jueves. 28.03.2024

Apoyo banal de los “Borbones” a la ¿fiesta nacional?

rey-torosHay conceptos que combinan mal al encerrar significados contradictorios; esta figura retórica de pensamiento es, según la RAE, un “oxímoron”; la unión de ambas palabras oculta un sarcasmo absurdo. Aristóteles, en su obra lógica, lo llama “principio de no contradicción”, según el cual un término o una proposición y su negación no pueden ser ambos verdaderos al mismo tiempo y en el mismo sentido. Augusto Monterroso ha utilizado el oxímoron con gran maestría hasta señalar que “sus libros estaban llenos de vacíos”. Sin la maestría de Monterroso se puede afirmar que “violencia y cultura”, “tauromaquia y arte”, o “civilización y maltrato” son ejemplos concretos de “oxímoron”. Es posible que muchos descubran de inmediato en el uso del lenguaje un oxímoron o contradicción en los argumentos de la lógica. Pero qué difícil es que, en la vacía retórica taurina o en relación con el trato con los animales, muchos ciudadanos, imbuidos incluso de poder institucional, perciban en su conducta y valores morales ciertas incongruencias. Sin embargo en la conducta social y tradiciones populares, ¡cuánto oxímoron se utiliza y, contra toda lógica, cuántas veces se maltrata el principio de no contracción!

Con cierta vergüenza leo en prensa que en su Semana Grande se han recuperado las corridas de toros, tras dos años sin estas fiestas taurinas, en la plaza de Illumbe, en la bella capital donostiarra. Al margen de las esperadas manifestaciones a favor de la tauromaquia y de las protestas en contra de estos atávicos festejos, todos los medios han destacado que “¡estas fiestas!” han contado con la presencia en el coso taurino del anterior monarca, Juan Carlos I; con su “estilo campechano” hacía las siguientes e “inteligentes” declaraciones: “He venido a apoyar nuestra fiesta nacional que tanto lo necesita”. Acompañaba al ex monarca, ¿quién si no?, su hija Elena, entusiasta de los toros, como su antepasada Isabel de Borbón, apodada “La Chata”. Y en un alarde de cateto vestido de luces, uno de los “matadores” de la tarde, el “doctor en historia y cultura”, Enrique Ponce, al brindarle a Juan Carlos una de sus “víctimas”, le halagaba de esta guisa: “es un honor, majestad, brindarle un toro especialmente en esta ocasión, porque con su presencia, no sólo está apoyando la fiesta de los toros y nuestro arte, sino la historia, la tradición y la cultura y, por encima de todo eso, la democracia y la libertad". ¡Olé y olé!

Sin reproche moral, pero sí social, se me hace difícil comprender cómo una persona que ha ocupado tan alta institución del Estado, -como documenta Paul Preston, reconocido historiador e hispanista en su libro “Don Juan Carlos. El Rey de un pueblo”-, tras haber sido protagonista de un trágico y lamentable accidente en el que murió su hermano Alfonso, el 29 de marzo de 1956, manejando un pequeño revólver, con 18 años de edad y un año de instrucción militar en la Academia General Militar de Zaragoza, manifieste tanto interés por las armas y le motive tanto la caza y muerte de nobles animales. ¡Cuantísimos ciudadanos, sin la importancia representativa e institucional del ex monarca, si hubiesen sufrido una experiencia tan traumática y trágica en el uso de las armas, se habrían alejado de por vida de cualquier arma de fuego ni poseerían interés alguno por construirse un pabellón de caza, como el ex monarca en la Zarzuela, en el que guardar una colección de armas de fuego encargada a los mejores fabricantes del mundo!

En estos momentos del siglo XXI, en un mundo globalizado, desde mi modesta y a la vez crítica opinión, considero que quien ha ejercido durante años la Jefatura del Estado desde la institución monárquica, tiene la obligación moral y la responsabilidad institucional de no apoyar tan decididamente una práctica salvaje tan rechazada y criticada internacionalmente que muchísimos españoles, cada vez en mayor número, rechazamos y repudiamos.

No considero las corridas de toros como “fiesta nacional”, ni creo que la tauromaquia represente como fiesta nacional a todos los ciudadanos de este país. No es, pues, ni ilógico ni irresponsable que si el que fue Jefe del Estado considera que matar toros representa “la fiesta nacional”, y un conocido matador afirma que “el matarile taurino” representa el arte, la historia, la tradición, la cultura, la democracia y la libertad en España", tantos españoles, hartos de esta abominable barbarie, no muestren demasiado interés en reconocerse representados e identificados ni por el ex monarca ni por esta nación. ¡Con qué incomprensible banalidad tantos amantes de la tauromaquia utilizan el maltrato animal como “cultura y tradiciones populares!.

En su trabajo “Psicología de la afición taurina”, el profesor Cecilio Paniagua estudia, desde una perspectiva psicoanalítica la evolución socio-histórica de la tauromaquia. La analiza con un encauzamiento psicológico del sadismo, el narcisismo, el erotismo y las identificaciones de la afición. Concluye que la tauromaquia constituye una compleja transacción cultural entre pulsiones inconscientes y la cambiante sensibilidad social a la crueldad, expresada por medios estéticos tradicionalmente sancionados. En un breve excurso histórico sostiene que a pesar de que, a mediados del siglo XVI, el Papa Pío V condenó los festejos taurinos -“agitatio taurorum”- bajo pena de excomunión, Felipe II encareció al papa sucesor, Gregorio XIII, que levantase dicha prohibición, a lo que éste accedió. Roma intentó varias veces condenar la lidia de los toros, pero nunca consiguió erradicar la pasión española por la tauromaquia; ni siquiera la Inquisición, tan intransigente en otras cuestiones, interfirió en la celebración de los espectáculos taurinos. No se puede ocultar el rechazo histórico y el horror a la tauromaquia de algunos monarcas, como Isabel la Católica; la tauromaquia estuvo prohibida durante distintos períodos de nuestra historia, quizás el más notorio durante los reinados de Carlos III y Carlos IV; otros, en cambio, como algunos Borbones, han mostrado una afición proverbial por estos espectáculos taurinos. Fernando VII, por ejemplo, los promovió, al tiempo que mandaba cerrar universidades por temor a que los jóvenes secundasen ideas jacobinas.

Tampoco se puede ignorar o negar que una gran parte de pensadores, literatos y artistas españoles han ensalzado sus valores ¿estéticos?; siempre se han esgrimido artificiosas y poco razonables racionalizaciones para justificar este cruel espectáculo; sin embargo otros muchos intelectuales han sostenido que la tradición de los toros no constituye parte esencial de nuestra identidad cultural y que, además, ha contribuido a nuestro relativo retraso con respecto a otras sociedades europeas. Lope de Vega escribía: “No falta razón que esta fiesta bruta sólo ha quedado en España, y no hay nación que consienta una cosa tan bárbara e inhumana si no es España”. Blasco Ibáñez sostuvo con inteligente ironía: “Los hijos de los que asistían con religioso y concentrado entusiasmo al achicharramiento de herejes y judaizantes se dedicaron a presenciar con ruidosa algazara la lucha del hombre con el toro, en la que sólo de tarde en tarde llega la muerte para el lidiador. ¿No es esto un progreso?”, y añadía: “La única bestia en la plaza es la gente”. Y nuestro ilustrado Jovellanos, a finales del siglo XVIII, declaró que la lidia de toros era “una diversión sangrienta y bárbara”; “si el gobierno -sostuvo- aboliese el espectáculo de los toros sería muy acreedor a la estimación y a los elogios de los buenos y sensatos ciudadanos”. Aquí apenas hubo Ilustración ni pensamiento científico, ético y político modernos. Muchos de nuestros actuales déficits culturales proceden de esa carencia. Comparto lo que decía nuestro compositor y director de orquesta Pablo Sorozábal: “La tauromaquia, también llamadaFiesta Nacional española” me ha parecido siempre una monstruosidad, una repugnante salvajada. La tortura del toro en el ruedo no es sino un crimen deleznable y odioso”. Y el maestro y Premio Nobel de Literatura 1998 José Saramago mantenía que “cuanto más indefensa está una criatura, más derecho tiene a que el hombre la proteja de la crueldad del hombre. Un animal no puede defenderse; si tú disfrutas con su dolor, si disfrutas con su tortura, si te gusta ver cómo sufre un animal…, entonces no eres un ser humano, eres un monstruo”. 

Hoy, la cambiante sensibilidad de la sociedad con respecto a los espectáculos sangrientos y su rechazo va en aumento. El debate y la posición mayoritaria en la Comunidad Europea contra a este espectáculo es exponente claro de que la tauromaquia debe ser suprimida como manifestación cultural, a favor de los derechos de los animales y contra su maltrato. Es altamente significativo que desde 2008 el Parlamento Europeo haya decidido suprimir el subsidio para los animales criados con el fin de morir en el ruedo.

Si por cultura entendemos las formas de vida materiales, sociales e ideológicas de los pueblos, las sociedades y los grupos humanos, debemos convenir en que, en la experiencia humana, la cultura es a la vez universal y particular, múltiple y diversa. Y aunque tradición (o tradiciones) se incluye en el concepto más amplio de cultura, ambos conceptos no se identifican. Con meridiana clarividencia lo explica el profesor Javier Marcos Arévalo en su trabajo “La tradición, el patrimonio y la identidad”. Cultura, tradición y costumbres de un pueblo -al igual que identidad, por la que existe la conciencia en diversos grupos sociales de que poseen formas de vida específicas, relevantes y representativas-, son conceptos complejos, ambiguos y polisémicos; porque son construcciones sociales cuyos significados cambian dependiendo de la época, el tiempo histórico y según quienes los empleen y para qué fines se utilicen. La tradición y las costumbres son construcciones sociales que cambian temporalmente, de una generación a otra; y espacialmente, de un lugar a otro. Es decir, varían dentro de cada cultura, en el tiempo y según los grupos sociales y entre las diferentes culturas.

Etimológicamente tradición deriva del latín “tradere”, es decir lo que viene transmitido del pasado; por extensión, el conjunto de conocimientos que cada generación entrega a la siguiente. Si la tradición es la herencia colectiva, el legado del pasado, lo es también debido a su renovación en el presente. La tradición, de hecho, actualiza y renueva el pasado desde el presente. Y afirma el profesor Arévalo: la tradición, para mantenerse vigente, y no quedarse en un conjunto de anacrónicas antiguallas, costumbres fósiles, obsoletas o injustificadamente salvajes, se debe modificar al compás de la sociedad, pues representa la continuidad cultural. De aquí, justamente, su versátil capacidad de cambio y de adaptación cultural a conjuntos globalizados y socioculturales más amplios y responsables. Está en constante renovación, y se crea, recrea, inventa y destruye cada día; contiene en sí misma los gérmenes de la estabilidad y del cambio. Y el cambio, en términos de adaptación sociocultural, es consustancial a toda sociedad; continuamente se crean nuevas formas de expresión cultural.

En su maravilloso libro La nueva alianza el premio Nobel de química Ilya Prigogine señala que si no avanzamos en defender los derechos y la cultura la humanidad se deslizará hacia la barbarie. Y enfatiza en defender ambos, derechos y cultura, que nunca son un regalo sino el resultado de una costosa conquista cotidiana, siempre amenazados de ser anulados por el poder a los que apellida “los traficantes de la subcultura”; el premio nobel distingue claramente entre cultura y sus subproductos, como pueden ser los espectáculos y las tradiciones. Actualmente, una inmensa mayoría de la gente opina que la tortura pública de los animales en general y de los toros en particular es una salvajada injustificable; las tradiciones, por arraigadas que estén y se apelliden “populares” no justifican nada.

¡Cuántos en España intentar justificar que la tauromaquia, además de ser “nuestra fiesta nacional”, es parte de nuestra identidad! Ignoran que la imagen de la identidad de un pueblo se conforma desde una percepción interior (cómo nos vemos) pero también desde la visión exterior (cómo nos ven). En su lúcido artículo “La España negra y la tauromaquia” el pensador y filósofo Jesús Mosterín analiza esta realidad. “Siempre resulta sospechoso -afirma- que una práctica aborrecida en casi todo el mundo sea defendida en unos pocos países con el único argumento de ser tradicional en ellos. Aparte de España, las corridas se mantienen sobre todo en México y Colombia, dos de los países más violentos del mundo. Otros países más suaves de Latinoamérica, como Chile, Argentina o Brasil, hace tiempo que las abolieron. Las normas más respetables suelen ser universales... Por desgracia, en muchos sitios hay costumbres locales crueles, sangrientas e injustificables, aunque no por ello menos tradicionales. De hecho, todas las salvajadas son tradicionales allí donde se practican. Algunos parecen incapaces de quitarse sus orejeras tribales a la hora de considerar el final del maltrato público de los toros. No les importa la lógica ni la ética, el sufrimiento ni la crueldad, sino sólo el origen de la costumbre. Consideran aceptable la crueldad procedente de la propia tribu o pueblo, pero no la ajena”.

De la palabra latina mores (costumbres) procede nuestro término moral. El conjunto de las costumbres y normas de un grupo o una tribu constituye su moral. Cosa muy distinta es la ética, que es el análisis filosófico y racional de las morales. Mientras la moral puede ser provinciana, la ética siempre es universal. Desde un punto de vista ético, lo importante es determinar si una norma es justificable racionalmente o no; su procedencia tribal, nacional o religiosa es irrelevante. La justificación ética de una norma requiere la argumentación en función de principios generales formales, como la consistencia o la universalidad, o materiales, como la evitación del dolor innecesario. Desde luego, lo que no justifica éticamente nada es que algo sea tradicional. Un ejemplo claro de barbarie es la salvaje y cruel tradición del “Toro de la Vega” en Tordesillas. A los enemigos de los toros, es decir, a los defensores de las corridas, una vez gastados los cartuchos mojados de las excusas analfabetas, como que el toro no sufre, sólo les quedan dos argumentos: que las corridas son tradicionales y que su abolición atentaría contra la libertad.

Sostiene el profesor Mosterín que “la tradición no es justificación de nada. La tortura pública y atroz de animales inocentes (y además rumiantes, los más miedosos, huidizos y pacíficos de todos) es una salvajada injustificable, y como tal es tenida por la inmensa mayoría de la gente y de los filósofos, científicos, veterinarios y juristas de todo el mundo”. Ningún liberal ha defendido un presunto derecho a maltratar y torturar a criaturas indefensas. De hecho, los países que más han contribuido a desarrollar la idea de la libertad, como Inglaterra, han sido los primeros que han abolido los encierros y las corridas de toros. Curiosamente, y es un síntoma de nuestro atraso, la misma discusión que estamos teniendo ahora en España y sobre todo en Cataluña ya se tuvo en Gran Bretaña hace 200 años. Los padres del liberalismo tomaron partido inequívoco contra la crueldad. Ya entonces, frente al burdo sofisma de que, puesto que los caballos o los toros no hablan ni piensan en términos abstractos se los puede torturar impunemente, el gran jurista y filósofo liberal Jeremy Bentham señalaba que la pregunta éticamente relevante no es si pueden hablar o pensar, sino si pueden sufrir.

Y concluye de forma inteligente y contundente sus reflexiones: “En vez de crear el partido liberal moderno del que carecemos, los dirigentes del Partido Popular se ponen a correr hacia atrás, se enfundan la montera y el capote, pontifican que el mal cultural de las corridas de toros es un bien cultural e invocan las esencias de la España negra para tratar de arañar un par de votos, sin darse cuenta de que a la larga pueden perder muchos más con semejante actitud”.

La abolición de los festejos taurinos, la defensa de los derechos de los animales y la lucha contra su maltrato no es un capricho sentimental de unos cuantos ciudadanos sino una exigencia moral que todos debemos asumir, de modo especial, aquellos que se arrogan o representan las autoridad de las Instituciones, desde la Jefatura del Estado, pasando por el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial. Así se recoge y reconoce en la Declaración universal de los derechos del animal, adoptada por la Liga Internacional de los Derechos del Animal y las Ligas Nacionales afiliadas en la Tercera reunión sobre los derechos del animal, celebrada en Londres del 21 al 23 de septiembre de 1977; proclamada el 15 de octubre de 1978 por la Liga Internacional, las Ligas Nacionales y las personas físicas que se asocian a ellas; aprobada por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación la Ciencia y la Cultura (UNESCO), y posteriormente por la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Recomiendo leer no sólo la filosofía clara de su breve preámbulo sino las taxativas normas de sus 14 artículos; entre otras consideraciones, expone que el respeto hacia los animales por el hombre está ligado al respeto de los hombres entre ellos mismos; que la educación debe enseñar, desde la infancia, a observar, comprender, respetar y amar a los animales -¡ay que necesaria era y es esa asignatura suprimida por el Partido Popular de educación para la ciudadanía!-; que todo animal posee derechos; que el desconocimiento y desprecio de dichos derechos han conducido y siguen conduciendo al hombre a cometer crímenes contra la naturaleza y contra los animales. Especial atención merecen los artículos 3: Ningún animal será sometido a malos tratos ni actos crueles. 4: Todo animal perteneciente a una especie salvaje, tiene derecho a vivir libre en su propio ambiente natural, terrestre, aéreo o acuático y a reproducirse; y su privación de libertad, incluso aquella que tenga fines educativos, es contraria a este derecho. 5: Todo animal perteneciente a una especie que viva tradicionalmente en el entorno del hombre, tiene derecho a vivir y crecer al ritmo y en las condiciones de vida y de libertad que sean propias de su especie. 6: Todo animal que el hombre ha escogido como compañero tiene derecho a que la duración de su vida sea conforme a su longevidad natural. El abandono de un animal es un acto cruel y degradante. 10: Ningún animal debe ser explotado para esparcimiento del hombre.

Está claro que lo que España ha firmado en tratados internacionales al asumir la normativa de Naciones Unidas en absoluto se respeta y cumple, y lo que es peor, sus gobernantes “se lo saltan a la torera” (expresión nunca mejor traída).

Y acabo. Nadie podrá discutir la autoridad moral como referente universal de Mahatma Gandhi. Suya es esta frase que comparto: “Un país, una civilización se puede juzgar por la forma en que trata a sus animales". Desde la distancia de mi pequeñez ante él, me permito añadirle una reflexión a modo de conclusión: Un país, una civilización que convierte, con la anuencia pasiva o activa de sus gobernantes e instituciones, en fiesta nacional y en tradición el maltrato de los animales, disfruta con su tortura y aplaude al ver cómo sufren cuando los asesinan, es un país con una cultura y civilización enfermas.

Apoyo banal de los “Borbones” a la ¿fiesta nacional?