba su nueva ética basada en el goce de la vida y no en el sacrificio ni en el sufrimiento; su objetivo último era lograr “la mayor felicidad para el mayor número de seres”.  En su “Introducción a los principios morales” sostenía: “La pregunta que nos debemos hacer sobre los animales no es si pueden razonar, ni tampoco si pueden hablar, sino si pueden sufrir”. Me repugnan y producen indignación moral los que maltratan a los animales, los matones sin escrúpulos, los cazadores por placer. Considero que quienes así actúan, y encima disfrutan, representan un caso paradigmático de sórdida inmoralidad.

En su obra “Liberación animal” Peter Singer, uno de los primeros filósofos contemporáneos en argumentar de forma sistemática que aquellos que se oponen al sufrimiento humano debían, asimismo, oponerse igualmente a que se inflija sufrimiento a los animales, ha inspirado un movimiento mundial que en la actualidad incluye ya docenas de organizaciones y millones de miembros distribuidos a lo largo y ancho del planeta. Describe con toda crudeza el dolor injustificado que se causa a los animales en divertimentos y plazas del horror, en la investigación científica, militar y comercial con procedimientos a menudo salvajes y gratuitos. “Liberación animal” constituye, en el fondo, un intento de poner en marcha una cruzada contra la crueldad y el dolor injustificados; una cruzada cuya finalidad es cambiar nuestra moral y nuestro modo de contemplar a los animales y, con ello, el modo de contemplarnos a nosotros mismos. Razón tenía Gandhi al afirmar que “la grandeza de una nación se mide en cómo trata a los animales”.

El filósofo español Jesús Mosterín sostiene que, en temas de ciencia, la pregunta relevante es: ¿cómo son las cosas?; en cambio, en cuestiones de  ética y política, la pregunta relevante es: ¿cómo queremos que sean las cosas? La moral -afirma- no es una propiedad natural, no está dada de una vez por todas, no es un asunto de descubrimiento, sino de convención; así lo sostenían los filósofos griegos clásicos al distinguir entre “physis” (naturaleza) y “nomos” (convención); y en el mejor de los casos, de convención razonada e ilustrada. De ahí que resulte incomprensible que nuestros actuales políticos y legisladores muestren escasa sensibilidad y no introduzcan de una vez por todas en sus agendas políticas la necesidad de cambios legales en la defensa de los animales y en la lucha contra su maltrato, su abandono y su tortura.

Inicio ahora un sincero desahogo totalmente personal: escribir sobre mi Jara, esa compañera que, después de 20 años compartidos, desde el pasado 28 de marzo se despidió de mí dejando en mi vida una huella indeleble. ¡Que duro resulta a veces aceptar lo inevitable…!

Rescatada de un abandono callejero y cruel, sin esa mínima y necesaria compasión que se supone a cualquier ser humano, nuestro encuentro fue un flechazo progresivo; tenía pocos meses, pero algunas destrezas de haber vivido en un hogar; delgada, con la triste delgadez de un abandono prolongado y el hambre y la sed de muchos días; una cuerda de esparto sucio rodeando su cuello era “su único tesoro”; pero escrito estaba en su destino -ella aún no lo sabía-, una hermosa historia por vivir: compartir su vida con la mía. Se iba a cumplir en ella lo que Séneca afirmaba: “Ad augusta per angusta”, lo que traducido significa, “llegarás a una vida excelsa pero iniciada en la dificultad”. Y así fue.

La encontré en aquellos días en los que la Casa Real bautizaba a un tal “Pipe”, Felipe Juan Froilán de Todos los Santos de Marichalar y Borbón. Como republicano me dije, “si éstos, sin mérito alguno, se emperifollan de nombres y títulos, esta perrita, abandonada, pero con igual dignidad y mérito -tal vez más-, se llamará Jara Priscila de Todos los Santos”; y, a pesar de la extrañeza de la veterinaria que rellenaba su ficha identificativa, así consta desde entonces en su cartilla. Poco más tarde, por causa de una alergia atópica congénita, a pesar de varias operaciones sin éxito, fue perdiendo la vista hasta quedar totalmente ciega con apenas 9 años. Ya sin verme, pero sintiendo mi presencia, me seguía donde fuera; al ser los suelos de tarima, en su caminar marcaba con sonido onomatopéyico: “tiki, tiki, tiki, tiki…”. Y desde entonces, los que la queríamos empezamos a llamarla así: “Tiki-Tiki”.

Siento cierto pudor al contar su historia, desde la realidad de mi experiencia, tan parecida y, a la vez, tan diferente de otras historias. Mi Jara no era sólo una perra más, ha sido y es “mi perra”, mi compañera durante 20 años, una parte importante de mi yo y de mi historia. Decía Ortega: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”. La circunstancia es el mundo vital en el que cada uno se halla inmerso (familia, cultura, momento histórico, sociedad...); y desde ese entorno, enfocamos juntos nuestro proyecto de vida, nuestro deseo de ser auténticos y de mostrarnos ante los demás como realmente queremos hacerlo. De ahí que Jara – mi Tiki-Tiki- ha sido mi “circunstancia principal”; un “marcapasos” inserto en mi corazón que ha latido con el mío durante 20 años. Pese a sus cicatrices (¡cuántas desde que nació!), con su profundo hechizo, ha sido el sueño deseado y feliz de la forma de vivir mi vida con una fiel, noble e incondicional compañera, mutuamente elegida: ella me eligió y yo acepté orgulloso esa elección. Tal vez esta reflexión sea sensiblera y poco comprensible para muchos: es el precio que uno paga cuando ama, pero es la reflexión más acertada con la que puedo ejemplificar y sintetizar nuestras vidas. Todo en ella ha sido un conjunto de teselas de bondad y fidelidad incondicional que han compuesto el mosaico de nuestra vida. Creo que, para ser mínimamente feliz, debes disfrutar con lo que estás haciendo y con quién lo compartes. Su contacto era como recargar cada día las pilas de una nobleza incondicional; es por lo que fue tan cómodo para mí compartir con ella la vida. Y por eso, intenté compensarla con igual cariño y amor. Y digo amor, y lo subrayo, porque algunos amigos, desde el aprecio, me manifestaban su extrañeza de que hablase de “amor a una perra”, amor noble, entrañable, sincero, humano… Otros hablan de amor al dinero y al poder, nada nobles, por cierto, incluso, millones de seres humanos – yo también en otro tiempo – manifiestan un “amor sobre todas las cosas” por un ser que ni conocen, que jamás han visto, que nunca han recibido de él caricia alguna y que ni siquiera tienen garantizada la seguridad de su existencia…Yo, por el contrario, día tras día, durante 20 años, he sentido la caricia física y cercana y la vital alegría de una perra que me quería a mí, no por mis banales aderezos, edad, o fortuna; no estaba ni jugaba conmigo por lo que poseo ni por dónde vivo: era un amor “sin condiciones”. Viéndome con su ciega mirada, mientras movía su enhiesto rabo como alas de un helicóptero, me decía de continuo: ¡Qué suerte, Jesús, has tenido por encontrarme; pero fui yo quien te eligió por compañero y nunca me has defraudado! Hay estímulos que disparan la simpatía y la compasión, y uno de ellos era la alegría que manifestaba al verme llegar a casa saltando y moviendo feliz su cola mientras la acariciaba. Y eso en ella era continuo.

Lo confieso: he sido enormemente feliz con ella; y como alguna vez a otros les he dicho (podéis imaginar en qué ocasiones), me he sentido feliz de poder manifestarle mi amor y decirle, sin anillos ni testigos: “sí, quiero; juntos en la salud y en la enfermedad… todos los días de nuestra vida”. Y así ha sido… Ya no la podré acariciar, como por las noches, extendiendo mi mano junto a su cuna, se dormía placentera y agradecida. Nos acompañábamos el sueño para renovar a la mañana siguiente el compromiso de nuestro diario cariño. Siendo pequeña, llenaba toda la casa… Y ahora, ¡qué enorme vacío! Se ha ido sin un gemido, sin un reproche, dulce y amorosa como siempre fue. ¡Cómo no la voy a recordar! Por eso, nunca le diré ¡adiós! Nos volveremos a encontrar; y mientras, nos estaremos esperando.

Recuerdo unos hermosos versos de Walt Whitman que hago míos:

“Creo que podría transformarme y vivir con los animales,

¡Son tan apacibles e independientes…!

Me paro a contemplarlos y los observo largo rato.

Ellos no se trastornan ni lloriquean por lo que les toca vivir.

No permanecen despiertos en la oscuridad llorando por sus pecados.

No me enferman con sus discusiones sobre sus deberes para con Dios.

Ninguno está insatisfecho,

ninguno enloquece con la manía de poseer cosas.

Ninguno se arrodilla ante otro ni ante sus antepasados que vivieron hace miles de años.

Ninguno se siente respetable o desdichado en toda la faz de la tierra”.

Y a vosotros, amigos, los que habéis tenido la paciencia de leerme, os digo:

“Luchad por defender los derechos de los animales. No renunciéis a participar en la grandeza que proporciona la compañía de un perro. Dejad que la chispa del conocimiento y la empatía por ellos prenda en la yesca de vuestra curiosidad y encienda en vosotros el fuego limpio del gozo de una experiencia de vida compartida con ellos”.

Nunca te diré “¡adiós!”