jueves. 18.04.2024

Lo positivo del Plan B para Europa y algunas inquietudes

Tras el fracaso de la estrategia negociadora seguida por el Gobierno de Tsipras, la idea del Plan B se ha independizado por completo de su sentido original.

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El Plan B que impulsa buena parte de la izquierda radical y alternativa europea es, antes que cualquier otra cosa, una propuesta de cooperación entre muy diferentes y contradictorias orientaciones sobre qué supone y cómo se consigue construir una alternativa de izquierdas o progresista a la crisis económica que permita dejar atrás las políticas de austeridad y devaluación interna para recuperar empleos, salarios, bienes públicos y derechos perdidos.

Salida progresista de la crisis que se construiría a partir de la democratización de las instituciones europeas en la toma de decisiones y un mayor protagonismo de la ciudadanía en la tarea de definir los objetivos y las medidas a aplicar.

En sus primeras formulaciones, el Plan B se entendía como el diseño de un plan viable de salida del euro que pudiera servir al Gobierno de Syriza como amenaza creíble y le ayudara a conseguir bazas negociadoras para lograr cambiar las políticas comunitarias respecto a la economía griega. El Plan B debería cumplir un papel complementario del objetivo central de cambio o suavización de las duras políticas de austeridad impuestas a Grecia desde 2010, que era el Plan A del equipo negociador encabezado por Varoufakis, que centraba sus esfuerzos, casi exclusivamente, en conseguir una reestructuración de la deuda soberana griega que aligerara la insoportable carga financiera que sufría. Se trataba de una búsqueda agónica de aire que permitiera respirar a la economía helena y al propio Gobierno de Tsipras en la tarea de cumplir con parte de su programa electoral.

Todavía hoy, me parece muy difícil valorar hasta qué punto era acertado o no este enfoque negociador o precisar qué errores cometió el equipo encabezado por Varoufakis. Algunos de esos errores son bastante evidentes; otros, en cambio, son difíciles de delimitar y resulta extremadamente complicado especificar qué peso tuvieron en el mal resultado final de las negociaciones. No conozco suficientemente bien los hechos ni, como consecuencia, puedo hacer una valoración de los errores y aciertos del enfoque y la tarea del equipo negociador. En todo caso, no creo que se pueda hablar de rendición o capitulación de Syriza ni considero que pueda achacarse en exclusiva o principalmente el fracaso del Gobierno Tsipras a los errores cometidos. Antes que a cualquier otra razón, la derrota de la ciudadanía griega y de su Gobierno fue el resultado lógico de la situación de insolvencia de la economía griega y de la necesidad de la Troika de no conceder el más mínimo espacio o ventaja a las fuerzas emergentes en los países del sur de la eurozona contrarias a la austeridad.  

Tras el fracaso de la estrategia negociadora seguida por el Gobierno de Tsipras, la idea del Plan B se ha independizado por completo de su sentido original. Más aún, se ha vaciado de significado. A pesar de los esfuerzos por intentar dotar a la idea del Plan B de contornos precisos, al día de hoy apenas significa nada. Ha pasado a ser un significante vacío o un eslogan con muy poco significado. El caso es que, paradójicamente, mientras siga estando vacío puede seguir teniendo cierta utilidad. Si la ambigüedad desapareciera y ese vacío se llenase de contenidos precisos, la convivencia que hoy existe en el seno del Plan B entre enfoques, posiciones y orientaciones contradictorias dejaría de ser posible.

Dos posiciones principales conviven en la iniciativa política que supone el Plan B, con grandes diferencias en sus respectivos enfoques pero con objetivos comunes orientados a impulsar la democracia en la toma de decisiones y poner fin a la austeridad. De forma muy sintética, de un lado estarían los que quieren cambiar las reglas del euro y, en el otro lado, los que pretenden salir del euro y desmantelar la eurozona.

Para algunos de los personajes, colectivos y partidos que lo impulsan, el Plan B debe convertirse en un programa inequívoco de salida de la eurozona, ya que en su opinión la democracia es incompatible con el euro, del mismo modo que en su lógica argumental rechazar la austeridad conduce inexorablemente a rechazar el euro. De esta forma, el Plan B se convierte en un plan de salida del euro y la única vía que tiene la izquierda de conseguir sus objetivos. Según esta concepción, el Plan B se opondría a un Plan A que, en ocasiones, parece referirse a la estrategia de austeridad que preconizan los mercados y las instituciones comunitarias y, en otros casos, se identifica con las pretensiones de algunos compañeros de viaje en el impulso del Plan B que intentan hacer compatible el euro y la democracia o, dicho de otra forma, pretenden poner el euro y las instituciones comunitarias al servicio de la mayoría social. Intentos que, los partidarios de salir del euro, consideran de antemano condenados al fracaso.

Para otras fuerzas comprometidas también con el impulso de la iniciativa, el Plan B es una propuesta que facilita la expresión movilizadora del hartazgo que provoca la actual UE en la ciudadanía europea. Al tiempo que contribuye a desarrollar un imprescindible debate social orientado a construir una estrategia de cambio democrático del entramado institucional de la eurozona que permita superar y dejar atrás las políticas de austeridad y devaluación interna. Los partidarios de esta interpretación del Plan B no quieren dejar en manos exclusivas de la derecha el proyecto de unidad europea. Piensan que la ciudadanía europea puede y debe disputar la hegemonía a las fuerzas conservadoras y liberales que en alianza con buena parte de la socialdemocracia marcan el paso de las políticas de austeridad gracias al control que ejercen sobre las instituciones comunitarias.

Y entre ambas posiciones caben y existen infinidad de claroscuros, ideas, matices y propuestas que conviven en torno a la misma iniciativa.

Todavía es pronto para decir cuánto tiempo durará en el seno del Plan B esa convivencia inestable entre posiciones tan distantes. Lo que parece claro es que esa coexistencia bloquea la elaboración de un programa conjunto y, lo que es lo mismo, que un avance sustancial en la definición de ese programa provocaría desunión y depuración de una parte sustancial de las ideas y componentes que ahora forman parte de la iniciativa.

Mientras la situación se aclara, el conjunto de los sectores que integran e impulsan  el Plan B podrá seguir organizando foros europeos e internacionales de debate y propuestas de movilización de la ciudadanía en contra de las políticas de austeridad. De hecho, tras los encuentros desarrollados en Madrid del 19 al 21 de febrero y, un mes antes, en París, ya está en marcha la primera expresión movilizadora Por una rebelión democrática en Europa del próximo 28 de mayo. Muy probablemente, el éxito de esa movilización europea contribuirá a mantener vivos la iniciativa, la unidad de sus componentes y el inestable equilibrio de pluralidad e indefinición que la sostienen. Pero la indefinición no es un elemento perdurable. Antes o después, la iniciativa avanzará algún tipo de definición que abrirá grietas que pueden acabar resquebrajando la unidad en torno al Plan B y enfrentando a sus diferentes componentes. El desafío consiste en comprobar si el trabajo en común hasta ese momento, la practica movilizadora y las buenas prácticas de debate y disenso son capaces de enriquecer al conjunto y ayudan a que las diferentes corrientes prolonguen su colaboración y tengan tiempo para elaborar programas más sólidos que las que actualmente ofrecen.   

El normal discurrir de los hechos lleva a que las diferentes corrientes existentes en el  seno del Plan B busquen también, al margen de esa iniciativa de convivencia de enfoques muy dispares, plataformas propias de elaboración y desarrollo de sus respectivos programas y estrategias de salida de la crisis. De hecho, así lo están haciendo los sectores que identifican el Plan B con un programa de salida del euro y ya han constituido su propia plataforma, centrada en la salida del euro, al considerar una pérdida de esfuerzos y tiempo los intentos de democratizar la Unión Europea y cambiar el rumbo de sus actuales políticas.

De igual modo, las fuerzas políticas y las corrientes ciudadanas que consideran que el proyecto de unidad europea se puede volver a poner de nuevo sobre los raíles de la solidaridad y la cohesión tendrán que precisar sus propuestas y una estrategia europea de cambio institucional. La práctica desarrollada por los Estados miembros en el terreno de ceder y compartir soberanía es una experiencia a proteger e impulsar que obliga a articular y precisar un programa que permita contar con el apoyo de la mayoría social en toda Europa para cambiar el rumbo de las políticas comunitarias y reformar o completar las instituciones comunes. En Europa, la mayoría social está en condiciones de hacer prevalecer la búsqueda de soluciones a sus necesidades frente a la poderosa minoría que ha sabido poner las instituciones y reglas comunitarias al servicio de sus particulares intereses económicos.

En resumidas cuentas, en la iniciativa del Plan B para Europa se pueden observar muchos aspectos positivos y potencialidades, pero conviene advertir sus límites, la indefinición y los riesgos desunión y desorientación que también existen en su seno.

¿Qué tiene de positivo el Plan B?

Por ahora, casi todo. Tal y como está formulado en estos momentos.

Acierta, en primer lugar, en la necesidad de situar en el escenario europeo uno de los centros de atención y preocupación de la ciudadanía. Son las políticas y las instituciones comunitarias las que deben ser reformadas y completadas para superar las actuales incoherencias y debilidades institucionales, especialmente en la eurozona.

Acierta, en segundo lugar, en la crítica de la austeridad y las reformas que denominan estructurales y que siguen imponiendo las instituciones europeas a sabiendas de su ineficacia en lo que dicen pretender y de unos nefastos y destructivos impactos económicos, sociales y políticos que se desconsideran.

Acierta, por último, al subrayar la necesidad de fortalecer y coordinar a escala europea la movilización ciudadana y popular encaminada a superar la paralización de las instituciones europeas y los gobiernos de los Estados miembros en unos esquemas dogmáticos de austeridad presupuestaria y búsqueda suicida de competitividad basada en un recorte de los costes laborales que resulta amenazante para los otros socios.

¿Qué potencial encierra la propuesta del Plan B?

Fundamentalmente, la posibilidad de desarrollar la reflexión de la ciudadanía y de los propios colectivos sociales y partidos políticos que integran el Plan B sobre las medidas políticas a reivindicar y poner en marcha para proteger a los sectores sociales vulnerables, recuperar los empleos, salarios, bienes públicos y derechos perdidos. En resumen, la posibilidad de superar la crisis en beneficio de la mayoría social.

El Plan B es actualmente un puente que permite impulsar la colaboración entre fuerzas de izquierdas y progresistas con muy diferentes diagnósticos y propuestas. Y un debate que, si es sosegado, puede contribuir a la convivencia de los múltiples puntos de vista y alternativas que hoy existen en su seno. También podría facilitar la expresión crítica de una ciudadanía activa en la defensa de sus derechos y de un proyecto de unidad europea que genere confianza en la mayoría social, sirva de red de protección de los sectores sociales en riesgo de exclusión y apueste por un desarrollo sostenible que sea compatible con unos principios de solidaridad, sostenibilidad y cohesión económica social y territorial que se han perdido y que, en el pasado, suscitaron una ola de simpatía y aprecio en una parte considerable de la ciudadanía europea.

¿Qué inquietudes suscita el Plan B?

No cabe menospreciar la posibilidad de que el Plan B acabe siendo otra cosa y se transforme, en alas del sectarismo y la miopía política, en un nuevo factor de separación que profundice las distancias que hoy existen entre las diferentes familias y sectores de la vieja y la nueva izquierda y entre sus contradictorias y, en general, poco elaboradas propuestas de salida de la crisis.

Hay que considerar, además, los riesgos ciertos de burocratización y elitismo que frecuentemente acompañan a fórmulas organizativas necesariamente laxas que favorecen las representaciones huecas, el protagonismo de los nombres de relumbrón, los debates orientados a la búsqueda efectista de titulares o minutos de exposición mediática y la machacona obsesión por la difusión de cápsulas discursivas que en nada contribuyen a entender la situación.   

El desarrollo del potencial que tiene el Plan B no está, ni mucho menos, asegurado. Puede convertirse también en una vía estéril, otra más, de debate encaminado a reforzar particulares señas de identidad de algunos de sus componentes o, aún peor, en un campo de batalla entre ideas y posiciones predefinidas que aspiran antes a lograr protagonismo en asambleas de activistas y militantes que en escuchar, debatir y consensuar alternativas viables capaces de lograr el apoyo de la mayoría social. Y capaces, sobre todo, de parar las medidas de austeridad que van a seguir intentando imponer a los países del sur de la eurozona.

El ser o no ser del Plan B

El Plan B no debería ser un plan de salida del euro ni, en sentido contrario, un programa de cambio que limita sus objetivos a la decisión de permanecer en la eurozona a toda costa, tal y como es o tal y como está ahora. El Plan B es un espacio de encuentro, una herramienta de resistencia y un programa de cambio y democratización de las instituciones y políticas comunitarias que pretende sustentarse en la movilización y el protagonismo de la ciudadanía y en las decisiones democráticamente expresadas por la mayoría social.

Cualquier intento de reducir esa sustancia del Plan B a una alternativa tan simplista como la salida o no salida del euro tendría, inevitablemente, consecuencias negativas: afianzaría un debate estéril y plano incapaz de abrirse a la complejidad; división de las fuerzas y voluntades que ya están coordinando sus esfuerzos para acabar con los recortes y la austeridad; alimentaría un pensamiento estratégico que reduce su alcance a una hipótesis, salir del euro, que promete un futuro brillante y un principio de solución de todos los problemas del país que consiga recuperar su moneda nacional y dejar el euro, pero no tiene en cuenta los graves problemas inmediatos y futuros que acarrearía esa salida efectiva del euro y la UE.

No es posible ignorar los deseos, temores y prioridades que expresa la mayoría social a propósito de la salida del euro. La ciudadanía europea, también la ciudadanía progresista y de izquierdas, tiene razones de peso para considerar una aventura repleta de riesgos la salida de la eurozona y la UE. Resulta imprescindible tener en cuenta y sopesar sus razones.

Razones de naturaleza política o histórica que evocan un pasado de conflictos militares que tuvieron efectos devastadores en los países europeos y que tienen presente los graves desarreglos geoestratégicos y amenazas que exigen actualmente acuerdos amplios y coordinación de la acción política internacional.

Y razones de carácter económico que apuntan a las múltiples reservas que obligan a interrogarse sobre la funcionalidad de la recuperación unilateral y conflictiva de una moneda nacional devaluada en unas condiciones poco propicias por muchas causas:

 - un nivel muy alto de endeudamiento en euros por parte del conjunto de los agentes económicos, públicos y privados que haría insoportable, con una nueva moneda nacional devaluada, el peso de la deuda exterior en euros;

- un proceso que viene de lejos, que favorecía la concentración en las economías del centro del mercado único de la industria que no se deslocalizaba hacia los países emergentes, se intensificó al crearse la moneda única (sumaba a la ausencia de barreras, la desaparición del riesgo de cambio), y aceleró la desindustrialización de la periferia de la eurozona, provocando una dependencia aún más estrecha que en el pasado entre crecimiento económico e importación de productos industriales;

- una baja elasticidad precio de la demanda de bienes importados que hace que un  aumento importante de los precios de importación debido a la devaluación de la moneda nacional no se traduzca en un retroceso similar de las importaciones en volumen, sino en un aumento del precio de los bienes y servicios que necesariamente deben ser importados (energía, bienes de alta gama o tecnología) que ahoga el crecimiento y reduce el poder de compra de las rentas domésticas;

- una especialización productiva dominada por productos de escaso valor añadido y niveles de gama y complejidad medios o medio-bajos, sometidos a una competencia creciente por parte de los países emergentes que se sustenta en los costes laborales y que obligaría a mantener o intensificar la presión sobre los salarios;

- una posición de buena parte de la industria manufacturera exportadora en una cadena de valor internacional muy segmentada que obliga a seguir importando en euros una parte sustancial de los componentes que se incorporan a los productos exportados y que dificulta que los precios de exportación incorporen la reducción de costes que supone la devaluación de la moneda.

No se trata de recelos infundados, debilidades del carácter nacional o insuficiente conciencia de clase frente a obstáculos reales y represalias económicas y políticas potenciales. Se trata del temor, más que razonable, a una aventura de incierto resultado que la mayoría social no acepta ni parece dispuesta a apoyar. Es verdad que sectores cada vez más amplios de la ciudadanía europea han perdido simpatías por el proyecto de unidad europea que hoy encarnan Merkel, Juncker o Draghi. Y que en nada ayudan a recuperarlas las desacertadas políticas, la inacción o la simple desbandada con las que las autoridades comunitarias han abordado las críticas a la imposición de destructivas políticas de austeridad a los países del sur de la eurozona, la contraposición en las formas de abordar las negociaciones con Grecia y con Reino Unido, el inhumano maltrato que reciben las personas que buscan refugio y ayuda en Europa o los enfoques cortoplacistas y electoralistas con los que se afronta la amenaza del yihadismo terrorista. Pero ninguno de esos graves problemas tiene mejor solución o más fácil saliendo de la eurozona y, como consecuencia, de la UE.

Si la izquierda quiere ser un factor de cambio y ofrecer alternativas viables no puede definir sus propuestas de espaldas a la mayoría social ni contribuir a atascar las dinámicas sociales favorables al cambio con propuestas que dividen, desorientan y debilitan las posibilidades de transformación del proyecto de unidad europea en aras de una hipótesis estratégica única que es poco más que una consigna que parte de la necesidad de salir del euro y acaba en el mismo punto de partida.

Algunas de las corrientes políticas que integran el Plan B consideran que la cohabitación que actualmente existe en su seno entre orientaciones tan dispares es incongruente y no deseable políticamente. Y apuestan por una posición más clara y radical que ponga en el centro de su acción y de su programa los objetivos de salida del euro y desmantelamiento de la eurozona. De no producirse esa definición y el cuestionamiento radical del euro, piensan, el Plan B acabará siendo una propuesta inútil en la que la B pasaría a ser la inicial de bagatela o baratija. 

De nuevo reaparece tras esa concepción la despreocupación por lo que piensa o desea la mayoría social. Ofrecen fórmulas elitistas de construcción de movimiento y organización de la ciudadanía en las que se parte de una definición previa de lo que es o no es necesario en función de supuestos saberes que blindan frente a la realidad, la crítica y, peor aún, contra la opinión expresa de la mayoría social. No parece un camino recomendable.

Los contenidos de un movimiento ciudadano de tanta envergadura como el que se requiere para cambiar el rumbo de la UE y disputar la hegemonía a los poderes y elites que marcan hoy ese rumbo deben ser suficientemente flexibles.  

Se necesita un pensamiento estratégico en construcción, pero sólidamente anclado en la mayoría social. Una estrategia que cuente con pistas y puntos de referencia que permitan el trabajo en común y la colaboración entre todos los sectores europeístas de carácter progresista y de izquierdas, la movilización de la ciudadanía en torno a reivindicaciones con un amplio apoyo social y una actitud permanente de escucha activa de los resultados que se obtienen, los datos que ofrece la realidad y los argumentos críticos que se aporten. Y en todas esas tareas esenciales que conducen a una estrategia alternativa más elaborada y sólida, la iniciativa que supone el Plan B puede jugar un importante papel. O transformarse en una nueva decepción.

Lo positivo del Plan B para Europa y algunas inquietudes