jueves. 18.04.2024

Mentira, verdad y política

Desde hace años, no sólo en el mundo de la política, sino también en el mundo de lo social, existe la convicción de que los políticos, a conveniencia, no dicen la verdad...

Desde hace años -con más fuerza en los últimos meses-, no sólo en el mundo de la política, sino también en el mundo de lo social, existe la convicción de que los políticos, a conveniencia, no dicen la verdad. Muchos ciudadanos tenemos la certeza de que las promesas electorales son baúles de mentiras y gran parte de los programas, ramilletes de futuros incumplimientos.

Pocos ciudadanos dudamos, excepto los parlamentarios del PP aplaudiendo “a rabiar”, de que el Presidente Rajoy, en el caso “Bárcenas”, dijese la verdad, al menos no toda, en su comparecencia en el Parlamento el pasado 1 de agosto. Y hace apenas unos días el mismo Rajoy ha respondido con un "no" rotundo a la pregunta parlamentaria si debería dimitir por mentir a la Cámara. Decía Sófocles que “una mentira nunca vive para llegar a vieja”; yo añado, y, menos, la mentira que procede del poder político; la mentira es la forma más cobarde y simple de autodefensa. Me da sana envidia reconocer que en los países más democráticos mentir en sede parlamentaria es un delito que conlleva consecuencias políticas. Los Estados Unidos – “caso Nixon” - son un ejemplo.

Es cierto que el hombre se define por la palabra, que es la que soporta la posibilidad de la mentira y que, como sentenciaba Porfirio, el filósofo neoplatónico griego, “el mentir, mucho más que reír, es propio del hombre”. Igualmente es cierto que la mentira política existe desde siempre; que las reglas y la técnica de lo que antaño se llamaba “demagogia”, y hoy llamamos también “manipulación o propaganda”, han sido sistematizadas y codificadas desde hace miles de años. Aún así, nunca se ha mentido tanto como se hace hoy en día, y nunca se ha mentido tan masiva, tan íntegra y cínicamente como en la actualidad sin que de esa práctica se deriven responsabilidades. Desde los totalitarismos y fascismos indeseables de la mitad del siglo XX, gran parte del progreso técnico se ha puesto al servicio de la mentira.  Sin embargo, el concepto de “mentira” presupone el de veracidad, de la cual ella es su opuesto y su negación, lo mismo que el concepto de falsedad presupone el de verdad. Pero sin profundizar en conceptos filosóficos o morales, entiendo por mentir en política el deformar a conveniencia la verdad que interesa a la sociedad o manipular por intereses de partido la realidad que interesa a los ciudadanos; es decir, los criterios de verdad no remiten a su valor universal sino a su conformidad con cierta utilidad de interés político, económico o social y en los que la distinción entre verdad y mentira se justifica en el interior mismo de los intereses de los que utilizan dichos términos. Entramos así en la primacía del relativismo ético.

Abundando en este relativismo ético, traigo como reflexión el trabajo del autor neorrealista John Mearsheimer, profesor de la Universidad de Chicago. En su obra El lobby israelí se atreve a investigar una de las grandes cuestiones de la política internacional: el rol de las mentiras. En él conceptualiza y analiza los diferentes tipos de mentiras que utilizan los políticos y estadistas. Y al hablar de mentiras, no se refiere en exclusiva a aquellas mentiras formuladas positivamente de las que se sospecha o se tiene la plena certeza de que son falsas (lies) sino también a aquellos supuestos en los que los políticos remarcan determinados hechos, relacionándolos de manera que se obtenga un beneficio a su favor, rebajando o ignorando aquellos otros que les resultan inconvenientes (spinning). La última de estas dimensiones sería la que él llama “concealment”, cuya traducción sería “encubrimiento u ocultación”, es decir la no revelación, encubrimiento u ocultación de aquella información que puede resultar perjudicial para los intereses de un político o un partido. Todas ellas son abarcadas mediante la definición de deception, actitud tendente a prevenir que otros conozcan la verdad de un hecho, opuesta a la actitud de truth telling, en la que un individuo realizaría todo su esfuerzo de manera honesta a efectos de que la verdad sea conocida. Sin tomar el concepto de mentir a la ligera, pues lo considera un comportamiento no deseable carente de justificación, Mearsehimer centra su atención y admite alguna justificación en aquellas mentiras formuladas por los políticos cuando hay en ellas honestas razones, es decir, las realizadas con un interés estratégico de interés nacional o internacional, pero nunca por intereses de partido o electorales o motivadas por razones ideológicas. Contra éstas, dice el autor, los ciudadanos deben siempre estar alerta.

La filósofa política alemana judía Hannah Arendt, una de las más influyentes del siglo XX, en su ensayo “Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política”, afirmaba que “la verdad y la política nunca se llevaron bien, que existen grandes desencuentros entre la transparencia y la gestión política y que la veracidad no se encuentra entre las virtudes propias de los políticos”. Aunque no se refería tanto a la verdad en sí, sino al modo con el que ellos la suelen defender, como si fuera definitiva, absoluta y más allá de toda crítica; algunos políticos creen que por poseer el poder y detentar la autoridad son, también, poseedores y guardianes de la verdad.

Todos sabemos, - es una afirmación cada vez más evidente- que la mentira y el engaño, por desgracia, juegan un papel relevante en la política en la que el pueblo es siempre el único perdedor. Sabemos, también, que el pensamiento crítico puede ser un arma idónea para desmontar las mentiras que expanden tanto el poder político y económico, como los medios de comunicación; pero la rebeldía, la crítica y la acción ciudadana deben ser los medios adecuados y necesarios para despertar de este mal sueño que aletarga hoy a muchos españoles.

Jamás entenderé, por tanto, el celo con el que la jerarquía católica, el Partido Popular y algunos medios de comunicación conservadores se opusieron, con escasos argumentos y con excesivo sectarismo, a la asignatura de Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos desde que se conociese la intención del gobierno socialista de implantarla. Esos sectores conservadores atizaron la sociedad y levantaron viva polémica motivada contra su entrada en el sistema educativo desde una crasa ignorancia sobre los objetivos educativos que subyacían a la misma. Eran éstos: favorecer el desarrollo de personas libres e íntegras a través de la consolidación de la autoestima, la dignidad personal, la libertad, la responsabilidad y la formación de futuros ciudadanos con criterio propio, respetuosos, participativos y solidarios, que conozcan sus derechos, asuman sus deberes y desarrollen hábitos cívicos para que puedan ejercer la ciudadanía de forma eficaz, honesta y responsable. Proponía esta nueva materia que la juventud aprendiese a convivir en una sociedad plural y globalizada en la que la ciudadanía, además de los aspectos civiles, políticos y sociales que ha ido incorporando en etapas históricas anteriores, incluyera como referente la universalidad de los derechos humanos que, reconociendo las diferencias, procuran la cohesión social. Estos objetivos no se presentaban de modo cerrado y definitivo, porque se consideraba que un elemento sustancial de la educación cívica es la reflexión encaminada a fortalecer la autonomía de los alumnos y alumnas para analizar, valorar y decidir desde la confianza en sí mismos, contribuyendo a que construyeran un pensamiento y un proyecto de vida propios. Pretendía, en suma, desarrollar, junto a los conocimientos y la reflexión sobre los valores democráticos, los procedimientos y estrategias que favoreciesen en ellos la sensibilización, la toma de conciencia y la adquisición de actitudes y virtudes cívicas. Para lograrlo, juzgaba imprescindible hacer de los centros educativos y de las aulas escolares lugares modelo de convivencia, en los que se respetasen las normas, se fomentase la participación en la toma de decisiones de todos los implicados, se permitiera el ejercicio de los derechos y se asumiesen las responsabilidades y deberes individuales. Espacios, en definitiva, en los que se practicase la participación, la aceptación de la pluralidad y la valoración de la diversidad, actitudes estas que ayudarían a los alumnos y alumnas a construirse una conciencia moral y cívica acorde con las sociedades democráticas, plurales, complejas y cambiantes en las que vivimos. Pretendía, en suma, promover y conseguir en los alumnos y alumnas conocimientos éticos basados en principios, valores y conductas que permitiesen el desarrollo de una sociedad más plena, democrática y armónica posible. En síntesis: educación para la ciudadanía y los derechos humanos tenía como objetivo fundamental educar en valores democráticos y de tolerancia.

Y contra estas ideas -“¡¡¡peligrosas, adoctrinadoras y subversivas!!!”-, se levantaron sectores conservadores hasta conseguir, con el Partido Popular en el poder y con el ministro de las mil polémicas, ese desafortunado Pepito Grillo de la educación, el ínclito señor Wert en el gobierno del Ministerio, suprimir dicha encomiable asignatura. Tal vez pensaba el ministro, que entiende la política como un duelo, que con esta materia ofertada en la LOE, los actuales alumnos y alumnas, futuros ciudadanos, bien formados socialmente, rechazarían y no podrían soportar la sarta de mentiras e incumplimientos con los que permanentemente nos deslumbran el Gobierno y los líderes del Partido Popular que lo sostiene; por esta razón juzgaron necesario suprimirla.

El silencio o la mentira en política son muy cómodos. Son un agujero negro capaz de tragarse las galaxias y junto con ellas toda la mierda humana que sea necesaria para que ciertos políticos puedan dormir tranquilos. “Si Dios calla –como metafórica y certeramente escribe Juanjo Millás- después de un gran cataclismo de la naturaleza y no reivindica los terremotos e inundaciones que se llevan por delante a miles de inocentes”, ¿por qué tiene que dar la cara el presidente de Gobierno y decir verdad en sede parlamentaria por un tesorero corrupto y que encima está en la cárcel? Y poniendo en sus mentiras remiendos de pequeñas verdades, en estos días el Partido Popular se pavonea de que ellos son los primeros en hacer una ley de transparencia contra la corrupción, promoviendo medidas administrativas y legales necesarias para que la iniciativa pública en materia de transparencia obligue no sólo a los órganos de la administración sino también a las entidades privadas que presten, reciban o administren recursos del Estado, y a aquellas que por sus propias características y funciones, revistan un alto interés público; aunque analizadas en su mayoría y la vicepresidenta se empeñe en negarlo, no dejan de ser un paquete de reformas anticorrupción que parecen diseñadas a medida para responder al caso del ex tesorero del PP, que tanto preocupa al partido y al Gobierno. ¡A buenas horas, mangas verdes! Aunque nunca es tarde si comienzan ellos por ser los primeros en cumplirlas. Razón tenía Prospero Mérimée al afirmar que “toda mentira de importancia necesita algo de verdad circunstancial para ser creída”, ya que la mentira requiere de alguna pequeña verdad para ser verosímil.

Decía Winston Churchill que “la primera víctima de la guerra es la verdad”. Por analogía, podríamos afirmar que “el peor enemigo de la democracia es la mentira”. Difícil resulta discutir la justeza de estas dos afirmaciones. De ahí que en democracia sea higiénico desconfiar de los políticos que asumen que sus opiniones y acciones, cualquiera que sean, pueden reemplazar la deliberación, la opinión y discusión de todos los ciudadanos; incluidos aquellos a quienes toman por más ignorantes. Éstos son los políticos mediocres o, mejor, falsos políticos; es recomendable identificarlos pues, como hemos escrito más arriba, en palabras de Hannah Arendt “la veracidad no se encuentra entre las virtudes propias de estos políticos”.

Se pregunta Alexandre Koyré en su obra “La función política de la mentira moderna”, cómo identificar a los políticos mediocres que se encuentran inmersos en este magma que es la acción política para, a continuación, dibujar un exacto retrato de su perfil. Es importante –escribe- saber ubicarlos, identificarlos y observar sus conductas. Su táctica es la mentira y su estrategias es trajinar en aquellos escenarios donde existe falta de conocimiento. Buscan las personas que puede servirles como escalera para lograr el poder y sus más oscuros intereses; por desgracia, una vez alcanzado el poder es cuando el pueblo (los ingenuos votantes) se da cuenta de la farsa, mas ya no hay tiempo de corregir el error cometido; aunque, a mi juicio y como medida de futuro, siempre se le puede presentar la oportunidad de enmendar ese error, por ejemplo, en las siguientes elecciones.

Los políticos mediocres están donde están los políticos excelentes, mimetizándose, desarrollando acciones políticas ineficientes para tratar de cumplir los programas prometidos o colocados en puestos para defender el plan de gobierno, sin afectar sus intereses. Se ubican también en sectores donde sin ser trabajadores de las administraciones o del gobierno (como asesores), realizan acciones manipuladas, que les permite obtener grandes beneficios por el solo hecho de estar relacionados con el partido. Realizan declaraciones conscientes de que son parcial o completamente falsas, esperando que los ciudadanos les crean, ocultando siempre la realidad sensible en forma total o parcial. A esto, sin ambages, llamamos mentira. Hay quienes se consideran políticos (¡cuántos!) por el hecho de estar afiliados a partidos u otros sectores con la posibilidad de alcanzar un cargo, ignorando el proceso de formación que la responsabilidad política les exige.

Políticos mediocres son aquellos que se atan a las rutinas y a los prejuicios; los que carecen de iniciativa y miran siempre al pasado poniendo su atención en paradigmas obsoletos; los que transforman su vida entera en una mentira metódicamente organizada; los que incumplen aquello que prometieron saltándose todas las líneas rojas que ellos mismos marcaron, siempre que ello les reporte un beneficio inmediato; los que están siempre en disposición incondicional de adular al poder. Se reconocen porque son dóciles a la presión del conjunto, maleables bajo el peso de la opinión pública. Ignoran que el hombre vale por su ser y saber y no por su poder.

Es importante, pues, si queremos que los políticos recuperen la confianza de los ciudadanos que hoy tienen perdida –basta acudir a las encuestas- que la nueva generación de políticos dignifique su identidad: alejados de toda corrupción, honestos en sus acciones, templados en el trabajo, seguros de sus creencias, leales a sus electores y fieles a su palabra, conscientes de que cuando sus decisiones y opiniones tienen consecuencias prácticas sobre la vida de los ciudadanos, deben poder ser mantenidas con criterios de verdad y corrección, es decir, con transparencia; porque acción e identidad van unidas a responsabilidad, actuar implica responder a un proyecto común y no responder equivale a no tener identidad; y sin identidad ni hay verdad, ni hay política ni hay democracia.

Dice Susan Sontag que “El mundo está lleno de estadistas a quienes la democracia ha degradado convirtiéndoles en políticos”. Cuántas veces hemos escuchado a los políticos de todos los colores que “existen líneas rojas que no se deben traspasar”, para, a renglón seguido, saltárselas con cínico descaro y sin rubor alguno. Las hemerotecas y videotecas nos proporcionan a diario cientos de ejemplos. Me declaro partidario de esta clarividente sentencia de Séneca: “Existe mentira cuando se lleva a cabo lo que primero se negó”. Y puesto que apostamos y anhelamos la verdad y transparencia en la sociedad y en la política, aquellos ciudadanos que nos consideremos responsables, aprendiendo lección de nuestro filósofo español, tenemos la obligación moral, y por higiene y responsabilidad democráticas de no dar nuestro voto en las siguientes e inmediatas elecciones al político o al partido que haya incumplido sustancialmente su programa electoral.

Podemos, pues, optar entre dos posturas: la de la resignación y el conformismo, sin criterio alguno y siguiendo las mismas rutinas de votar a los de siempre o la de la utopía y la esperanza, en la que se apuesta a que gota a gota es posible conformar un gran río; a que un grano no hace granero, pero ayuda al compañero… Desde certezas como éstas podemos ir generando pequeñas acciones orientadas a darle sentido democrático a la política y mirar al futuro que queremos y podemos construir, de compromiso con las generaciones de jóvenes que tienen derecho a alcanzar a una sociedad con mejores condiciones y calidad de vida que la que hoy tenemos. ¿Por qué no actuar, entonces, desde este imaginario de esperanza? Este es nuestro reto. Está en nuestra mano. Actuemos.

Mentira, verdad y política