viernes. 29.03.2024

¿Reindustrialización? Sí, pero no como pretenden los mercados y la derecha

La Fundación 1º de Mayo propone un nuevo debate sobre la Reindustrialización. Gabriel Flores plantea en este excelente artículo alternativas para un nuevo modelo industrial.

 

 

Las páginas que siguen intentan resaltar la importancia de la economía real y, más concretamente, del sector industrial en el diagnóstico de la crisis y su superación. Hay que volver la vista hacia los problemas de la industria y remarcar el papel que debe jugar la política industrial en la superación de la crisis. No puede darse una salida duradera de la crisis sin encarar el peso insuficiente y la baja gama que caracterizan al sector manufacturero. Problemas que tienden a perpetuarse como resultado de la destrucción de capacidad productiva y crecimiento potencial que se está produciendo.

El primer impacto recesivo de la actual crisis económica causó estragos importantes en el tejido industrial de la UE. En el periodo 2008-2009, las producciones industriales de Alemania y Francia retrocedieron algo más del 15% respecto a los valores de 2007, mientras en España e Italia sufrían caídas próximas al 22%. La desigual recuperación de la industria europea comenzó a mediados de 2009 y se mantuvo hasta principios de 2011. A partir de entonces, las trayectorias de las cuatro economías divergen y se refuerza la heterogeneidad de los países de la eurozona, tanto en términos productivos como de mercados financieros, niveles de renta o naturaleza y grado de sus desequilibrios macroeconómicos.

Según datos de Eurostat, ese proceso de diferenciación ha dado como resultado que el valor de la producción industrial de 2012 en Alemania fuera tan solo un 1,4% inferior al nivel alcanzado en 2007, mientras que en Francia experimentaba un retroceso mucho más serio del 13,5%, en Italia una grave pérdida del 20,8% y en España un hundimiento del 27,1%.

En cuanto a la evolución del empleo, las diferencias también son de envergadura. En 2012, las manufacturas españolas habían acumulado una pérdida del 27% de los empleos existentes en 2008. En esos cuatro años, Francia perdió un 11%, Italia un 10% y Alemania un 2,5% de los empleos manufactureros.

La desindustrialización y la consiguiente pérdida de tejido productivo y empresarial son problemas de enorme envergadura que debe afrontar la economía española. Se podrían añadir otros muchos de tanta o más gravedad: grandes niveles de endeudamiento de los agentes económicos públicos y privados, creciente desigualdad social y territorial, un acceso muy limitado al crédito bancario y a los mercados internacionales de capital, costes financieros elevados o unas cuentas públicas y exteriores desequilibradas. Puede haber discrepancias a la hora de valorar si la pérdida de sustancia manufacturera es el problema más importante o urgente de la economía española, pero no creo que pueda posponerse su tratamiento ni dejar de considerar esa pérdida como extremadamente grave.

No hay políticas de estímulo de la demanda ni atajos mágicos que puedan resolver las debilidades y carencias de la oferta productiva. La política industrial deberá ocupar una posición de primera importancia en la tarea de impulsar una modernización de las fuerzas y estructuras productivas basada en el progreso técnico, mayor nivel de formación y cualificación de la mano de obra y mejora generalizada de la gama de especialización productiva que ni el mercado ni la estrategia conservadora de salida de la crisis tienen capacidad de llevar a cabo.   

Diagnósticos y soluciones

El mayor incremento de los precios y los costes laborales nominales que muestra la economía española durante los años previos al estallido de la crisis mundial ha tenido un impacto negativo sobre la competitividad de las exportaciones de difícil cuantificación. Es cierto que los costes laborales por hora (incluyendo los de la seguridad social a cargo de las empresas) alcanzaron una media de 21,8 euros por hora en el periodo 2009-2011, tras registrar un incremento del 45,3% respecto al periodo 1998-2000. Y que ese incremento fue superior al que experimentaron en el mismo tiempo en Alemania (25,3%), Italia (40,0%) o Francia (42,2%), pero aún se está muy lejos de haber agotado la ventaja de partida, ya que los costes laborales por hora en la industria española siguen siendo muy inferiores (apenas suponen un 65,7% de los alemanes, un 63,8% de los franceses o un 86,5% de los italianos)

En todo caso, ni los costes laborales pueden considerarse el único factor involucrado en la competitividad ni del reconocimiento de su mayor crecimiento nominal puede derivarse la identificación de esa aparente pérdida de competitividad como el principal problema de la economía española o, mucho menos, que la solución pase por una reducción sustancial de los costes laborales.

En primer lugar porque la pérdida de competitividad es cuestionable. En realidad, los salarios reales por trabajador (considerando el deflactor del PIB) acumularon entre 1998 y 2006 una pérdida de alrededor del 8%, algo mayor que el retroceso del 5% de la productividad del trabajo por persona empleada en igual periodo, por lo que el efecto sobre los costes laborales unitarios es mínimo y, en todo caso, no puede utilizarse como un indicador, siempre discutible, de la pérdida de competitividad. De buscar causas, antes que en el inexistente aumento de los salarios reales o los costes laborales unitarios, habría que encontrarlas en factores tales como la desaparición del progreso técnico, la fuerte apreciación del euro entre 2002 y 2008, el menor esfuerzo relativo en materia de innovación, una estructura productiva que reforzó la especialización en sectores de baja y medio-baja densidad tecnológica o la mayor presencia de la pequeña y mediana empresa.

Y en segundo lugar porque la pérdida de competitividad, suponiéndola cierta, ha tenido en realidad un impacto nulo o muy limitado, como demuestran el curso ascendente seguido por las exportaciones de productos industriales y las cuotas de las exportaciones españolas de bienes en los mercados comunitario y mundial que, en lo fundamental, se han mantenido estables. Ni siquiera el importante incremento de la presión competitiva procedente de China y otros países emergentes de bajos salarios provocó retrocesos significativos. De hecho, las exportaciones españolas siguieron creciendo a un ritmo similar al del comercio mundial, tanto en los años previos a la actual crisis como con posterioridad a su estallido. Entre nuestros grandes socios de la eurozona, sólo las exportaciones alemanas presentan resultados algo mejores.

Por eso resulta tan extraño que muchos expertos, incluso entre aquellos que en el diagnóstico de la crisis niegan con acierto un papel principal o determinante al problema de la pérdida de competitividad, establezcan como primera condición para la recuperación de la industria española el incremento de la competitividad y como herramienta básica imprescindible un mayor ajuste entre salarios y productividad propiciado por modalidades de reforma del mercado laboral que se parecen en demasía a las impuestas en los últimos años por los gobiernos del PSOE y el PP y persiguen similares objetivos de abaratar costes, recortar derechos, debilitar la negociación colectiva y liberar a las empresas de fastidiosas restricciones que limiten su capacidad de decidir las condiciones de trabajo de sus empleados.

Tras muchos años en los que ha dominado el desdén por el deterioro industrial, pocos niegan ahora la importancia y la necesidad de incrementar el peso y mejorar la calidad de la producción industrial. En lo que no hay consenso ni, me atrevería a decir, puede haberlo es en cómo impulsar la reindustrialización. Sería difícil que fuera de otra manera y que existieran posibilidades de alcanzar amplios acuerdos, ya que el debate en torno a la reindustrialización se inscribe en una controversia más amplia y en un agudo conflicto sociopolítico y teórico en torno al diagnóstico y las soluciones que debe propugnar la izquierda frente a la estrategia de austeridad que han impuesto la derecha europea, los mercados y las instituciones comunitarias.

En una estrategia progresista de salida de la crisis, la reindustrialización es, en mi opinión, un componente esencial, aunque conviene distinguir de modo nítido las políticas reindustrializadoras que está imponiendo la derecha de las que debería propugnar la izquierda. Unas y otras no tienen nada en común, salvo el nombre. Ni en sus contenidos ni en sus objetivos ni en sus afanes.

La estrategia reindustrializadora que cabe percibir tras las medidas de austeridad, devaluación interna y reformas desreguladoras del mercado laboral se basa en una presión permanente destinada a reducir los costes laborales y fiscales que soportan las empresas y que esa reducción se traslade a los precios y promueva un incremento de las exportaciones capaz de compensar la caída de la demanda interna. Es, por tanto, una estrategia no cooperativa que impulsa la insolidaridad entre los socios de la UE que deben pugnar entre sí para conseguir aumentar sus cuotas de exportación y, no menos importante, atraer inversión extranjera directa a costa de sus socios. Es una estrategia injusta, porque la presión que se ejerce contra los salarios y los derechos laborales redunda en beneficio exclusivo de las rentas del capital y los márgenes de rentabilidad de las empresas. Es una estrategia interesada y errónea que sigue reafirmando la presunta infalibilidad de los mercados desregulados y su capacidad para asignar eficientemente los recursos y modernizar la base productiva. Y es una estrategia autoritaria que niega el derecho democrático de la sociedad a regular las relaciones mercantiles en beneficio de la mayoría social.

Frente al horizonte de pérdida de empleos, recortes salariales, pobreza y exclusión que ofrece la derecha a la mayoría de la sociedad, las grandes empresas obtienen ventajas salariales y fiscales y nuevas fuentes de negocio en torno a demandas que hasta el momento eran abastecidas con bienes públicos.

La movilización popular seguirá teniendo en los próximos meses mucha responsabilidad. Sólo si la indignación ciudadana gana en extensión e intensidad será posible trabar los recortes y las medidas de paro y pobreza que se están imponiendo y abrir nuevos espacios políticos para la aplicación de una nueva estrategia progresista de salida de la crisis entre cuyos componentes principales cabe situar la modernización industrial.

La reindustrialización que promueven las instituciones europeas en los países del sur de la eurozona es una fuente inagotable de conflictos sociopolíticos que no permite márgenes de acuerdo y que requiere, para apaciguar esos conflictos, del desprestigio y la neutralización de las organizaciones que critican las medidas antisociales. Por el contrario, una estrategia progresista de reindustrialización necesita revalorizar la política industrial, el papel de los poderes públicos y los marcos institucionales y reguladores eficientes, la democracia en la formulación de las grandes decisiones y en el control de la acción gubernamental y la movilización social como sustento y protección de los intereses de la mayoría.

Una estrategia progresista de reindustrialización también requiere de la concertación social. Pero conviene no confundir los tiempos ni la secuencia de los acontecimientos. Una amplia concertación social y política en las actuales circunstancias y en el marco de la actual estrategia de salida de la crisis es inimaginable, a no ser que consigan doblegar la resistencia de los sindicatos de clase y la indignación activa que muestra un amplio sector de la ciudadanía. Sólo después de contribuir al fracaso de la estrategia conservadora de salida de la crisis será posible tomarse en serio la imprescindible tarea de promover un amplio acuerdo social y político en torno a los objetivos, prioridades y criterios de actuación que debe decidir de forma democrática la ciudadanía. 

Mientras tanto, resistencia y negociación seguirán entremezclándose y formando parte de la respuesta sindical y ciudadana a los recortes y la austeridad. No cabe negar de antemano todo espacio o toda posibilidad a la consecución de acuerdos entre los agentes sociales. La exigencia de reindustrialización no puede limitarse a ser una bandera o un objetivo a largo plazo, debe intentar también plasmaciones concretas a corto plazo en las ramas y empresas en las que sea posible por disponer de mayores niveles de solvencia, conseguir mejores resultados o contar con más oportunidades de desarrollo. La situación del tejido empresarial en el sector industrial es muy heterogéneo y cuenta con ámbitos locales y sectoriales más o menos propicios para negociar e intentar alcanzar acuerdos, sean de carácter defensivo (preservar el empleo, resolver dificultades coyunturales de liquidez o no perder capacidades productivas) o de mayor alcance (incrementar la cualificación de las plantillas, abrir nuevos canales de comercialización, favorecer el acceso a mercados exteriores o renovar equipos). La idea de la imprescindible reindustrialización también necesita ganar credibilidad, sumar apoyos y abrirse paso con experiencias que ofrezcan saldos netos favorables al empleo decente y a la innovación.  

Una estrategia progresista de reindustrialización

La tarea reindustrializadora no es fácil, requiere importantes recursos financieros, largos periodos de maduración y políticas económicas que requieren un complejo diseño de transformaciones estructurales y actuaciones indirectas que combinen incentivos y restricciones destinados a promover cambios tecnológicos, mejorar los factores productivos y generar y difundir la innovación en los procesos productivos, los productos, la organización y la gestión. La reindustrialización es tan difícil como necesaria. Y tan necesaria como posible.

Antes que apelar al mundo de las propuestas imaginativas, sería conveniente conocer y adentrarse por los caminos trillados que han recorrido las economías que acreditan buenos resultados en las tareas de impulsar una especialización inteligente, generar empleo neto o conservar altos niveles de cohesión y bienestar.

Se conocen los factores y las políticas que han permitido que los empleos y el valor añadido de los sectores manufactureros de algunos países de la OCDE hayan resistido y podido mantener las ganancias de productividad y el progreso técnico. Durante la actual crisis y antes de su estallido, pese a la importancia de los procesos de deslocalización, varios países de la OCDE han sabido proteger su base industrial y difundir la innovación en el conjunto de su aparato productivo. Sólo hace falta voluntad política y capacidad de aprender para concentrar la actuación pública en seleccionar, replicar y adaptar las experiencias de éxito a nuestro entorno y condiciones específicas. Tareas que podría resumirse en hacer lo contrario de lo que se está haciendo o, dicho de forma positiva, centrar los esfuerzos públicos en tres objetivos o líneas de actuación que se concretan en más inversión transformadora, no menos.

Primero, incrementar el esfuerzo en Investigación y Desarrollo. España ocupa los últimos lugares en I+D, tanto en lo que se refiere al sector público como, más aún, al privado. El aumento de los recursos destinados a tal fin a partir del año 2000 permitió a España alcanzar en 2008 su máximo nivel histórico de inversión en investigación (muy cerca del 1,4% del PIB) y mantenerlo en 2009 y 2010, pero desde entonces los recortes han reducido un porcentaje que siempre ha situado a España muy por debajo de la media de los países de la eurozona. Tal retroceso compromete el cambio estructural en la industria y limita las posibilidades de crecimiento de las actividades de alta y media-alta tecnología, que suponen un 2% y un 33%, respectivamente, del output total que genera la industria española. Y son precisamente esas actividades de mayor densidad tecnológica las que presentan los déficits comerciales de mayor cuantía y las que alimentan en mayor medida el círculo vicioso de dependencia y endeudamiento externo. Junto al incremento del esfuerzo innovador, habría que garantizar la estabilidad de los equipos de investigación, la cuantía de las inversiones en horizontes plurianuales de largo recorrido y una mejor conexión de los resultados obtenidos con el sistema productivo.

Segundo, aumentar la inversión pública en todos los niveles del sistema educativo. La inversión pública en educación alcanzó su cota máxima en 2009, con un 5,1% del PIB. En años posteriores los recortes han disminuido ese porcentaje y, como consecuencia, la cuantía en euros destinada a la enseñanza pública. A menudo se subraya como principal problema la menor inversión por estudiante en la educación superior y se recalca la necesidad de centrar los esfuerzos en mejorar la calidad de la educación terciaria. Sin embargo, una formación básica deficiente no puede encontrar la solución en los niveles superiores del sistema educativo ni en una concentración de los recursos públicos en la selección de los mejores o la búsqueda de una discutible excelencia de la minoría. Es necesario también dedicar la máxima atención a solucionar la escasa cualificación laboral de una parte importante de las personas desempleadas de larga duración y un fracaso escolar que determina que un porcentaje muy importante de la población juvenil abandone la educación secundaria obligatoria (ESO) sin disponer de las herramientas básicas que permitirían proseguir su formación. En 2012, un 25,9% de los estudiantes de ESO no lograron obtener el título de graduado. Y, en el mismo sentido, en 2011, un 26,3% de la población joven de entre 18 y 24 años no había completado los estudios postobligatorios de bachillerato o formación profesional de grado medio.

Y tercero, incrementar la inversión destinada a ampliar y modernizar el conjunto del aparato productivo y, de forma complementaria, fortalecer el ahorro energético y la producción ecológicamente responsable. Podrían conectarse, de este modo, la inversión  productiva, la regulación comunitaria y mundial a propósito de la reducción de los gases de efecto invernadero y la preocupación social por el consumo irresponsable de recursos limitados e irreproducibles, los graves riesgos que generan la energía y los residuos nucleares o la nefasta herencia que recibirán futuras generaciones en materia medioambiental. No es razonable aspirar a sustituir el tejido productivo y el empleo perdidos con empresas de tecnología punta. Sí se puede, en cambio, mantener un esfuerzo sostenido que permita obtener la financiación necesaria y orientarla hacia la inversión en tecnologías de creciente sofisticación, también en el ámbito de economizar materiales y energía, que promuevan el empleo y el progreso técnico y permitan un paulatino avance del peso relativo de actividades y productos de mayor densidad tecnológica.

Ese esfuerzo inversor también debe estar estrechamente vinculado con la tarea de reforzar a corto plazo los sectores más intensivos en trabajo y, por tanto, con más capacidad para generar empleo. Es posible compaginar la modernización productiva y la creación de empleo. Un ejemplo claro de la posible combinación de ambos objetivos se podría encontrar en la financiación de un plan de choque para mejorar el aislamiento y la eficiencia energética del extenso parque inmobiliario existente. Lo que falta no son ideas, experiencias o alternativas viables, sino voluntad política para seleccionar objetivos y medidas y, más aún, para obtener los fondos necesarios para financiar la política industrial. 

No se debería intentar salir de la crisis con las mismas recetas que han conducido al desastre. Incentivar la demanda mediante el endeudamiento público no es posible ni aconsejable, por razones políticas y económicas, ni va a ser posible, en las economías más endeudadas como la española, durante un largo periodo de tiempo que cabe cuantificar en lustros, en los que predominará la tendencia al desendeudamiento de agentes económicos públicos y privados. Lo prioritario no es crecer de cualquier manera o a costa de lo que sea, sino generar empleos y acompañar, financiar y acelerar el deseable proceso de transición hacia un nuevo modelo de crecimiento que favorezca las inversiones de futuro en educación, innovación y modernización del tejido industrial, especialmente el de las pequeñas y medianas empresas manufactureras y los servicios vinculados a dichas empresas.

Finalizo con unos breves comentarios sobre dos temas de gran importancia a la hora de valorar las posibilidades del proceso reindustrializador: el aumento de los ingresos públicos y el cambio de rumbo de la UE.

Una reindustrialización que aliente el progreso técnico y la modernización de las estructuras y especializaciones productivas exige un crecimiento sostenido de los ingresos totales de las Administraciones Públicas, acercándolos a los niveles medios de la UE que en 2012, según Eurostat, se situaron en el 45,4% del PIB, nueve puntos por encima de los españoles. La crisis no puede servir para justificar, como se ha hecho, el aumento de la carga tributaria que soportan las rentas del trabajo de la mayoría. Bajar impuestos no es de izquierdas; subirlos, tampoco. Depende de a quién, cómo y para qué.

Aumentar la recaudación tributaria pasa necesariamente por una mayor presión inspectora y penal sobre defraudadores y usuarios de paraísos fiscales, nuevos impuestos sobre transacciones financieras, mayor esfuerzo tributario de los titulares de los grandes patrimonios, equiparación de la fiscalidad que soportan las rentas del capital y del trabajo y una reforma del IRPF que incremente la progresividad y el número de tramos a partir de la actual base imponible de 53.407 euros anuales. El aumento de la recaudación tributaria así obtenido debe destinarse de forma preferente a generar empleos decentes, asegurar la protección social de personas y hogares en riesgo de exclusión y estimular una modernización de estructuras y especializaciones productivas compatible con la cohesión económica, social y territorial.

Además de la inexcusable reforma fiscal progresista, sería conveniente contar con el apoyo de las instituciones comunitarias, tanto en términos financieros como de ruptura con la estrategia de austeridad. Por ahora, ese camino de colaboración está cerrado y hay que centrar los esfuerzos en ampliar los estrechos márgenes de actuación que permite el dominio aplastante del bloque conservador en las instituciones europeas y aumentar la autonomía política de los países del sur de la eurozona para tener alguna oportunidad de recuperar los empleos y el bienestar perdidos.

Esta Europa no sólo no sirve a los intereses de los países del sur de la eurozona y del conjunto de la ciudadanía europea, sino que los perjudica de forma grave e irreparable. Poco sentido tiene en las actuales circunstancias y con las políticas que imponen las instituciones comunitarias reclamar más Europa o una Europa fuerte. Antes bien, se trata de aumentar la presión ciudadana a favor de la construcción de una nueva hegemonía de fuerzas progresistas y de izquierda que propicie otra Europa, más solidaria, más democrática, más volcada en aumentar la cohesión social y más justa en el reparto de los costes, ventajas y oportunidades que derivan de la participación en un proyecto común.

 ¿Reindustrialización? Sí, pero no como pretenden los mercados y la derecha

Gabriel Flores

Las páginas que siguen intentan resaltar la importancia de la economía real y, más concretamente, del sector industrial en el diagnóstico de la crisis y su superación. Hay que volver la vista hacia los problemas de la industria y remarcar el papel que debe jugar la política industrial en la superación de la crisis. No puede darse una salida duradera de la crisis sin encarar el peso insuficiente y la baja gama que caracterizan al sector manufacturero. Problemas que tienden a perpetuarse como resultado de la destrucción de capacidad productiva y crecimiento potencial que se está produciendo.

El primer impacto recesivo de la actual crisis económica causó estragos importantes en el tejido industrial de la UE. En el periodo 2008-2009, las producciones industriales de Alemania y Francia retrocedieron algo más del 15% respecto a los valores de 2007, mientras en España e Italia sufrían caídas próximas al 22%. La desigual recuperación de la industria europea comenzó a mediados de 2009 y se mantuvo hasta principios de 2011. A partir de entonces, las trayectorias de las cuatro economías divergen y se refuerza la heterogeneidad de los países de la eurozona, tanto en términos productivos como de mercados financieros, niveles de renta o naturaleza y grado de sus desequilibrios macroeconómicos.

Según datos de Eurostat, ese proceso de diferenciación ha dado como resultado que el valor de la producción industrial de 2012 en Alemania fuera tan solo un 1,4% inferior al nivel alcanzado en 2007, mientras que en Francia experimentaba un retroceso mucho más serio del 13,5%, en Italia una grave pérdida del 20,8% y en España un hundimiento del 27,1%.

En cuanto a la evolución del empleo, las diferencias también son de envergadura. En 2012, las manufacturas españolas habían acumulado una pérdida del 27% de los empleos existentes en 2008. En esos cuatro años, Francia perdió un 11%, Italia un 10% y Alemania un 2,5% de los empleos manufactureros.

La desindustrialización y la consiguiente pérdida de tejido productivo y empresarial son problemas de enorme envergadura que debe afrontar la economía española. Se podrían añadir otros muchos de tanta o más gravedad: grandes niveles de endeudamiento de los agentes económicos públicos y privados, creciente desigualdad social y territorial, un acceso muy limitado al crédito bancario y a los mercados internacionales de capital, costes financieros elevados o unas cuentas públicas y exteriores desequilibradas. Puede haber discrepancias a la hora de valorar si la pérdida de sustancia manufacturera es el problema más importante o urgente de la economía española, pero no creo que pueda posponerse su tratamiento ni dejar de considerar esa pérdida como extremadamente grave.

No hay políticas de estímulo de la demanda ni atajos mágicos que puedan resolver las debilidades y carencias de la oferta productiva. La política industrial deberá ocupar una posición de primera importancia en la tarea de impulsar una modernización de las fuerzas y estructuras productivas basada en el progreso técnico, mayor nivel de formación y cualificación de la mano de obra y mejora generalizada de la gama de especialización productiva que ni el mercado ni la estrategia conservadora de salida de la crisis tienen capacidad de llevar a cabo.   

Diagnósticos y soluciones

El mayor incremento de los precios y los costes laborales nominales que muestra la economía española durante los años previos al estallido de la crisis mundial ha tenido un impacto negativo sobre la competitividad de las exportaciones de difícil cuantificación. Es cierto que los costes laborales por hora (incluyendo los de la seguridad social a cargo de las empresas) alcanzaron una media de 21,8 euros por hora en el periodo 2009-2011, tras registrar un incremento del 45,3% respecto al periodo 1998-2000. Y que ese incremento fue superior al que experimentaron en el mismo tiempo en Alemania (25,3%), Italia (40,0%) o Francia (42,2%), pero aún se está muy lejos de haber agotado la ventaja de partida, ya que los costes laborales por hora en la industria española siguen siendo muy inferiores (apenas suponen un 65,7% de los alemanes, un 63,8% de los franceses o un 86,5% de los italianos)

En todo caso, ni los costes laborales pueden considerarse el único factor involucrado en la competitividad ni del reconocimiento de su mayor crecimiento nominal puede derivarse la identificación de esa aparente pérdida de competitividad como el principal problema de la economía española o, mucho menos, que la solución pase por una reducción sustancial de los costes laborales.

En primer lugar porque la pérdida de competitividad es cuestionable. En realidad, los salarios reales por trabajador (considerando el deflactor del PIB) acumularon entre 1998 y 2006 una pérdida de alrededor del 8%, algo mayor que el retroceso del 5% de la productividad del trabajo por persona empleada en igual periodo, por lo que el efecto sobre los costes laborales unitarios es mínimo y, en todo caso, no puede utilizarse como un indicador, siempre discutible, de la pérdida de competitividad. De buscar causas, antes que en el inexistente aumento de los salarios reales o los costes laborales unitarios, habría que encontrarlas en factores tales como la desaparición del progreso técnico, la fuerte apreciación del euro entre 2002 y 2008, el menor esfuerzo relativo en materia de innovación, una estructura productiva que reforzó la especialización en sectores de baja y medio-baja densidad tecnológica o la mayor presencia de la pequeña y mediana empresa.

Y en segundo lugar porque la pérdida de competitividad, suponiéndola cierta, ha tenido en realidad un impacto nulo o muy limitado, como demuestran el curso ascendente seguido por las exportaciones de productos industriales y las cuotas de las exportaciones españolas de bienes en los mercados comunitario y mundial que, en lo fundamental, se han mantenido estables. Ni siquiera el importante incremento de la presión competitiva procedente de China y otros países emergentes de bajos salarios provocó retrocesos significativos. De hecho, las exportaciones españolas siguieron creciendo a un ritmo similar al del comercio mundial, tanto en los años previos a la actual crisis como con posterioridad a su estallido. Entre nuestros grandes socios de la eurozona, sólo las exportaciones alemanas presentan resultados algo mejores.

Por eso resulta tan extraño que muchos expertos, incluso entre aquellos que en el diagnóstico de la crisis niegan con acierto un papel principal o determinante al problema de la pérdida de competitividad, establezcan como primera condición para la recuperación de la industria española el incremento de la competitividad y como herramienta básica imprescindible un mayor ajuste entre salarios y productividad propiciado por modalidades de reforma del mercado laboral que se parecen en demasía a las impuestas en los últimos años por los gobiernos del PSOE y el PP y persiguen similares objetivos de abaratar costes, recortar derechos, debilitar la negociación colectiva y liberar a las empresas de fastidiosas restricciones que limiten su capacidad de decidir las condiciones de trabajo de sus empleados.

Tras muchos años en los que ha dominado el desdén por el deterioro industrial, pocos niegan ahora la importancia y la necesidad de incrementar el peso y mejorar la calidad de la producción industrial. En lo que no hay consenso ni, me atrevería a decir, puede haberlo es en cómo impulsar la reindustrialización. Sería difícil que fuera de otra manera y que existieran posibilidades de alcanzar amplios acuerdos, ya que el debate en torno a la reindustrialización se inscribe en una controversia más amplia y en un agudo conflicto sociopolítico y teórico en torno al diagnóstico y las soluciones que debe propugnar la izquierda frente a la estrategia de austeridad que han impuesto la derecha europea, los mercados y las instituciones comunitarias.

En una estrategia progresista de salida de la crisis, la reindustrialización es, en mi opinión, un componente esencial, aunque conviene distinguir de modo nítido las políticas reindustrializadoras que está imponiendo la derecha de las que debería propugnar la izquierda. Unas y otras no tienen nada en común, salvo el nombre. Ni en sus contenidos ni en sus objetivos ni en sus afanes.

La estrategia reindustrializadora que cabe percibir tras las medidas de austeridad, devaluación interna y reformas desreguladoras del mercado laboral se basa en una presión permanente destinada a reducir los costes laborales y fiscales que soportan las empresas y que esa reducción se traslade a los precios y promueva un incremento de las exportaciones capaz de compensar la caída de la demanda interna. Es, por tanto, una estrategia no cooperativa que impulsa la insolidaridad entre los socios de la UE que deben pugnar entre sí para conseguir aumentar sus cuotas de exportación y, no menos importante, atraer inversión extranjera directa a costa de sus socios. Es una estrategia injusta, porque la presión que se ejerce contra los salarios y los derechos laborales redunda en beneficio exclusivo de las rentas del capital y los márgenes de rentabilidad de las empresas. Es una estrategia interesada y errónea que sigue reafirmando la presunta infalibilidad de los mercados desregulados y su capacidad para asignar eficientemente los recursos y modernizar la base productiva. Y es una estrategia autoritaria que niega el derecho democrático de la sociedad a regular las relaciones mercantiles en beneficio de la mayoría social.

Frente al horizonte de pérdida de empleos, recortes salariales, pobreza y exclusión que ofrece la derecha a la mayoría de la sociedad, las grandes empresas obtienen ventajas salariales y fiscales y nuevas fuentes de negocio en torno a demandas que hasta el momento eran abastecidas con bienes públicos.

La movilización popular seguirá teniendo en los próximos meses mucha responsabilidad. Sólo si la indignación ciudadana gana en extensión e intensidad será posible trabar los recortes y las medidas de paro y pobreza que se están imponiendo y abrir nuevos espacios políticos para la aplicación de una nueva estrategia progresista de salida de la crisis entre cuyos componentes principales cabe situar la modernización industrial.

La reindustrialización que promueven las instituciones europeas en los países del sur de la eurozona es una fuente inagotable de conflictos sociopolíticos que no permite márgenes de acuerdo y que requiere, para apaciguar esos conflictos, del desprestigio y la neutralización de las organizaciones que critican las medidas antisociales. Por el contrario, una estrategia progresista de reindustrialización necesita revalorizar la política industrial, el papel de los poderes públicos y los marcos institucionales y reguladores eficientes, la democracia en la formulación de las grandes decisiones y en el control de la acción gubernamental y la movilización social como sustento y protección de los intereses de la mayoría.

Una estrategia progresista de reindustrialización también requiere de la concertación social. Pero conviene no confundir los tiempos ni la secuencia de los acontecimientos. Una amplia concertación social y política en las actuales circunstancias y en el marco de la actual estrategia de salida de la crisis es inimaginable, a no ser que consigan doblegar la resistencia de los sindicatos de clase y la indignación activa que muestra un amplio sector de la ciudadanía. Sólo después de contribuir al fracaso de la estrategia conservadora de salida de la crisis será posible tomarse en serio la imprescindible tarea de promover un amplio acuerdo social y político en torno a los objetivos, prioridades y criterios de actuación que debe decidir de forma democrática la ciudadanía. 

Mientras tanto, resistencia y negociación seguirán entremezclándose y formando parte de la respuesta sindical y ciudadana a los recortes y la austeridad. No cabe negar de antemano todo espacio o toda posibilidad a la consecución de acuerdos entre los agentes sociales. La exigencia de reindustrialización no puede limitarse a ser una bandera o un objetivo a largo plazo, debe intentar también plasmaciones concretas a corto plazo en las ramas y empresas en las que sea posible por disponer de mayores niveles de solvencia, conseguir mejores resultados o contar con más oportunidades de desarrollo. La situación del tejido empresarial en el sector industrial es muy heterogéneo y cuenta con ámbitos locales y sectoriales más o menos propicios para negociar e intentar alcanzar acuerdos, sean de carácter defensivo (preservar el empleo, resolver dificultades coyunturales de liquidez o no perder capacidades productivas) o de mayor alcance (incrementar la cualificación de las plantillas, abrir nuevos canales de comercialización, favorecer el acceso a mercados exteriores o renovar equipos). La idea de la imprescindible reindustrialización también necesita ganar credibilidad, sumar apoyos y abrirse paso con experiencias que ofrezcan saldos netos favorables al empleo decente y a la innovación.  

Una estrategia progresista de reindustrialización

La tarea reindustrializadora no es fácil, requiere importantes recursos financieros, largos periodos de maduración y políticas económicas que requieren un complejo diseño de transformaciones estructurales y actuaciones indirectas que combinen incentivos y restricciones destinados a promover cambios tecnológicos, mejorar los factores productivos y generar y difundir la innovación en los procesos productivos, los productos, la organización y la gestión. La reindustrialización es tan difícil como necesaria. Y tan necesaria como posible.

Antes que apelar al mundo de las propuestas imaginativas, sería conveniente conocer y adentrarse por los caminos trillados que han recorrido las economías que acreditan buenos resultados en las tareas de impulsar una especialización inteligente, generar empleo neto o conservar altos niveles de cohesión y bienestar.

Se conocen los factores y las políticas que han permitido que los empleos y el valor añadido de los sectores manufactureros de algunos países de la OCDE hayan resistido y podido mantener las ganancias de productividad y el progreso técnico. Durante la actual crisis y antes de su estallido, pese a la importancia de los procesos de deslocalización, varios países de la OCDE han sabido proteger su base industrial y difundir la innovación en el conjunto de su aparato productivo. Sólo hace falta voluntad política y capacidad de aprender para concentrar la actuación pública en seleccionar, replicar y adaptar las experiencias de éxito a nuestro entorno y condiciones específicas. Tareas que podría resumirse en hacer lo contrario de lo que se está haciendo o, dicho de forma positiva, centrar los esfuerzos públicos en tres objetivos o líneas de actuación que se concretan en más inversión transformadora, no menos.

Primero, incrementar el esfuerzo en Investigación y Desarrollo. España ocupa los últimos lugares en I+D, tanto en lo que se refiere al sector público como, más aún, al privado. El aumento de los recursos destinados a tal fin a partir del año 2000 permitió a España alcanzar en 2008 su máximo nivel histórico de inversión en investigación (muy cerca del 1,4% del PIB) y mantenerlo en 2009 y 2010, pero desde entonces los recortes han reducido un porcentaje que siempre ha situado a España muy por debajo de la media de los países de la eurozona. Tal retroceso compromete el cambio estructural en la industria y limita las posibilidades de crecimiento de las actividades de alta y media-alta tecnología, que suponen un 2% y un 33%, respectivamente, del output total que genera la industria española. Y son precisamente esas actividades de mayor densidad tecnológica las que presentan los déficits comerciales de mayor cuantía y las que alimentan en mayor medida el círculo vicioso de dependencia y endeudamiento externo. Junto al incremento del esfuerzo innovador, habría que garantizar la estabilidad de los equipos de investigación, la cuantía de las inversiones en horizontes plurianuales de largo recorrido y una mejor conexión de los resultados obtenidos con el sistema productivo.

Segundo, aumentar la inversión pública en todos los niveles del sistema educativo. La inversión pública en educación alcanzó su cota máxima en 2009, con un 5,1% del PIB. En años posteriores los recortes han disminuido ese porcentaje y, como consecuencia, la cuantía en euros destinada a la enseñanza pública. A menudo se subraya como principal problema la menor inversión por estudiante en la educación superior y se recalca la necesidad de centrar los esfuerzos en mejorar la calidad de la educación terciaria. Sin embargo, una formación básica deficiente no puede encontrar la solución en los niveles superiores del sistema educativo ni en una concentración de los recursos públicos en la selección de los mejores o la búsqueda de una discutible excelencia de la minoría. Es necesario también dedicar la máxima atención a solucionar la escasa cualificación laboral de una parte importante de las personas desempleadas de larga duración y un fracaso escolar que determina que un porcentaje muy importante de la población juvenil abandone la educación secundaria obligatoria (ESO) sin disponer de las herramientas básicas que permitirían proseguir su formación. En 2012, un 25,9% de los estudiantes de ESO no lograron obtener el título de graduado. Y, en el mismo sentido, en 2011, un 26,3% de la población joven de entre 18 y 24 años no había completado los estudios postobligatorios de bachillerato o formación profesional de grado medio.

Y tercero, incrementar la inversión destinada a ampliar y modernizar el conjunto del aparato productivo y, de forma complementaria, fortalecer el ahorro energético y la producción ecológicamente responsable. Podrían conectarse, de este modo, la inversión  productiva, la regulación comunitaria y mundial a propósito de la reducción de los gases de efecto invernadero y la preocupación social por el consumo irresponsable de recursos limitados e irreproducibles, los graves riesgos que generan la energía y los residuos nucleares o la nefasta herencia que recibirán futuras generaciones en materia medioambiental. No es razonable aspirar a sustituir el tejido productivo y el empleo perdidos con empresas de tecnología punta. Sí se puede, en cambio, mantener un esfuerzo sostenido que permita obtener la financiación necesaria y orientarla hacia la inversión en tecnologías de creciente sofisticación, también en el ámbito de economizar materiales y energía, que promuevan el empleo y el progreso técnico y permitan un paulatino avance del peso relativo de actividades y productos de mayor densidad tecnológica.

Ese esfuerzo inversor también debe estar estrechamente vinculado con la tarea de reforzar a corto plazo los sectores más intensivos en trabajo y, por tanto, con más capacidad para generar empleo. Es posible compaginar la modernización productiva y la creación de empleo. Un ejemplo claro de la posible combinación de ambos objetivos se podría encontrar en la financiación de un plan de choque para mejorar el aislamiento y la eficiencia energética del extenso parque inmobiliario existente. Lo que falta no son ideas, experiencias o alternativas viables, sino voluntad política para seleccionar objetivos y medidas y, más aún, para obtener los fondos necesarios para financiar la política industrial. 

No se debería intentar salir de la crisis con las mismas recetas que han conducido al desastre. Incentivar la demanda mediante el endeudamiento público no es posible ni aconsejable, por razones políticas y económicas, ni va a ser posible, en las economías más endeudadas como la española, durante un largo periodo de tiempo que cabe cuantificar en lustros, en los que predominará la tendencia al desendeudamiento de agentes económicos públicos y privados. Lo prioritario no es crecer de cualquier manera o a costa de lo que sea, sino generar empleos y acompañar, financiar y acelerar el deseable proceso de transición hacia un nuevo modelo de crecimiento que favorezca las inversiones de futuro en educación, innovación y modernización del tejido industrial, especialmente el de las pequeñas y medianas empresas manufactureras y los servicios vinculados a dichas empresas.

Finalizo con unos breves comentarios sobre dos temas de gran importancia a la hora de valorar las posibilidades del proceso reindustrializador: el aumento de los ingresos públicos y el cambio de rumbo de la UE.

Una reindustrialización que aliente el progreso técnico y la modernización de las estructuras y especializaciones productivas exige un crecimiento sostenido de los ingresos totales de las Administraciones Públicas, acercándolos a los niveles medios de la UE que en 2012, según Eurostat, se situaron en el 45,4% del PIB, nueve puntos por encima de los españoles. La crisis no puede servir para justificar, como se ha hecho, el aumento de la carga tributaria que soportan las rentas del trabajo de la mayoría. Bajar impuestos no es de izquierdas; subirlos, tampoco. Depende de a quién, cómo y para qué.

Aumentar la recaudación tributaria pasa necesariamente por una mayor presión inspectora y penal sobre defraudadores y usuarios de paraísos fiscales, nuevos impuestos sobre transacciones financieras, mayor esfuerzo tributario de los titulares de los grandes patrimonios, equiparación de la fiscalidad que soportan las rentas del capital y del trabajo y una reforma del IRPF que incremente la progresividad y el número de tramos a partir de la actual base imponible de 53.407 euros anuales. El aumento de la recaudación tributaria así obtenido debe destinarse de forma preferente a generar empleos decentes, asegurar la protección social de personas y hogares en riesgo de exclusión y estimular una modernización de estructuras y especializaciones productivas compatible con la cohesión económica, social y territorial.

Además de la inexcusable reforma fiscal progresista, sería conveniente contar con el apoyo de las instituciones comunitarias, tanto en términos financieros como de ruptura con la estrategia de austeridad. Por ahora, ese camino de colaboración está cerrado y hay que centrar los esfuerzos en ampliar los estrechos márgenes de actuación que permite el dominio aplastante del bloque conservador en las instituciones europeas y aumentar la autonomía política de los países del sur de la eurozona para tener alguna oportunidad de recuperar los empleos y el bienestar perdidos.

Esta Europa no sólo no sirve a los intereses de los países del sur de la eurozona y del conjunto de la ciudadanía europea, sino que los perjudica de forma grave e irreparable. Poco sentido tiene en las actuales circunstancias y con las políticas que imponen las instituciones comunitarias reclamar más Europa o una Europa fuerte. Antes bien, se trata de aumentar la presión ciudadana a favor de la construcción de una nueva hegemonía de fuerzas progresistas y de izquierda que propicie otra Europa, más solidaria, más democrática, más volcada en aumentar la cohesión social y más justa en el reparto de los costes, ventajas y oportunidades que derivan de la participación en un proyecto común.

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¿Reindustrialización? Sí, pero no como pretenden los mercados y la derecha