viernes. 29.03.2024

El dilema de la jaula dorada

Lo peor que le pasa a este país, el verdadero peligro que nos acecha es la silenciosa y extendida aceptación de la vida vivida en una jaula de oro, en espacios reducidos y acotados. Cualquier persona que haya visitado algún lugar de la Tierra dominado por la desigualdad extrema, habrá podido advertir en qué consiste este modo de vida según el cual, una parte (la mayoría) de la población malvive entre niveles de subsistencia y carencias de lo más básico, mientras otra (una estrecha minoría) viven en la abundancia. Este modo de vida tan presente en Latinoamérica, gran parte del  África subsahariana y grandes bolsas de Asia gana aceptación entre nosotros, para mi sorpresa, ya que puede reconocerse por la baja calidad de vida, tanto de unos como de otros.

Los unos, obviamente, debido a sus carencias materiales que, de paso, arrastran a una baja intensidad moral y cultural en el desarrollo de sus vidas. Los otros porque han de vivir en un perpetuo estado de sitio y apartheid que divide físicamente su hábitat y sus costumbres respecto del general en el que se desarrollan. Unos viven en pútridas chabolas, los otros se pudren de puro ensimismamiento endógeno en el que lo único que cuenta es evitar la violencia inducida por la desigualdad.  Fuera del gueto rico hace frío, humedad, las enfermedades se multiplican y las posibilidades de emancipación son nulas. Pero dentro, aunque existe un cierto confort material defendido con armas de guerra en muchos casos, lo que domina es un diletantismo estéril que inhibe toda otra ilusión que la mera aspiración a mantenerse vivo y al margen de la violencia generalizada en el exterior. Es muy habitual que las personas que viven en el reducto protegido hayan de disfrazarse y armarse para salir de él. Como cualquiera puede comprender, este modo de vida tiene una clara limitación. No digo que no sea fácil escaparse a Miami, a Riad o Singapur a realizar unas compras y dar rienda suelta al estrés, pero ello no genera un modo de vida, sino un modo de consumo de cierto lujo exclusivo para quienes viven en el “fuerte” cuya sensación desaparece tan pronto uno pone de nuevo los pies en tierra propia. Queda alardear con los vecinos e intercambiar señas de nuevas tiendas descubiertas en el último weekend.

Y en España estamos muy próximos a vivir esta situación esquizoide porque:

i.- La desigualdad se ha convertido en un elemento estructural. Primero se aceptó un nivel de paro estructural (en torno al 12%)  que resultaba escandaloso para el contexto europeo en el que nos movemos, pero se adujo no sé qué particularidad del mercado de trabajo y la organización sociodemográfica y familiar de nuestras señas. Ahora, con el viento de cola en la economía a nivel macro, pero también con los infrasalarios, la precariedad y la asimetría del reparto del trabajo en función del género del sexo, nos cuelan la desigualdad rampante como un elemento estructural más, tan impresentable como la anterior aceptación de niveles de desempleo vergonzosos.

ii.- La proverbial culpabilización de uno mismo, pero sobre todo de la influencia demoníaca que los demás tienen sobre uno, tan propia de la ideología católica dominante, induce  a la inacción generalizada, de resultas de ello el poder no se enfrenta al fenómeno de la desigualdad y la “guetización” de la vida colectiva, antes bien la anima y se encuentra en mitad de esta anarquía como pez en el agua, pues le permite ganar favores corruptos en su versión laica y salvar almas en su versión eclesial.

iii.- La banalización del fenómeno descrito es una constante que lo convierte por tanto en inminente . La negación de la raíz política de la desigualdad y su desdibujamiento presentándola como un daño colateral del que finalmente se sale si se desea con fervor, es parte central en la estrategia de la ocultación.  La trivialización de la desigualdad juega un doble papel social, desactivar la sensibilidad de las (pocas) almas aún sensibles y su cosificación definitiva. La desigualdad no es un problema, es algo difuso que solo nos retrata una vez al año el informe Foessa de Cáritas,  el problema deriva de la inaceptación por parte de los perjudicados de su situación de perdedores. Se irritan y se convierten en peligrosos ellos en sí mismos, en sus variantes, pobre, inmigrante, rechazado, inadaptado  u otras (si eres esto y le sumas el factor mujer y/o negro y/o LGTBI y/o disidente, lo llevas claro)

iiii.- Finalmente, la gota que nos acerca a este auténtico tsunami social es la de la aceptación súbita de la desigualdad por una parte importante de abundantes bobos que encuentran en  la emulación de lo que consideran un vida chic una especie de justificación. Cegados por el brillo swarowsky, el rubio de bote, y piercing hasta en la glotis, están dispuestos a cambiar un modo de vida asentado en costumbres sensatas por un uno que prima el andar deprisa y cargado de bolsas como si la vida solo tuviera sentido en el interior de un “mall”, fotografiado y subido rápidamente a istagram, la telecinco de bolsillo.

Por qué alguien puede decidir que mola vivir en una jaula sólo porque sea de oro es algo que no alcanzo a comprender, un dilema entre igualdad y exclusividad que no entiendo aunque  sé que me compromete, pues las elecciones personales afectan a la vida de todos.

El dilema de la jaula dorada