martes. 16.04.2024

La emoción, ese valor político olvidado

Escribo de Escocia, pero pienso en Cataluña. Es 11 de septiembre y me llegan más imágenes que palabras...

diada

Asustados por las previsiones de algunas encuestas, los máximos dirigentes políticos británicos, con Cameron a la cabeza, han desembarcado en Escocia en un intento desesperado por torcer la voluntad secesionista. Agotadas las ofertas económicas y el argumentario de las consecuencias dañinas que para los ciudadanos supondría una declaración de independencia, el primer ministro conservador no ha tenido reparos en apelar a los sentimientos. El dolor del desgarro ha sustituido a la amenaza de perder la libra como símbolo monetario. La frialdad de los discursos tecnocráticos ha dado paso a un grito insospechable en un gentleman: “No votéis a los jodidos conservadores, pero seguid siendo británicos”. Imposible calcular si este cambio de actitud tendrá el efecto deseado, o si se ha producido demasiado tarde, pero en todo caso demuestra que en los equipos asesores de los grandes partidos con sede en Londres se ha detectado al fin la evidencia del peso emocional en las reivindicaciones nacionalistas.

Escribo de Escocia, pero pienso en Cataluña. Es 11 de septiembre y me llegan más imágenes que palabras. Más símbolos que argumentos. Tras el juego de los partidos políticos y las dificultades para salir airosos de una difícil tesitura a la que ha conducido principalmente el aprendiz de brujo que ocupa la Presidencia de la Generalitat, deseoso seguramente de poder encontrar una vía razonable de escape al callejón sin salida en el que le ha metido el laberinto de sus discursos, actúa un movimiento transversal más difícilmente controlable: la Asamblea Nacional de Cataluña. Su capacidad de convocatoria y su imaginación para simbolizar con movimientos de masas, tanto da una cadena humana que recorre el litoral del Principado, como una V que incita a votar y a la victoria integrada por cientos de miles de catalanes en las principales arterias de Barcelona, desborda las habituales estrategias negociadoras que, hasta el momento, habían contenido las reivindicaciones soberanistas en el marco de una meta utópica aparcada en el futuro.

La política ha saltado a la calle. La sociedad se está descubriendo capaz de inventar fórmulas participativas que desconciertan y asustan a quienes pensábamos, razonablemente, que habíamos establecido unas reglas de comportamiento político basadas en la delegación de poderes , renovables periódicamente, a un puñado de profesionales votados para gestionar nuestros intereses dentro de un sistema partidario que parecía consolidado. El populismo es, seguramente, una vía equívoca para encontrar la solución a una crisis demasiado sofisticada en su génesis como para aportar fórmulas simplistas apoyadas meramente en el rechazo a lo existente. Pero el populismo es una realidad determinante en el presente y, tal vez en alguna medida, en el futuro próximo de España. Ignorarlo, o descalificarlo sin más, es una forma como otra cualquiera de cerrar los ojos como niños asustados en la oscuridad.

El desafío ante los nuevos movimientos políticos y sociales afecta muy profundamente a todos los que nos movemos en el ámbito de la izquierda. Alertaba de ello recientemente un politólogo como Antonio Gutiérrez- Rubí en un trabajo sobre “La política de la emoción” cuya lectura íntegra recomiendo, y del que extraigo este párrafo que suscribo: “Obsesionados en tener la razón, en el argumento decisivo o la propuesta incomparable, (los progresistas) asisten -incrédulos y con estupor- a derrotas frente a adversarios que han hecho de la simplicidad, del radicalismo y de la claridad sus bazas electorales. No comprenden cómo siendo “mejores” y teniendo propuestas más “sociales”, los electores no se rinden a su oferta con el voto masivo”.

¿Se puede decir más claro?

La emoción, ese valor político olvidado