sábado. 20.04.2024

La corrupción, el fútbol y las banderas

Avanza el siglo XXI uniformándonos a todos a golpe de teléfono móvil y precariedad laboral.  La corrupción forma ya parte de nuestro folclore (habría que dedicarle un baile regional).

La corrupción forma ya parte de nuestro folclore (habría que dedicarle un baile regional)

Avanza el siglo XXI uniformándonos a todos a golpe de teléfono móvil y precariedad laboral. Esto que llamamos España y que todos creemos el colmo del multiculturalismo y la diversidad, nación de naciones, como suele decirse, es, en realidad, una sola, y cierto que grande, descomunal, trama de corrupción cuyas raíces parecen perfectamente arraigadas a nuestra tan cacareada identidad de pueblo mítico, singular y diferencial (cualquiera que sea el pueblo de usted, o el mío). La corrupción forma ya parte de nuestro folclore (habría que dedicarle un baile regional). Qué poco se diferencia la corrupción en Cataluña y en Madrid, en Valencia o en Galicia. ¡La corrupción nos une y nos iguala!

Avanzamos, pues, juntos, en este siglo de ciencia ficción, hacia una igualdad corrupta e identitaria, poniendo distancia de por medio con siglos pasados, añejos, a todas luces superados por nuestra modernidad digital, como, por ejemplo, el XIX, ese siglo en que, según el presidente de la CEOE, Juan Rosell, el trabajo era fijo y seguro (y es que todo ese incordio de los derechos del trabajador, la dignidad del trabajo, la igualdad de oportunidades… son conceptos tan superados para el señor Rosell, que le parecen así de antiguos, del XIX… una cosa ya muy desfasada), algo de lo que, según este lúcido empresario, ya nos podemos ir olvidando, si es que todavía quedaba alguien que se acordase.

¡Y es que estamos en pleno siglo XXI! Aquí, todo lo conseguido en el pasado no cuenta. Esto es el futuro, tierra de oportunidades para gente lista, como Rosell, o quizá como su antecesor en el cargo, Gerardo Díaz Ferrán, quien tenía un discurso muy parecido, al menos hasta que acabó en la cárcel por eso que llaman “apropiación indebida”, vamos, por mangante.

Lo que, en realidad, no parece haber cambiado mucho de siglos anteriores es nuestro gusto por las banderas. Arrastramos esa tara de visceralidad por los trapos de colores qué se yo desde cuándo (tal vez Rosell lo sepa). El fútbol, otro ejemplo de emociones incontroladas que no acabamos de superar, se convirtió hace unos días en el escenario de una agitada (podría haber dicho estúpida) guerra de banderas y sentimientos nacionales. La ocurrencia de la Delegación del Gobierno en Madrid de prohibir las esteladas en la final de copa del rey nos acerca, ahora sí, al XIX más de lo que el propio Rosell estaría dispuesto a admitir. Qué pena damos, tan diferentes todos, y tan iguales. 

La corrupción, el fútbol y las banderas